Juguetes asesinos
Parecen juguetes futuristas. Pero no lo son. Ni juguetes, ni futuristas. Y los hay en diferentes modalidades. Casi todas voladoras. Se llaman drones. O vehículos aéreos no tripulados. Y cuando se les emplea para fines benéficos y salvíficos y emprender tareas útiles y cosas así, pues nada, uno no deja de admirarse de la capacidad del ser humano para crear artefactos que contribuyen al desarrollo y al progreso del mundo.
Ramiro Escobar, vecino de estas páginas, los describía muy bien en una crónica. Son capaces de detectar desde el aire señales de calor, y en consecuencia, pueden encontrar a personas perdidas en medio de la nada o en el corazón de un bosque gigantesco. A la Policía Montada del Canadá les ha sido ventajoso para eso. Para hallar personas. En el Reino Unido los usan los bomberos. La NASA los aprovecha para detectar huracanes. La NOAA (National Oceanic Atmosferic Administration) recurre a ellos para monitorear la fauna en los océanos. Y también se puede hacer uso de estos aparatos para combatir incendios forestales, para la protección del ecosistema, para vigilar fenómenos naturales, para identificar sobrevivientes entre los escombros luego de un terremoto o de alguna catástrofe similar. Y en ese plan.
Pero claro. Lo que pasa es que, si le quieres ver el lado oscuro y asesino al trasto metálico con alas, pues se lo encuentras. Y los gringos, ya saben, cuando se las dan de policías del Globo, son especialistas en convertir un avioncito de aspecto inocente en una máquina para matar. Como se aprecia nítidamente en la película El legado de Bourne. Porque no les voy a mentir, fue recién ahí, a principios de este año, que tomé conciencia del potencial letal de estos artilugios que surcan el firmamento sin necesidad de pilotos, controlados de forma remota, manejados a distancia por operadores que toman cocacola en oficinas tecnificadas y con aire acondicionado, mientras persiguen a sus objetivos para ejecutarlos sumariamente, apretando simplemente un botón y sin moverse físicamente salvo para ir al baño para hacer pis, o hacer pos, da igual, invadiendo el espacio aéreo de otros países, zurrándose en el derecho internacional y en los tratados de cielos abiertos, bastándoles únicamente una buena conexión satelital. Porque para eso posee drones el gobierno de los Estados Unidos, les cuento. Para aniquilar y despanzurrar y fulminar a quienes considera sus “enemigos”.
Para ajusticiar gente en cualquier rincón del planeta, y con el aval del Premio Nobel de la Paz.
Por lo pronto, Amnistía Internacional (AI) acaba de divulgar un informe de más de sesenta páginas sobre ataques estadounidenses en Pakistán. Perpetrados por drones, obvio. Y que se habrían iniciado en noviembre del 2002, en Yemen, cuando la CIA se valió de estos bichos tecnológicos para ejecutar a seis supuestos terroristas. Desde entonces, además de Yemen, se les ha manipulado en Irak, Libia, Somalia, Afganistán y Pakistán. El número total de muertos, de acuerdo a AI, oscilaría entre los 2.200 y 3.600. Sin embargo, a comienzos de este año, el senador republicano Lindsay Graham, reveló la escalofriante suma de 4.700 muertes a causa de drones.
Existe además un informe de Naciones Unidas que señala que ya en el 2012 se había doblado el número de bombas lanzadas desde drones en Afganistán respecto del 2011. Y según el gobierno paquistaní, por cada militante de Al Qaeda eliminado por drones, pierden la vida 140 civiles, entre los que se incluyen ancianos y niños, como podrán inferir. Porque a los drones, como a las pistolas, los carga el Diablo. Estados Unidos lo venía negando en todos los idiomas, y particularmente en inglés, adivinarán. Hasta esta semana, que apareció el vocero de la Casa Blanca, Jay Carney, quien con un cinismo que escarapela dijo: “Es un hecho que los ataques norteamericanos con drones han provocado víctimas civiles”. Para luego explicar que eso es un lance “inherente que existe en todas las guerras (…) Estados Unidos no toma riesgos”. El viejo cuento del ‘daño colateral’, o sea. O del ‘fuego amigo’, es decir.
Como sea. La extradición, por lo visto, se volvió obsoleta y un trámite engorroso para la democracia más avanzada de América. Pues eso.
Tomado de La República. Columna El ojo de Mordor