Admito que puedo tener un criterio contaminado por el hecho de que el actual papa Jorge Mario Bergoglio protegió y encubrió a Luis Fernando Figari, fundador del Sodalicio de Vida Cristiana. Y sí. Afirmo que lo protegió y que lo encubrió porque eso fue exactamente lo que hizo el jefe católico. Jamás lo expulsó de la institución. Figari sigue siendo sodálite hasta el día de hoy. Y vive a sus anchas en la ciudad de Roma con el patrocinio del mismísimo Sodalicio. Así las cosas, el Vaticano, con la bendición del santo padre, terminó dándole a Figari el mismo trato que al mexicano Marcial Maciel y que al chileno Fernando Karadima. Tal cual.  

Dicho esto, pues cada quien tiene sus taras y sus sesgos, como este servidor, me permito responderle rápidamente al filósofo y teólogo Raúl Zegarra, quien en la página de Opinión de El Comercio me cuestionó por describir al pontífice como encubridor. “Es un exceso: ello implicaría intencionalidad e incluso delito”, deslizó con suma gravedad.

Mmm. A ver si lo resumo bien. No sé si hubo intencionalidad o delito. Primero, porque no soy telépata, y segundo, porque no soy penalista. Y menos, canonista. Lo que está claro es que el ejemplo que pone sobre la mesa –o sobre el papel, si prefieren- para defender el papado de Francisco, es el peor que pudo escoger. “Es verdad que el Papa ha podido hacer mucho más donde los procedimientos judiciales no lo atan y el Papa ha fallado (en el Caso Sodalicio)”, anota. Y no sé ustedes, pero llamar “fallo”, “error” o “burrada” al despropósito abominable, me parece una aproximación un tanto ingenua y acoquinada respecto de lo que realmente ocurrió. Figúrense. Llamar equívoco a la repugnante y esperpéntica farsa.

Las cosas como son. Encubrir es ocultar algo. Impedir que se sepa una verdad. Tapar las cosas. Y la resolución vaticana, avalada por Francisco, hizo justamente eso. Guardar las apariencias. Callar. Dorar la píldora. Disimular y desfigurar. Basta leer la nauseabunda resolución de tres páginas y media, e informarse un poquito sobre lo que pasó para constatarlo.

La santa sede se tomó algo más de cinco años para emitir un documento bochornoso. ¿Por qué? Porque prefirió ponerse del lado de Figari, y no del lado de las víctimas, a las que, por cierto, jamás se les hizo justicia. Por el contrario, con el gesto vaticano se les revictimizó. Encima, los miserables con alzacuello que redactaron el texto –siempre con la bendición papal- le dieron trato de “cómplices” a quienes nunca contactaron ni solicitaron sus versiones. Porque así fue. Jamás hablaron con las personas afectadas. Jamás se les llamó o se les puso un correo. O un whatsapp. Jamás.

Sobre el resto de imputaciones del teólogo y filósofo, Raúl Zegarra, qué quieren que les diga. No pretendo la disolución del catolicismo, ni mucho menos. Ni entiendo bajo qué lógica el columnista de El Comercio arriba a esa peregrina conclusión, y casi absurdo desenlace. O sin casi.

A lo que voy. Jorge Bergoglio será –y seguirá siendo- el viagra que la institución requería para elevar su reputación. El papa Francisco ha sabido proyectar eficazmente la imagen de un pastor cercano a la gente. Sencillo. Cálido. Gracioso. Pero eso no lo hace reformista, pues. Sus frases supuestamente audaces e inusuales, cuasi vanguardistas, no lo convierten en un revolucionario. ¿Por qué? Porque sus palabras, en un lustro, no se han traducido en hechos. Así de simple.

Con el papa argentino la iglesia sigue siendo misógina (abrió una rendija sobre la ordenación de mujeres sacerdotes, y luego sentenció: “esa puerta está cerrada”) y homofóbica (se mostró tolerante con los católicos homosexuales, y luego vetó al embajador de Francia por ser gay). Y en lugar de romper murallas y estructuras corruptas, se rodeó de la gente equivocada (miren, si no, el caso del número tres del Vaticano, George Pell, y el apoyo incondicional del papa, a pesar de todos los indicios contra el cardenal australiano). Ojalá me equivoque. Pero con Francisco no-va-a-pa-sar-na-da.