Saramago, el hereje
Tomado de Perú21.- Columna El ojo de Mordor, de Pedro Salinas.- A ver si lo dejamos claro. L’Osservatore Romano es, por más señas, el órgano oficial de la Iglesia, el Granma del Papa de turno, el instrumento autorizado por la jerarquía católica para propalar sus documentos oficiales, bulas, encíclicas, y demás. Y por lo que sabemos, el vehículo utilizado para el denuesto, el escarnio y la censura contra los figurones que no piensan igual que el Vaticano. Lo acabamos de comprobar, una vez más, al día siguiente de la muerte del Nobel de Literatura, José Saramago, cuando el diario pontificio la emprendió contra este notable escritor, ya muerto, incapacitado para replicar, o sea, en una suerte de obituario hediondo que exudaba odio por todos sus poros, todos, y exhibía un mal gusto de campeonato, ruin y bajuno. Vaya.
Vade retro. Non praevalebunt. Y tal. Y esas cosas, que en la jerga del latín se dicen durante las liturgias exorcistas y en los ritos de la antigua y de la siempre renovada Inquisición. Que está mal visto para los ensotanados, ya les digo, pensar distinto a Roma, aunque el fenómeno que comentamos no sea reciente.
Mientras que sus agradecidos lectores –a manera de último adiós– proclamaban un sentido Obrigado, Saramago, la Iglesia no, la Iglesia hervía de furia aguantada y parecía disfrutar de su desaparición eterna. Cómo sería la cosa, que incluso cuando los restos mortales del portugués todavía se encontraban en la capilla ardiente del Ayuntamiento de Lisboa, antes de ser cremados, L’Osservatore Romano le enrostraba epítetos envilecidos en lugar de epitafios caritativos. Marxista. Intrascendente. Banal. Materialista. Libertario. Populista. Extremista. Desestabilizador. Ateo. Blasfemo. So cabrón. Y qué sé yo, le decía en un coctel alucinante de ignorancia, demagogia y mala leche. Hasta el respetuoso silencio, pienso, habría resultado menos patético en una situación como la que describimos. Habría sido lo digno; el silencio, digo. Pero no. La Iglesia, ya ven, tenía que pagar como suele. Con el grito destemplado, retumbando como un trueno, haciendo el ridículo, exhibiendo el esperpento de su falta de tino, manteniendo vívida la vieja pose y la añeja costumbre de imponernos sus retardatarias ideas. Señalando apostasías, sacrilegios, traiciones, anatemas y posesiones demoníacas, donde solamente había pensamiento crítico y disidente. Y, sobre todo, donde había literatura. Abundante literatura; y de la buena, además.
Y es que así como hay niños con intolerancia a la lactosa, la Iglesia no soportaba a Saramago. Es la verdad. Y no lo aguantaba porque, oigan, con qué derecho este escritorzuelo, incrédulo y sarcástico, para más inri, tuvo que escribir un libro sobre Jesús, y encima otro reivindicando a Caín, ironizando sobre dogmas que son indiscutibles, ventilando temas tabú, cuestionando a la religión verdadera, aquella que ha mandado a matar a tantos en nombre de la fe. ¿Acaso un escritor tiene derecho a escribir sobre cualquier tema, incluyendo al Dios encarnado? Faltaría más.
Y bueno. Así y asá, ya saben, es como reprocha la Iglesia, lanza en ristre, y la signum crucis escarlata estampada en el pecho a la usanza templaria. Pues eso fue lo que le tocó recibir a Saramago el día de su muerte: una condecoración póstuma a su rebeldía.
Pero qué más da. Dicho en corto: en ese aspecto, como en otros, estamos hablando de la Iglesia Católica, que no es sino esa vetusta institución que no tiene ojo avizor para atacar los escandalosos casos de pederastia, pero sí tiene sangre en el ojo y el enorme valor para agredir a un difunto.
A fin de cuentas, en lo que a mí se refiere y para ir resumiendo, y aunque lo que aquí se diga no sirva para un carajo, aquel incidente mezquino suscitado por L’Osservatore Romano quedará como lo que fue, como una miserable anécdota, una más en la voluminosa historia de la intolerancia católica, pues hay cosas que no cambiarán aunque pasen otros dos mil años. Es así. Qué quieren que les diga. En todo caso, el quid de la cuestión acá es que Saramago ya no está entre nosotros. Y lo despedimos con pena, tristes. Pero Saramago, como debe ser, se fue en paz. Con la calma de los grandes hombres. Sin dramatismos. Eso sí, provocando. Para variar. Muy a su estilo. Hasta el final.
Ahora, lo más importante, nos quedarán sus libros, aquellos que no nos arrebatarán ni la Iglesia ni ningún dios que dicta, impasible el ademán, verdades de a puño y mentiras a pastos. Pues eso.