La última patria de Hemingway
Tomado de La Tercera.- Por Juan Manuel Vial, desde Ketchum, Idaho.- Hace exactamente 50 años, Ernest Hemingway se voló la tapa de los sesos en su casa de Ketchum, un pueblito ubicado en las hermosas montañas de Idaho. Mucho ha cambiado aquí desde esa época, pero de una u otra forma, aún es posible dar caza a su fantasma: el magnífico arroyo que lo hizo regresar una y otra vez fluye prístino y lento, como siempre. Y en el restaurante en que Papa Hemingway cenó antes de suicidarse, su mesa sigue siendo su mesa.
La última patria de Hemingway Cuando Hemingway llegó a Ketchum por primera vez, a principios del otoño de 1939, Ketchum era un modesto poblado en las montañas de Idaho que había visto días mejores como asentamiento minero y estación ovejera. La única evocación literaria en cientos de kilómetros a la redonda era que en Hailey, el pueblo vecino a Ketchum, nació Ezra Pound, el respetado poeta que había sido benefactor del joven Hemingway en París. Sin embargo, en ocasiones, Pound aseguraba haber nacido en una caravana durante la gran tormenta de nieve que asoló buena parte del estado de Montana, en 1885. Bajo aquellas circunstancias, explicaba el poeta, no fue de extrañar que su primer alimento hubiese sido la parafina, a la que debía su melena leonina y su inextinguible apetito por los pastelillos (para sacarse el perenne mal gusto de la boca). Sea como fuere, al momento de arribar a Ketchum, el insospechado paraje que llegaría a ser su última patria, Hemingway no tenía ningún interés en zanjar la procedencia de Pound. El llegaba allí para cumplir con su parte en un canje publicitario.
Tres años antes, en 1936, cierto empresario hotelero había montado en Ketchum el primer resort invernal de Estados Unidos. Y nada mejor para promocionar otras actividades que pudiesen atraer huéspedes al Sun Valley Lodge fuera de la temporada de esquí, pensaron entonces los encargados de marketing, que invitar a Hemingway, un tipo fortachón de 40 años, intrépido, famoso y admirado, a quien, como todo el mundo sabía, le encantaba cazar y pescar. El trato era el siguiente: si aceptaba participar en cualquier medida en la campaña publicitaria, obtendría a cambio dos años de estadía y pensión gratis (tragos incluidos). Por aquellos días, el escritor tenía otras preocupaciones, como el rol que estaba empeñado en jugar en la guerra civil española o un matrimonio pudriéndose con rapidez, pero respondió que en caso de ser posible se daría una vueltecita. Veinte años más tarde, tras haber experimentado con placer la ansiedad del niño sanguinario ante la posibilidad de regresar una y otra vez a cazar patos a un arroyo idílico, casi mítico, Hemingway decidió comprar una casa en el pueblo y establecerse allí, en el ambiente seguro, familiar y confiable que su deteriorada salud requería. Dos años después, el autor se voló la tapa de los sesos con una escopeta de cañón doble al interior de su hogar. Y hubo quien aseguró que aquel tiro de la madrugada del 2 de julio retumbó a lo largo de todo el Sun Valley.
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A diferencia de las otras famosas moradas del autor (en Key West y en La Habana), la casa de Ketchum jamás llegó a convertirse en un lugar de peregrinación para fans o turistas. Así lo estipuló la viuda en su testamento -Mary Welsh, la cuarta esposa de Hemingway- y así también se han encargado de hacerlo presente los vecinos pitucos cada vez que se ha intentado abrir la residencia al público. Las hordas de visitantes imaginarios aterran a los residentes de aquel barrio, pues Ketchum, hoy por hoy, es un lugar chic y sumamente exclusivo. Es lo que me aclara de entrada el redneck parlanchín que conduce el taxi -una camioneta todoterreno- desde el pequeño aeropuerto de Hailey hasta el hotel de estilo tirolés en que me hospedaré: "Yo vivo a 60 kilómetros de aquí, en el desierto. Para vivir en Ketchum hay que tener puro billete". Al enterarse del motivo de mi visita, que no es otro que el de escribir este artículo, me informa que es él quien transporta a una de las nietas de Hemingway cada vez que ella viene a veranear a su mansión. Dicho eso, desvía el rumbo para enseñármela por fuera. Y luego de verla, me pide que por favor no mencione nada de esto en mi crónica.
Durante el recorrido me fijo en el colorido pez espada que el tipo lleva tatuado en el gemelo de la pierna derecha, y no deja de hacerme gracia el hecho de que Hemingway fuese un experto en ese tipo de pesca de alta mar. Tras mencionar sin empacho que deberé darle una buena propina por mostrarme la casa de la nieta del escritor, el chofer me pregunta adónde iré a pescar (mi equipaje consiste en un bolso de mano y una caña). No lo sé. ¿Algún dato?, respondo. "Cómo no, yo soy un verdadero pescador", asevera triunfante, mientras se sube las mangas de la camisa y se da palmadas sobre otros dos tatuajes de peces chillones que luce en cada uno de sus enormes brazos: "Tienes que ir a Silver Creek; es uno de los 10 mejores lugares para la pesca con mosca en el país. Ahí era donde Hemingway sacaba sus truchas". Recién llegado a Ketchum, la perspec- tiva de pescar en el mismo río en que lo hiciera Hemingway me parece excitante, mucho más, por ejemplo, que visitar la casa en donde se mató. Debido a ello es que le doy al buen hombre una propina generosa.
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Según la encargada del departamento de historia regional de la biblioteca de Ketchum, Sandra Hofferber, la casa de Hemingway no es un lugar demasiado atractivo. A veces la abren para mostrársela a millonarios que pagan por una visita guiada, pero "si bien todo quedó prácticamente intacto desde el día en que murió, hay que consignar que Hemingway la compró amoblada y fue poco o nada lo que hizo por transformarla. Esta no es una casa, a diferencia de las otras, que sea capaz de decirnos mucho acerca del hombre o del escritor". Aún así, la que llegaría a ser la última morada de Hemingway albergaba una historia que produjo cierto encanto en el escritor al momento de adquirirla: la propiedad pertenecía a Bob Topping, un magnate y vividor, dueño de un equipo de baseball, quien, por temporadas, residía en el Sun Valley Lodge. Debido a las continuas partusas que organizaba en sus habitaciones, Topping fue expulsado del recinto con prohibición de regresar, lo cual no le importó demasiado, pues inmediatamente mandó a construir una nueva guarida y se mudó a ella lo más rápido que pudo. Cuando los Hemingway ocuparon la residencia, en 1959, convencidos de abandonar Cuba por su bien, lo primero que hizo Mary luego de instalarse fue sacar la alfombra roja del living, "pues con ella el lugar parecía una casa de putas". Exceptuando el par de ocasiones en que se vio obligado a internarse en la Clínica Mayo, Hemingway gastó allí sus últimos dos años de vida.
A la edad de 60, el autor era un hombre avejentado, paranoico y enfermo. Michael Reynolds, probablemente el mejor biógrafo de Hemingway, describe el deplorable estado de salud del autor a través de lo que llama "el patrón emocional de los últimos 20 años de su vida": períodos de trabajo intensivo, seguidos por depresiones agudas, durante las cuales su comportamiento se tornaba errático y paranoide. Ahora, cuando conseguía salir a flote, su escritura florecía. "En enero de 1959, Hemingway estaba llegando al peak de uno de esos períodos de productividad. Los 30 meses siguientes significaron el oscuro viaje cuesta abajo, esta vez hacia profundidades nunca antes alcanzadas. Las numerosas medicinas diarias que tomaba para la presión sanguínea, los nervios, el hígado, el insomnio, la vista y la fatiga ya se encontraban trabajando una en contra de otra, especialmente, cuando él bebía". El cóctel químico que se embuchaba Hemingway a diario era sorprendente: Oreton-M, una testosterona sintética prescrita a niños que tardan en desarrollarse y a hombres que llegan al climaterio; Serpasil, para la ansiedad y el insomnio; Doriden, un calmante; Eucanil y Seconal para dormir, más vitaminas A y B y otras drogas destinadas a curar un hígado dañado por el alcohol. Con trago, la mezcolanza era devastadora.
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Ketchum es todavía una comunidad pequeña, aunque ha perdido la modestia de antaño. Las cuatro calles centrales están llenas de tiendas sofisticadas, de esas que uno presume caras, y de elegantes oficinas de propiedades. Esparcidas a lo largo del valle, el Sun Valley, es posible ver viviendas lujosas, pero la modalidad arquitectónica reinante no está enfocada hacia la ostentación. La apariencia de la mayoría de las casas y de los condominios modernos del pueblo es la de un confortable centro invernal que no pierde identidad, incluso durante la época estival. El andarivel que conduce a los esquiadores hacia la cumbre del famoso monte Baldey está operativo en verano para transportar a turistas que andan en búsqueda de panorámicas fotografiables. Respecto de las construcciones más viejas, es fácil distinguir en ellas resabios de estética alpina, manifestaciones en alguna medida estridentes de aquella pasión tan típicamente estadounidense, la de recrear entornos foráneos en suelo propio. Racialmente hablando, en Ketchum, población de 3 mil almas, conviven dos grupos: una gran mayoría de blancos y algunos latinos. Allí no hay negros y el estado de Idaho, que es uno de los más pobres del país, vota fiel por los republicanos desde 1964 (en la elección de 2004, George W. Bush ganó en 43 de los 44 condados electorales de Idaho). En cuanto a los hábitos de convivencia, Ketchum es lo que uno entiende por lugar civilizado: durante mi estadía no vi por sus calles a un solo policía. En días de semana, Ketchum es lugar muerto a las 10 de la noche.
La gran mayoría de los visitantes que recibe Ketchum en verano e invierno no demuestra interés alguno por la vida de Hemingway. Esto lo sabe bien Shannon Besoyan, la encargada de los archivos del enorme y elegante Sun Valley Lodge, el hotel en donde el escritor, tras aceptar que le tomaran unas pocas fotografías cazando y pescando, disfrutó de sus dos primeras temporadas en Ketchum, atendido a cuerpo de rey en la habitación 206, a la cual llamó Glamour House (en 1939, Hemingway estaba en la ruina). "No hay dudas de que Hemingway es el personaje más notable que vivió por aquí, pero casi todos nuestros huéspedes vienen atraídos por razones geográficas, más que sentimentales". ¿Hay algún interés especial por la pieza 206?, le pregunto. "Te diría que no". En cualquier caso, la 206 ha sido redecorada varias veces desde que el autor la dejó.
Eso mismo ha sucedido con casi todos los lugares que Hemingway frecuentaba, comenzando por los garitos de apuestas que pasaron a ser ilegales en Ketchum a partir de 1950 y que hoy día tienen la apariencia insulsa de un bar modernillo. En 1958, Hemingway se quejó de que Ketchum estaba dejando de ser un "pueblo del oeste maravilloso y honesto", al tiempo que lamentaba que los bienhechores de Idaho estuviesen determinados a arruinar todo aquello que le producía placer. Dejando de lado su casa, es probable que el entorno que mejor se conserva, según Hemingway lo conoció, sea el Christiania, el restaurante francés empingorotado en donde comió su última cena fuera de casa, dos noches antes de quitarse la vida. Allí, en la misma posición de siempre, está la mesa esquinada que le tenían permanentemente reservada al Premio Nobel (el Christiania abrió sus puertas en 1959). Según explicaba Hemingway, utilizando la terminología propia de un cazador, prefería esa mesa, pues desde ahí gozaba de un insuperable ángulo de observación.
El actual dueño y chef del Christiania adquirió el inmueble a mediados de los años 80. Michel Rudigoz es un francés de estatura baja y complexión fuerte, amistoso, bronceado y con cara de vivaracho. No suelta su copa de vino tinto con hielo, probablemente Beaujolais, mientras se pasea parloteando por las cocinas, entre las mesas y de vuelta al bar. En los buenos tiempos, Michel fue el entrenador del equipo femenino de esquí local que consiguió triunfos históricos en los Juegos Olímpicos de Sarajevo 1984. Pero es fácil suponer que los buenos tiempos nunca se acabarán para alguien como Michel. De Portillo conserva buenos recuerdos y aunque no conoció a Hemingway, sí fue muy amigo de su hijo mayor, Jack, y más de Margot, la estupenda hija de Jack, quien fue una actriz famosa antes de seguir el curso trágico que los demonios familiares le habían trazado rumbo al suicidio. "Margot era una gran tipa", dice Michel, al tiempo que eleva una mirada elocuente, mitad pícara y mitad solemne, hacia el infinito.
Respecto de lo que comió Hemingway en la última ocasión que visitó el Christiania, Michel admite con una amplia sonrisa no tener ni la más mínima idea: "El menú se esfumó, como casi todos los amigos que tuvo Hemingway en Ketchum. Creo que sólo queda vivo Bud Purdy, pero está viejísimo, no sale de su casa hace años y, por sobre todo, no quiere volver a hablar con nadie más acerca de Hemingway". Jerry Edwards, el parroquiano con quien charlaré el resto de la noche en el bar, mientras me encuentro casualmente sentado en la esquina favorita de Hemingway, vio varias veces al gran hombre caminando por Ketchum: "Jamás le hablé; éramos de grupos sociales diferentes. De joven trabajé como jardinero en la casa de Bob Topping, la misma que él compraría después". No obstante, las historias de Jerry en Alaska -"he pasado allí los últimos 52 veranos de mi vida"-, en el Pacífico Sur, en Sudáfrica, en Puerto Rico, serán más que satisfactorias para otorgarle a la velada un toque inesperadamente hemingüeiano.
Tal vez el mejor testimonio acerca de los años que el autor pasó en Ketchum sea The Idaho Hemingway, el libro franco, llano, rico en fotografías y liberado de cualquier pretensión literaria que publicó en 1999 Tillie Arnold, quien, durante las dos décadas en que Hemingway fue y volvió de Ketchum, se contó entre sus amistades más cercanas y fue, ocasionalmente, una leal confidente. De allí emerge un retrato de Hemingway distinto al que hoy por hoy perdura en el inconsciente colectivo, diferente a la caricatura tontorrona que plasmó Woody Allen en su reciente película ambientada en París, y diferente a la mayoría de los aprontes biográficos que muestran a Hemingway como un sicópata pendenciero, bravucón, borracho, traidor, latero, mentiroso, cachetón y abusador. La teoría de la astuta Tillie es que mientras estuvo en Ketchum, Papa contuvo su alcoholismo -"sólo lo vi emborracharse una vez"- y, en consecuencia, les dio a sus amigos, gente común y corriente, que era la clase de gente que él prefería, lo mejor de sí. The Idaho Hemingway también echa por tierra algunos mitos que se han construido alrededor de la figura estatuaria de Papa, que es como lo llamaban sus íntimos. Entre otros, el de la fascinación de Hemingway por la pesca con mosca: el hombrote consideraba que esa actividad suponía una enorme pérdida de tiempo y jamás pescó en el Silver Creek, lo cual no interfiere, claro que no, en que el bendito río siga estando sobrepoblado de ávidas truchas. Lo suyo, como ya se dijo, era la caza y en especial, la caza de patos en el Silver Creek. Fue aquella inextinguible fascinación de Hemingway por ese arroyo de aguas manantiales quietas y orillas con juncos altos y tupidos, la que lo encadenó de por vida a Ketchum. Hasta que no tuvo en frente otro blanco por derribar que a sí mismo.