Addio, Tarcisio
No me consta, pero podría apostar a que los muchachones y muchachonas de la Universidad Católica descorcharon algunas botellas de champán al ponerse al corriente. Y entre eufóricas burbujas y carcajadas celebratorias, deben haber brindado al enterarse de que el patrono de Juan Luis Cipriani en la santa sede había sido defenestrado de súbito y de un porrazo. Me refiero al todavía Secretario de Estado vaticano, Tarcisio Bertone, quien será sustituido el próximo 15 de octubre.
Bertone, un piamontés de 78 años, se va con la cabeza gacha, mirándose los pies y con el rabo entre las piernas -aunque lo niegue-, dejando atrás una gestión de siete años signada por escándalos de toda laya. Escándalos descomunales, financieros, turbulentos. Y vergonzosos. En su propia versión, obviamente, lo suyo fue un caso de mala prensa, y punto y final. Donde se exageraron los hechos de forma abusiva e interesada, faltaría más. Para decirlo en sus propias palabras, “las acusaciones” vertidas contra él habrían sido en realidad tramadas por “una red de cuervos y de víboras”. Bueno. Pues así se lo dijo a la prensa italiana, saliendo de una ceremonia religiosa en una isla siciliana. Tal cual.
Pero claro. La verdad es que si algo caracterizó a la era Bertone fue el ruido, el abucheo, el jaleo. Para comenzar, fue él uno de los tantos que, cuando comenzaron a destaparse los casos de pederastia clerical, trató de minimizar el asunto. En el 2002, y ahí están sus declaraciones, el entonces monseñor Tarcisio Bertone pretendió liquidar el tópico describiendo el fenómeno como una enfermedad que afectaba a “una ínfima minoría” de sacerdotes.
Y ya conocen el resto. No fue el único tema que manejó con cierta torpeza, por decirlo elegantemente. El periodista Gianluigi Nuzzi se ha encargado de recordar algunas de sus ya legendarias metidas de pata en el libro Las cartas secretas de Benedicto XVI. Y hasta le regala un capítulo completo.
Pero quien comete el clamoroso error de darle todo el poder, está claro, fue Ratzinger. Bertone fue su secretario y hombre de confianza desde los tiempos en que el pastor alemán fue prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Y más tarde, cuando Ratzinger se transformó en Benedicto, le ofreció entonces el gobierno de la iglesia. Así que, a partir de ahí el poder de Bertone se volvió inconmensurable. Y las tramas y las luchas intestinas –que siempre han existido en la historia de la iglesia- se hicieron más palmarias que nunca. Se volvieron más visibles, es decir. Y públicas. E impúdicas. Y subidas de color. E impactaron al mismísimo papa. Pues eso.
Ahora bien, para ser honestos, la gestión centralista y angurrienta de la secretaría de Estado que se le imputa al cardenal piamontés no ha sido de un estilo muy distinto al de su predecesor, Angelo Sodano, cuya hoja de vida, si me preguntan, me evoca al papa Borgia y a esos purpurados renacentistas poseedores de anillos que contenían pócimas ponzoñosas. Más todavía. Para que tengan una idea del enorme poder vigente de ese Kissinger con solideo que es Sodano, el nuevo hombre fuerte del Vaticano, el tal Pietro Parolin, ha estado bajo susórdenes, en el 2002. O sea, es uno de los suyos. Por lo tanto, no sé qué tan “reformista” o “revolucionaria” sea esta jugada del pontífice Francisco en la elección del vicepapa, quien en los hechos tiene las prerrogativas de un primer ministro europeo y posee férreo control sobre las finanzas vaticanas.
Como sea, y volviendo al salesiano Tarcisio Bertone. El caso es que, entre otras cosas, con él creció rápidamente la percepción de una iglesia consagrada a los negocios, en la que el dinero terminó jugando un rol central entre los pastores de la curia católica, y donde el papado de Ratzinger quedó marcado por una secretaría de Estado que favoreció la división hacia el interior de la iglesia.
Algunos explican el delirio de Ratzinger de mantener a Bertone hasta el final, pese a todas las críticas, como un intento de proteger el principio fundamental de la unidad de la iglesia. Dicen también que no podía desautorizarlo ni destronarlo porque él mismo, al haberlo elegido pocos años antes, habría salido debilitado. Pero fíjense. Las grietas se hicieron más y más profundas con su arrogante y desbordante presencia. Tanto, que por primera vez en la historia el papa tuvo que renunciar.
Tomado del semanario Hildebrandt en sus trece. Columna Divina comedia