Tras los pasos de Gustave, el asesino en serie prehistórico
Tomado de XL Semanal.- Ha devorado a más personas que cualquier otro cocodrilo vivo: algunos calculan que a más de 300. Un cazador experto, el francés Patrice Faye, lleva 20 años tras la pista de este insaciable devorador de hombres convertido en leyenda. Viajamos a Burundi para encontrarnos con él.
Estamos a la orilla del lago Tanganica, en Burundi, la pequeña república africana en la que vive Gustave, un cocodrilo nilótico de seis metros de largo y casi una tonelada de peso, que parece haber devorado a más personas que cualquier otro. Quien lo bautizó así fue Patrice Faye, un cazador semiprofesional que lleva la cuenta de sus depredaciones desde hace veinte años. Al cabo de tanto tiempo, este experto en reptiles ha acabado por mirar con profundo respeto y fascinación al gigantesco animal, considerado el cocodrilo más grande de África. Tanto que describe a Gustave como «un viejo compañero, un amigo del alma», y eso que él estima que ha devorado ya a 60 personas –otros dicen que a 300–; entre ellas, a uno de sus propios asistentes en 1998. Faye se encoge de hombros, sonriente, y levanta las manos: «¿Y qué se espera la gente? ¿Cómo pueden culpar a Gustave de ser Gustave?».
En otro punto de la orilla, cerca de la capital del país, Buyumbura, varias personas se están bañando en el agua. Los niños ríen y juegan en los bajíos donde Gustave se ha cobrado decenas de vidas. «No me gusta, pero ¿qué puedo hacer? –dice Faye–. Estamos en África. Sólo cuando hay un accidente con Gustave, la gente se aleja del agua tres semanas, pero luego vuelve a bañarse. Se les olvida: hace mucho calor y bañarse es muy agradable; piensan que no les pasará a ellos. No es una cuestión de ignorancia. En Burundi, Gustave es tan conocido que ha protagonizado un documental televisivo, una película hollywoodiense de terror [Primeval, en España estrenada como Cocodrilo: un asesino en serie] y hasta al antiguo presidente Pierre Buyoya lo apodan Gustave por su impiedad hacia sus enemigos.
Durante nuestro recorrido a lo largo de la ribera nos cruzamos con el snack-bar Le Gustave y con varias señales que alertan de la presencia de cocodrilos, también con numerosas familias bañándose con sus hijos. Unos cuantos kilómetros al oeste, junto a la frontera con el Congo, las marrones aguas fangosas del río Rusizi desembocan en el cristalino lago Tanganica, y es en esta zona, el delta del Rusizi, donde Gustave se ha cobrado la mayor parte de las vidas, casi todas de pescadores atareados en los bajíos, como Innocent Ruzulimina lo está ahora mismo. Una vez que Innocent sale del agua, le pregunto si no le inquieta la posible presencia de Gustave u otros cocodrilos en la zona.
«Tampoco hay tanto riesgo –responde–. La gente se pasa el día en el agua, y sólo muy de tarde en tarde hay problemas. Gustave no ha sido avistado en casi dos meses y ha pasado ya un año desde que devoró al último pescador.»
Faye confirma los datos y agrega que se corresponden con el patrón de comportamiento habitual del animal, que se mueve por un territorio inusualmente amplio para un cocodrilo macho. El francés sospecha que en este momento se encuentra río arriba, en una zona remota, sin carreteras, sólo accesible en helicóptero, lo que explicaría la ausencia de ataques recientes. A veces se pasa un año o más en aquella región, y la gente empieza a preguntarse si un cazador furtivo o un soldado han conseguido matarlo. Pero, entonces, Gustave se desplaza río abajo hasta el delta y el lago, empujado no por el hambre, sino por el deseo de copular. Y si tropieza con presas fáciles –nadadores o pescadores–, los ataques, o «accidentes», como Faye prefiere llamarlos, se suceden.
La peor racha fue en 2004: Gustave mató a 17 personas en 30 días. Para los brujos de la región, el animal constituye tanto un muy serio desafío como un negocio. Los brujos montan ceremonias para alejar a los espíritus malignos que anidan en el cocodrilo; venden amuletos, pociones protectoras, raíces que uno debe atarse al pie para mantener a Gustave alejado. Los menos escrupulosos aseguran que lo tienen bajo control personal y que –previo pago, claro– pueden provocar que se lance contra el enemigo que uno señale. Según Faye, en Buyumbura hay un brujo que afirma incluso ser capaz de transmutarse y encarnarse en el mismísimo Gustave.
«Hay incontables leyendas... –dice el francés–. Hace años, varios soldados lo acribillaron a tiros y, según juraron después, Gustave se tragó las balas. Supongo que sólo abrió las fauces por el dolor. También hay quien asegura que el animal luce piezas de joyería en el cuello, lo que me parece una maravillosa muestra de imaginación. Otros, sencillamente, niegan su existencia o sugieren que se trata de más de un cocodrilo.»
Es posible que alguna de las heridas de bala haya sido causada por el propio Faye. Las primeras veces que vio al animal tenía un fusil en la mano y la intención de matarlo. No sólo se trataba de su trabajo –Faye era el hombre al que contratar en Burundi para acabar con un cocodrilo problemático–, sino que era una cuestión personal: «Gustave devoró a uno de mis asistentes en 1998. Entonces obtuve una licencia oficial para cazar al asesino. Y aquella vez le di, pero no lo maté. La siguiente vez que me lo crucé, sólo lo contemplé –recuerda– y comprendí que no podía matarlo. Se trataba de un magnífico ser prehistórico, del último de los cocodrilos gigantes africanos. Dejé el fusil y me dije: `Debes capturarlo, meterlo en una jaula y convertirlo en un esclavo sexual´».
Tras llegar al país en 1978, montado en bicicleta, barbudo, melenudo y errante por el mundo, Patrice Faye se ha labrado una existencia peculiar en Burundi, de la que está muy satisfecho y que lo mantiene hiperactivo. No tiene días libres. Testarudo, temerario, excéntrico, pero también muy práctico, Faye es, además, director de una escuela para huérfanos en Buyumbura y ha construido para ellos un hogar con almenas llamado Castel Croc. También trabaja como asesor en cuestiones medioambientales y organiza exposiciones de historia natural. Es exportador de plantas, insectos y reptiles vivos. Tiene una empresa de construcción. Ha montado otra pequeña empresa turística con los pigmeos y diseñado un plan de negocio para vender su miel de los bosques. Está grabando, a su vez, una serie de televisión sobre Burundi y estableciendo la primera escuela de actores del país: Faye ha escrito más de 50 obras teatrales. La última pieza que ha escrito, Kamenge’94, es una comedia sobre la guerra civil entre hutus y tutsis en Burundi. Su matrimonio con una refugiada ruandesa terminó en divorcio hace 20 años y sus dos hijos hoy viven en Francia.
Su guapa y joven novia de Burundi se cruza con nosotros, medio adormilada, camino al baño. El interior de la casa de Faye es un atestado amasijo de cráneos de hipopótamos, búfalos y cocodrilos, máscaras tribales, vasijas y cacharros de cocina, mantas multicolores, pinturas de serpientes y pájaros, libros de historia natural apretados en unas estanterías que están a punto de vencerse, acuarios, una mesita con montones de papeles y ceniceros colmados de colillas.
«Lo más cerca que llegué a estar de Gustave –dice con un deje nostálgico– fue a dos metros. Me pasé dos años siguiéndolo por todas partes, observándolo. Fue una época maravillosa de mi vida: él y yo, a solas en el bosque.»
Le pregunto entonces qué siente cuando Gustave mata a una persona. Faye se encoge de hombros y dice: «Para la gente, Gustave es un ser maligno, pero eso es absurdo. Él no se plantea dilemas morales; sólo se deja llevar por el instinto. A veces se come el cuerpo entero, otras se contenta con los brazos y las piernas. Para entenderlo, es preciso recordar que, cuando empezó a matar, había guerra en el Congo y en Burundi y que muchos cadáveres eran arrojados al río y al lago. Cada día que yo hacía el seguimiento de Gustave veía cuerpos flotando en el agua: cuatro, cinco, a veces, diez... Yo creo que fue por entonces cuando se aficionó a la carne humana. Pero él, como digo, se deja llevar por el instinto: come, se procrea y duerme. La suya es una buena vida».
En la primavera de 1999, después de seis meses de ataques en la orilla del lago, Faye descubrió que el cocodrilo había vuelto al Parque Nacional de Rusizi. Pronto comprendió que cada una de las ausencias de Gustave en el parque se correspondía con una racha de ataques en el lago. Tras haber identificado a Gustave como el único asesino y haberse pasado dos años en estrecho contacto con el saurio, Faye planeó el audaz proyecto de «meterlo en una jaula». Construyó entonces un gran recinto cerrado, con muros de hormigón, en el Parque Nacional de Rusizi. Una vez que lo tuviera en su dominio, renovaría el decreciente acervo genético del Crocodylus niloticus cruzando a Gustave con las hembras más sanas que encontrara. Se proponía también volver a llenar las vacías arcas del Parque Nacional de Rusizi cobrando entrada a los visitantes por el privilegio de ver al famoso devorador de hombres. Faye dispuso una red de trampas y lazos, cada vez mayores y más complicados. El plato fuerte era un cepo de acero tan grande que eran necesarias 30 personas para levantarlo del suelo. Fue colocado en la orilla del Rusizi y usaron como cebo una cabeza de vaca; después, una gallina viva; más tarde, una cabra viva también. Ni Gustave ni ningún otro saurio se aventuraron nunca a lanzarse contra el cebo.
Faye ha abandonado el proyecto de capturar a Gustave y reconoce que el gigantesco cepo era una quimera no menos grande. Pero tampoco puede fiarlo todo a las leyes de la naturaleza, y menos aún de cara a los niños de su escuela y el orfanato. «Les he dicho mil veces que se anden con ojo, pero ellos siguen yendo al lago a nadar. Es un problema serio. Me preocupa que Gustave pueda aparecer un día, pero no quiero matarlo. Y está ya demasiado mayor como para encerrarlo en una jaula.»
Faye cree haber dado con una solución, para la que está esperando el material necesario: clavarle a Gustave un dardo con un tranquilizante y ponerle un radioemisor en el cuello. «Entonces, él podrá seguir disfrutando de su libertad y yo, alertar a todos de que él anda cerca. Yo no podría matarlo, ni aunque se produjera un accidente con uno de mis hijos –dice Faye–. Gustave es el último mohicano. No va a haber otro igual y, aunque él me devoraría si tuviera la ocasión, me siento orgulloso de llamarlo `amigo´».
Richard Grant
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