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Obediencia y rebeldía

Publicado: 2013-01-23

Tomado del blog Las líneas torcidas, cuyo autor es el ex sodálite Martín Scheuch.- Una de las cosas que siempre me ha ocasionado rechazo en muchos hombres de Iglesia ha sido su pretensión de tratar a los fieles católicos como un rebaño, como un conjunto de ovejas cuyo principal deber es obedecer, como seres humanos que padecen un determinado grado de ignorancia respecto a los asuntos más importantes de la vida y que sólo vencen esta ignorancia en la medida en que son instruidos por ellos mismos y siguen a pies juntillas lo que ellos enseñan, no obstante que la impresión que ellos mismos dan –salvo contadas excepciones– es de una mediocridad insondable. No sé si tengo esta predisposición por natural propio, o tal vez heredada de mi madre, la cual si bien nunca dudó de su condición de católica, comenzó a preocuparse por mi futuro cuando me vio involucrado con el Sodalitium Christianae Vitae (SCV), temiendo que tanto interés por la religión católica me llevara a terminar de cura, lo cual significaba para ella una vida marcada por la mediocridad. Lo de mi madre no era una conclusión meditada, sino una espontánea reacción ante lo que naturalmente irradiaban tantos pastores de la Iglesia.

Curiosamente, yo mismo siempre he compartido esta reacción. Será tal vez éste uno de los motivos por los que nunca me sentí atraído por la carrera sacerdotal, no obstante reconocer actualmente que se trata de una opción de vida a través de la cual un hombre puede realizarse plenamente, siguiendo el ejemplo del Buen Pastor que es Jesús, que da su vida por sus ovejas, las trata con amor, respeta su libertad y su dignidad, e incluso aprende con humildad de ellas. Sin embargo, cuando tomé contacto con el Sodalitium me encontraba en una encrucijada de mi vida, en la cual se me abría, como una de tantas posibilidades, la de alejarme de la Iglesia, porque se me presentaba sin sustancia, algo así como un club familiar para personas sin aspiraciones y satisfechas con su propia mediocridad de humanos decentes, borregos que pacen en el redil de una moral burguesa, sin riesgos, sin compromisos, sin aventura, sin nada que los lleve más allá, por caminos incógnitos, en busca del secreto íntimo de la existencia y del sentido de la vida misma.

El Sodalitium me ofreció un espacio de rebeldía, que creaba posibilidades de comprometerse con Cristo y con la Iglesia, pero a la vez no siendo parte de la masa inerte que no ve más allá de sus propias narices. No había eclesiásticos entre nosotros, no le debíamos obediencia a ninguno, y desde esa posición teníamos la libertad y el desparpajo de criticar a los miembros del clero –entre nosotros por supuesto–, juzgando quién se comportaba de acuerdo a su dignidad sacerdotal y quién no. En cierto sentido, considerando que me sentí atraído por la figura de Jesús y por el misterio de la Iglesia sobre la base de un discurso que criticaba al clero, terminé sintiéndome como un anticlerical al servicio de la Iglesia.

Esta distinción entre Iglesia y hombres de Iglesia asumida casi inconscientemente desde un principio me ha acompañado toda mi vida desde entonces y ha sido para mi garantía de libertad, así como también ancla que ha mantenido firme mi fe a lo largo de los embates de mi existencia. «Los hombres de Iglesia no son la Iglesia», le decía Juana de Arco a los jueces eclesiásticos que le decían: «La Iglesia te condena». Esta distinción es esencial para no caer en un clericalismo que sólo tiende a confundir las cosas, y que lleva a una especie de fanatismo en el cual se asume que defender a la Iglesia consiste en defender a las autoridades eclesiales –llámense obispos y sacerdotes– a toda costa y hacerlas inmunes a toda crítica, a no ser que caigan en faltas graves públicas –las ocultas no cuentan–, en cuyo caso se les abandona a su suerte. Pueden ser incluidos entre las autoridades los fundadores y superiores de comunidades religiosas o de vida consagrada. Los laicos comunes y corrientes no entran dentro de la categoría de personas a las que se debe defender, y aun siendo miembros vivos de la Iglesia, no se les toma en cuenta cuando se habla de la Iglesia en el lenguaje coloquial.

Nuestra fidelidad como cristianos tiene como referencia a la Iglesia, un misterio en que se manifiesta la presencia invisible pero real de Dios, y no se fundamenta sobre los hombres concretos que forman parte de ese Pueblo de Dios. La Iglesia es ese misterio de Amor que se expresa en la comunidad viviente de los creyentes, del cual las autoridades son una parte, que deben estar siempre al servicio de los fieles y del bien común. Se puede ciertamente guardar fidelidad a los hombres –como la fidelidad que tiene un amigo con otro amigo, que nunca lo abandona–, pero no a costa de la verdad y la justicia. En ese sentido, he buscado nunca traicionar la confianza de aquellos con quienes me he comprometido personalmente, independientemente de cúales sean su historia personal y sus opciones morales.

Presentándose el Sodalitium Christianae Vitae como una comunidad de amigos al servicio de la Iglesia, me quedó claro en ese entonces con quiénes me debía comprometer. Y también contra quiénes me debía rebelar. Al respecto se puede detallar una larga lista: mi madre, mis compañeros de colegio –a no ser que pudiera convertirlos –, mis amigos mundanos, los adultos de mi entorno cercano, mis profesores de colegio, los católicos mediocres, los marxistas, los partidarios del capitalismo liberal, los partidarios de la teología de la liberación, los curas críticos del Papa, los curas integristas, los curas que celebran mal la liturgia de la Iglesia, los curas que no usan vestimenta clerical, los curas reducidos al estado laical, los curas etcétera etcétera etcétera, los grupos juveniles parroquiales, los carismáticos –que eran incluso objeto de burla–, y más adelante mis profesores de teología que tuvieran ideas liberales o progresistas. Ni siquiera el Opus Dei quedaba libre de sospecha, al cual se le criticaba su resistencia parcial ante las reformas habidas después del Concilio Vaticano II y su falta de transparencia en sus actividades proselitistas, así como su marcado clericalismo… ¡cómo no!

Paradójicamente, como contrapartida a esta rebeldía se exigía en el Sodalitium una obediencia absoluta a sus autoridades. Al principio esta obediencia era entusiasta y de buena voluntad de nuestra parte, pues nos sentíamos deslumbrados por ciertas personalidades, que parecían encarnar un sano espíritu de rebeldía y oposición al mundo que rechazábamos. Sobre todo porque decían y hacían cosas fuera de lo común y parecían penetrarnos con su mirada y llegar a conocer hasta los más íntimos recovecos de nuestro ser. No sé si esto último fuera cierto, pero por lo menos nos lo parecía. De esta manera se cerraba el círculo. Y digo literalmente que se cerraba, porque todo el género humano quedaba separado a partir de entonces en dos ámbitos: los pocos que estábamos dentro del círculo y el resto.

La obediencia sodálite pretendía abarcar todos los aspectos de la persona. No sólo debíamos hacer lo que se nos ordenaba, sino también pensar y querer lo que se nos decía que debíamos pensar y querer. Si queríamos efectivamente cambiar el mundo –«de salvaje en humano, de humano en divino», según frase del Papa Pío XII (Exhortación a los fieles de Roma, 10 de febrero de 1952)–, entonces debíamos actuar como una máquina de combate, donde todos los miembros colaboran en vistas a un único fin y donde la menor disidencia es fatal. «El espíritu de independencia es la muerte de comunidad», se decía en un reglamento que Luis Fernando Figari, Superior General del Sodalitium hasta el año 2011, elaboró para las comunidades sodálites. Por “espíritu de independencia” se entendía algo más que un mero individualismo; se refería a toda iniciativa, todo pensamiento, toda acción que tuviera lugar sin considerar los fines del Sodalitium y sin tener en cuenta lo que el superior dispusiera. Por ejemplo, no había libertad para leer un libro sin que el superior de turno lo autorizara –aunque a veces se aplicaba esto de manera un poco más suelta, especialmente con aquellos que tenían más tiempo en la institución–. No estaba permitido pensar nada que no fuera compatible con el pensamiento único que imperaba en el Sodalitium y que tenía su fuente principal en Luis Fernando Figari. No había lugar para las propias aspiraciones personales. El propio futuro profesional debía ponerse al servicio de los fines del Sodalitium, pues nuestra felicidad se identificaba con ser buenos sodálites, ser santos, y ser sodálite primaba sobre cualquier otra cosa que fuéramos, cualquier cosa que decidiéramos estudiar o aprender, cualquier título académico que obtuviéramos. Y todo ello requería de la aprobación de los superiores y, en última instancia, de Luis Fernando mismo.

El control llegaba hasta el lenguaje –pues es sabido que quien controla el lenguaje, controla el pensamiento–. En el Sodalitium se fue creando un léxico propio, que debía ser vehículo de expresión de la espiritualidad sodálite y al cuál debían ceñirse todos los sodálites. A la vez, había términos que quedaban excluidos o eran reemplazados por otros.

Por ejemplo:

- “Reconciliación” sustituye a “salvación” o “redención”.

- “Alma” es excluido del lenguaje, “espíritu” está permitido.

- “Plan de Dios” se permite, sustituyendo a “voluntad de Dios”, que no se permite.

- “Dinamismo”, “ámbito” y “concreto” son palabras frecuentes, sin un significado claramente definible y determinado.

- “Dios Amor” y “el Señor Jesús” son permitidos y muy frecuentes, tendiéndose a evitar expresiones más afectivas y naturales como “mi Dios”, “nuestro Dios”, “nuestro Señor Jesucristo” o “Jesucristo” simplemente.

- “Ofensa” no era permitido para referirse al pecado (pues a Dios no se le puede ofender).

El resultado era curioso y a veces desconcertante. Para mucha gente la manera de hablar de los miembros del Sodalitium Christianae Vitae y de la Familia Sodálite parecía poco natural y postiza. Se originaba una especie de comunicación verbal ajena al común de los mortales, que requería a veces de traducción. Lo insólito de todo esto es que si aplicáramos a rajatabla estas reglas, habría que corregir incluso partes de la versión actual del Padrenuestro aprobada oficialmente por la Iglesia, a saber:

- «Padre nuestro…»

- «…hágase tu voluntad…»

- «…perdona nuestras ofensas…»

La obediencia se orientaba a lograr una unidad en varios aspectos, que originalmente se expresó como unidad de pensamiento, unidad de corazón, unidad de acción, unidad de oración, unidad de apostolado (1). La “unidad de pensamiento” se reformuló posteriormente como “unidad de ideales”, lo cual, sin embargo, no significó en la práctica una modificación de la disciplina dirigida a lograr que todos los sodálites pensaran de la misma manera, que, en el fondo, no era otra cosa que la manera de pensar de Luis Fernando mismo. No es otro el motivo por el cual los libros publicados por miembros del Sodalitium y organizaciones afines se parecen tanto en los contenidos como en la manera de expresarse, teniendo en cuenta que eran revisados y corregidos por el mismo Luis Fernando antes de su publicación. La creatividad y el desarrollo de ideas propias no halla lugar dentro de estas coordenadas. Esto explica en parte la mediocridad, estrechez de miras y carencia de interés que reflejan las últimas publicaciones sodálites. Y la falta de un continuo desarrollo del pensamiento base, consecuencia ineludible del sofocamiento sistemático del interés intelectual y su reducción a los límites ideológicos preestablecidos.

Para lograr una obediencia férrea de todos sus miembros, los superiores del Sodalitium han aplicado técnicas de control mental, tendientes a socavar la autoestima y eliminar toda voluntad propia. Una de esas técnicas era la obediencia exigida a órdenes absurdas, es decir, órdenes que en sí mismas no tenían un fin en sí mismas, pero que debían ser obedecidas a toda costa, lo cual requería por parte del que obedecía una suspensión del entendimiento y un cumplimiento efectivo de lo ordenado, sin mediar objeciones. Incluso respecto a órdenes que tenían un fin determinado, pero que no era comprendido por el ejecutor de la orden, se exigía un cumplimiento inmediato, sin que se explicara los motivos y, peor aún, sin que quedara abierta la posibilidad de preguntar por esos motivos. Las faltas contra la obediencia eran consideradas las más graves y eran castigadas en consecuencia. Según el mismo Luis Fernando, debíamos ser como un ejército donde todos cumplieran su función y eso no era posible sin la obediencia incondicional de todos.

De ahí que la obediencia fuera designada en el Sodalitium como la virtud por excelencia, como lo expresa el mismo Figari en su Memoria de 1985, que lleva como título Por los caminos de Dios:

«Si bien ningún cristiano puede prescindir de la obediencia, independientemente de su estado, para el sodálite es como una columna vertebral. La obediencia tiene una dimensión interior que debe acompañarnos en todo momento. La actitud de apertura y acogida que ella supone deben ser motivo de cultivo asiduo. Virtud por excelencia de Cristo y Santa María, tiene un dinamismo ejemplar de configuración. El sentido ascético de la obediencia debe ayudarnos a estar plenamente disponibles para el cumplimiento del Plan de Dios, y ciertamente a la propia disciplina espiritual.»

No niego que la obediencia a la Palabra de Dios y a las instancias humanas en que ella se manifiesta sean algo fundamental en la vida del cristiano creyente. Pero por encima de la obediencia se sitúan siempre la fe y el amor, fuente de la libertad de los hijos de Dios, la cual permite una participación comprometida en el Pueblo de Dios que es la Iglesia, participación que se sitúa por encima de toda mediación institucional. Claramente se dice en el ritual de renovación de promesas bautismales:

«…recuerda que el día de tu Bautismo renunciaste a las seducciones del Maligno, como son: creerte el mejor; hacerte superior; estar muy seguro de ti mismo; creer que ya estás convertido del todo; quedarte en las cosas, medios, instituciones, métodos, reglamentos y no ir a Dios.»

A los sodálites se les exige un acto de fe adicional: creer que la voz de Dios se manifiesta a través del Sodalitium y en particular a través de la voz del superior, sobre todo la de Luis Fernando Figari. Más aún, consideran que la aprobación pontificia que han recibido en 1997 es una confirmación irrefutable de esa creencia, sin tener en cuenta que existen varios casos de instituciones aprobadas por la Santa Sede en las cuales han ocurrido incidentes escandalosos y tienen incluso aspectos ideológicos y disciplinares cuestionables, como, por ejemplo, los Legionarios de Cristo. Personalmente, los sodálites por lo general no conciben una pertenencia a la Iglesia si no es a través de la mediación del Sodalitium. Esta creencia los lleva no sólo a la convicción errónea de que un cuestionamiento del Sodalitium es un cuestionamiento de la Iglesia, sino también a mantener una obediencia casi ciega a sus superiores, y a sacrificar su razón y su libertad en aras de ello.

La práctica de la obediencia era apuntalada en el Sodalitium por máximas que se repetían continuamente:

- La obediencia es la columna vertebral del sodálite.

- El pecado original fue principalmente un pecado desobediencia.

- Se debe obedecer al superior en todo, menos en lo que sea pecado.

- Quien sabe obedecer, sabrá después mandar.

- El que obedece no se equivoca.

Estas última máxima se complementaba con la explicación de que, si bien el subordinado podía no conocer el sentido de la orden, el superior sí sabía por qué se daba la orden, por lo cual el que obedecía tenía que confiar en que eso era lo mejor y confiar ciegamente en el que daba la orden. Si lo ordenado era errado, la responsabilidad recaía en el superior y no en el que obedecía. Aun cuando el que obedecía pensaba que lo mandado constituía un error, debía obedecer. Una obediencia así planteada terminaba por enajenar la propia responsabilidad, pues ésta se transfería a otro –el superior– y a la larga terminaba produciendo personalidades alienadas que no sabían por qué actuaban y que sólo debían estar convencidas de que lo que hacían era lo mejor. Su única responsabilidad era buscar los medios para poder cumplir más eficazmente la orden, no tratar de entender el porqué de ella.

Esto sólo era posible sobre la base de una estructuración jerárquica y marcadamente vertical de las comunidades, estableciéndose una división entre los que saben y tienen cargos superiores, y los que no saben y están más abajo en la escala de rangos. Y los que saben no siempre estaban dispuestos a compartir la información que tenían, pues cierto grado de secreto garantizaba el dominio sobre los que no saben. Como es bien sabido, la ignorancia es semillero de sumisión. En este esquema, la ascensión en la escala de jerarquías garantizaba el acceso a mayor información.

Asimismo, la doctrina bíblica de que todo ser humano tiene un “hombre viejo” u “hombre de pecado” que se rebela contra el Plan de Dios y debe ser sustituido por el “Hombre Nuevo” que es Jesús, Dios hecho hombre, era instrumentalizada –no sé si a sabiendas o no– a fin de lograr una obediencia incondicional, minando a la vez la autoestima. Cualquier crítica, pregunta incómoda, objeción, por más válidas que fueran, eran acalladas mediante el argumento de que tenían su origen en el “hombre viejo”. Insistir era inútil, pues implicaba el riesgo de ser sometido a un castigo o medida disciplinaria. Sea como sea, las preguntas quedaban sin respuesta.

Este sistema, aplicado sin salvaguardas, termina hiriendo profundamente la psique humana y creando personas dependientes, incapaces de asumir responsabilidades por sí mismas en muchos asuntos. Además relega a un segundo plano lo que debe constituir la piedra angular del actuar responsable: la obediencia a la propia conciencia. ¡Cuántas barbaridades llegamos a cometer sólo porque no consultamos nuestra conciencia y asumimos que lo que hacíamos estaba bien, oleado y sacramentado, sólo porque actuábamos por obediencia! Yo mismo le oí decir a Luis Fernando en San Bartolo, un balneario al sur de Lima donde el Sodalitium mantiene casas de formación para sus miembros, que si él nos ordenaba que estrelláramos nuestras cabezas contra un muro de piedras, sólo éramos buenos sodálites si obedecíamos.

Por obediencia escribí el borrador de una tesis sobre la reconciliación en la teología para que otro sodálite de menor capacidad intelectual pudiera obtener el grado académico de licenciado en teología. Por obediencia yo y otro sodálite le dimos forma a una caótica tesis de tema jurídico-eclesial que había elaborado un tercer sodálite y que también le serviría para obtener su licenciatura en teología. Por obediencia firmé un documento por el cual cedía a perpetuidad todos los derechos de las canciones compuestas por mí e interpretadas por Takillakkta al Instituto Cultural Teatral y Social (ICTYS), una asociación de fachada del Sodalitium, sin que tuviera ninguna otra opción y sin ser informado de las consecuencias a futuro. Por obediencia firmé actas de reuniones del directorio de la asociación Vida y Espiritualidad –de la cual yo figuraba como miembro–, actas que eran obligatorias por ley, sin que las reuniones a que se referían se hubieran llevado jamás a cabo y sin que yo tuviera ninguna injerencia en la gestión de la asociación, que era en realidad gestionada por una sola persona, a saber, Germán Doig.

Por obediencia hice cuclillas con un saco de cemento de más de 40 kilos sobre la espalda, lo cual me dejó una semana sin poder inclinarme, obligándome a usar una faja hasta que los músculos dorsales hubieran sanado. Por obediencia he tenido que pasar noches en vela, aun cuando estuviera cansado, sin saber el motivo. Por obediencia he tenido que meterme al mar a las cuatro de la madrugada todos los días durante siete meses.

Por obediencia dejé que me dieran dos correazos sobre la espalda desnuda, estando a cuatro patas como un perro. Fue en 1983 durante una reunión con Luis Fernando en la desaparecida comunidad San Aelred, ubicada entonces en la Av. Brasil 3029 (Magdalena del Mar, Lima), estando presentes el superior Germán Doig y los demás miembros de la comunidad. La orden fue dada directamente por Luis Fernando y ejecutada por otro sodálite, a quien le vi titubear antes propinar el primer correazo, por lo cual la orden le tuvo que ser repetida. Por lo menos hubo una señal de que la conciencia no había sido anestesiada en él. Poco tiempo después abandonaría el Sodalitium. El primer correazo, además de dejarme una marca, me hizo temblar de pies a cabeza. A continuación, Figari insistió en que se me diera un segundo correazo. El sódalite obedeció esta vez sin protestar. Cuando pensé que iba a venir el tercer correazo, la sola idea me produjo espasmos como si ya lo hubiera recibido. Figari detuvo entonces la prueba. Me preguntó cómo me sentía. Yo entonces dije que bien, pues me sentía orgulloso de haber soportado esa prueba sin ningún gemido. Luis Fernando concluyó entonces que ese tipo de ascesis fomentaba la soberbia y, por lo tanto, la espiritualidad sodálite le daba prioridad a las mortificaciones espirituales, que implicaban asumir con alegría los sufrimientos que de por sí trae la vida. Con esto quería demostrar que las mortificaciones corporales no tenían mucho sentido. Por cierto, esa reflexión no hizo que me desaparecieran de inmediato las marcas y el dolor que me habían dejado los correazos.

Pero no todo se daba sin fricciones, pues yo siempre he sido rebelde por naturaleza, y mi fidelidad a la Iglesia católica se la debo en parte al hecho de que el mundo actual es contrario o indiferente a los principios de la fe cristiana y nunca he sentido la tentación de acomodarme a lo establecido. Lo cual no quita que me sienta insurgir el hígado, el páncreas y la vesícula contra la mediocridad y necedad enquistadas en varias áreas del catolicismo actual.

Es así que cuando Germán Doig me ordenó velar toda la noche en la capilla de la comunidad Nuestra Señora del Pilar (Barranco, Lima) en adoración al Santísimo, sólo por haber cabeceado durante la misa dominical en la iglesia de San José (Miraflores, Lima), cumplí a medias. Efectivamente, pasé la noche en la capilla, pero dormido en el suelo, arropado en una frazada que tomé a hurtadillas cuando todos se hubieron dormido y que devolví a su sitio antes de que todos se despertaran. He de admitir que me sentí humanamente frágil ante Jesús Sacramentado, pero protegido por su cálida misericordia durante el sueño. Pues Él no sólo cabeceó, sino que se quedó dormido en la barca cuando los Apóstoles necesitaban de Él en medio de la tormenta.

Tampoco pude someterme a la prohibición de escuchar todo tipo de música que no sea religiosa en las casas sodálites. Para mí renunciar a la música era como cortarme las venas, mutilarme espiritualmente. Y me resultaba absurdo el argumento aducido por Luis Fernando para prohibir incluso la música clásica profana –como las sinfonías de Beethoven, por ejemplo–: porque supuestamente despertaba sentimientos y pasiones, y los sodálites debían guiarse primordialmente por el entendimiento, sin caer en sentimentalismos de ninguna clase. Es así que apliqué algunas estrategias para evadir la orden. Además de canto gregoriano y piezas barrocas de tema religioso, ponía cantatas profanas y piezas de ópera, que hacía pasar por religiosas, gracias a la ignorancia musical e idiomática de mis congéneres sodálites. También me compré en secreto un walkman, en el cual podía escuchar la música que me viniera en gana durante las noches y cuando salía a la calle, sin que nadie se diera cuenta. En ocasiones, cuando me quedaba solo en una casa sodálite disponía de momentos para escuchar música, siempre atento al sonido de una puerta que se abriera, a fin de cambiar la música que estaba escuchando por la música religiosa permitida. De diciembre de 1992 a julio de 1993, durante mis últimos meses en la comunidad Nuestra Señora del Rosario en San Bartolo, el superior –a quien sigo admirando por su gran comprensión y sentido de humanidad– me permitió escuchar jazz y cualquier tipo de música clásica sin restricciones, previendo tal vez que yo estaba ya de salida.

Igualmente, cuando se me prohibió leer durante un tiempo cualquier libro que no fuera la Biblia, encontré la oportunidad para leer unos libros de bolsillo en papel biblia de la Editorial Aguilar, que cabían literalmente en la palma de la mano. Pude leer durante mis idas a comprar pan y en los momentos en que me hallaba solo la Ilíada y la Odisea, dos libros verdaderamente fascinantes de la literatura antigua. Lo paradójico es que haya leído estas obras a escondidas, como libros prohibidos, cual si hubiera estado viviendo en una edad oscura de la historia.

Y cuando no tenía esta restricción, tampoco se me pudo controlar lo que leía, pues yo no pedía permiso para leer un libro determinado. Ya era muy tarde. Había comenzado a pensar por cuenta propia y a seguir los dictados de mi propia conciencia.

El Señor de los Anillos de Tolkien fue otra obra que pude leer gracias a una estratagema. Me sentí desde un principio fascinado por la belleza y la profundidad de esta obra maestra. Lamentablemente, entre los sodálites de comunidades campeaba cierta ignorancia respecto a los alcances de la literatura, y dividían los textos entre ensayo (lectura seria) y novelas (lectura de entretenimiento). Según esta división simplista, no era posible encontrar algo intelectualmente sólido y útil para el estudio en la narrativa, mientras que los libros con análisis sistemático de contenidos intelectuales, las colecciones de artículos o las exposiciones de temas objetivos eran categorizados como material de estudio, al cual había que dedicarle mucho más tiempo. Las lecturas “recreativas”, si bien ocupaban un espacio, no merecían tanta atención. Aun teniendo la Biblia como el libro por excelencia –un libro donde la narrativa ocupa la mayor parte–, se mantenía esta concepción distorsionante.

Cuando comencé a leer la obra de Tolkien, mi superior de turno consideró que le estaba dedicando demasiado tiempo y me requisó el libro en cuestión, que no era más que el primer volumen de la obra completa. Cada uno de los tres volúmenes venía con una sobrecubierta propia. La manera que encontré para terminar de leer la obra fue tomar el segundo volumen, quitarle la sobrecubierta y un día en la mañana, cuando todos habían salido, introducirme en la habitación del superior y reemplazar el volumen primero por el segundo, dejando por supuesto la sobrecubierta del volumen primero puesta. Una vez que hube terminado de leer el primer volumen, bastó con devolverlo a la habitación del superior y dejarlo tal como lo había encontrado la primera vez.

Hubo otros casos en que mis actos de desobediencia eran motivados por la obedencia a una instancia superior, expresada en las leyes de la Iglesia. Cuando Luis Fernando dispuso que ningún sodálite de comunidad debía confesarse con un sacerdote que no fuera sodálite, desobedecí en conciencia y con conocimiento de causa. Pues el Código de Derecho Canónico prohíbe expresamente, en la sección correspondiente a institutos de vida consagrada y asociaciones de vida apostólica, que el superior de una casa de formación o comunidad laical determine con quién se deben confesar los miembros que allí viven: «Los Superiores reconozcan a los miembros la debida libertad por lo que se refiere al sacramento de la penitencia y a la dirección espiritual, sin perjuicio de la disciplina del instituto. [...] En los monasterios de monjas, casas de formación y comunidades laicales más numerosas, ha de haber confesores ordinarios aprobados por el Ordinario del lugar, después de un intercambio de pareceres con la comunidad, pero sin imponer la obligación de acudir a ellos» (CIC, 630, §1, §3). Estas normas particulares se derivan de la norma general que establece que «todo fiel tiene derecho a confesarse con el confesor legítimamente aprobado que prefiera, aunque sea de otro rito» (CIC, 919). Yo actué con libertad, confesándome con el sacerdote que yo quisiera, pero guardaba silencio por temor a las represalias, pues yo mismo fui testigo de cómo un hermano de comunidad fue amonestado severamente y castigado en consecuencia sólo por haberse confesado con un jesuita y no con un sacerdote sodálite.

Asimismo, cuando en la Liturgia de las Horas se modificaban algunas expresiones o se agregaban palabras o frases a las oraciones oficiales, todo con el fin de que el texto expresara mejor la espiritualidad sodálite, yo tenía mis reparos, y cuando por algún motivo tenía que recitar solo las oraciones de la Liturgia de las Horas, lo hacía sin introducir los cambios mandados por Luis Fernando. Pues «la Liturgia de las Horas, como las demás acciones litúrgicas, no es una acción privada, sino que pertenece a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiesta e influye en él» (Ordenación General de la Liturgia de las Horas, 20, 2 de febrero de 1971) Y como dice la Constitución Sacrosanctum Concilium sobre Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II, «nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la Liturgia» (SC, 22 §3), pues «la reglamentación de la sagrada Liturgia es de competencia exclusiva de la autoridad eclesiástica; ésta reside en la Sede Apostólica y, en la medida que determine la ley, en el Obispo» (SC, 22 §1).

Uno de los más graves problemas que se presenta respecto a la obediencia es el relacionado con los Estatutos del Sodalitium. Se supone que todo sodálite se compromete a regirse por esos Estatutos, desde que hace su promesa de Aspirante, la primera en la escala de rangos, a la cual le siguen las promesas de Probando, Formando en cuatro etapas (1 a 4), Consagrado Temporal, Consagrado Perpetuo, Profeso Temporal y Profeso Perpetuo. Sin embargo, el contenido de los mismos en su totalidad sólo es conocido por quienes han emitido por lo menos una promesa de Profeso Temporal. Antes de ese momento, sólo se tiene acceso a la parte introductoria –los quince primeros artículos– y sólo a partir de la promesa de Probando. Esta parte introductoria sólo contiene definiciones y generalidades sobre el Sodalitium Christianae Vitae y su misión, sin enunciar ninguna norma. Las normas y procedimientos contenidas más adelante sólo son conocidas directamente por quienes están en los niveles superiores. Se origina así una situación absurda y surrealista, que es propicia a que se cometan abusos. Los sodálites en los niveles inferiores están sometidos a unas normas que deben obedecer, pero a cuyos contenidos no tienen acceso directo –y cuya formulación escrita desconocen–. Indirectamente pueden conocer algunas de estas normas, en la medida en que se las comuniquen los superiores y en base a la confianza de que lo que escuchan corresponde exactamente a lo que está escrito y no es una mera interpretación. Esta medida evita que los subordinados sepan si el comportamiento de sus superiores se ajusta o no a las normas, pero permite que los superiores puedan controlar de mejor manera a sus subordinados.

La estructura vertical del Sodalitium hace sumamente difícil, si no imposible, la autocrítica por parte de sus miembros, especialmente si no forman parte de lo que podríamos denominar la “cúpula”. Los que son de la cúpula también salen perjudicados, pues no tienen un “feedback” acertado de lo que está pasando en la institución. En estas circunstancias, el que quiera emitir una crítica constructiva sólo puede cosechar problemas. Pues la institución tiende a considerar las críticas provenientes de adentro como actos de rebeldía, y las que vienen de afuera como ataques.

La obediencia es presentada en la ideología sodálite como un camino de libertad, en la medida en que libera de todas las ataduras y hace a la persona disponible para el cumplimiento del Plan de Dios. ¿Pero qué Plan de Dios? Aquel que se expresa en el pensamiento de una sola persona, Luis Fernando Figari. ¿Y que ataduras? Todas aquellas que nos vinculan a la normalidad en este mundo, incluidas las de la responsabilidad y la propia conciencia. ¡Y hay que ver los malabares dialécticos que se hacen para justificar este concepto de libertad como renuncia a decidir por sí mismo!

Con el paso del tiempo el Sodalitium Christianae Vitae ha ido perdiendo su impulso inicial y ha ido evolucionando cada vez más hacia un conformismo eclesial y una uniformidad grisácea, perdiendo la fresca rebeldía que tanto me atrajo en sus inicios. Tiene más ex-miembros que miembros –lo cual es uno de los signos de su fracaso– y adolece de mediocridad intelectual y carencia de perspectivas. Su estructura verticalista y autoritaria, sus actitudes y métodos semejantes a los empleados por algunas sectas, su falta de sintonía con la gente normal son quizás algunos de los motivos por los que ha sufrido una considerable “sangría” de miembros. Y, lamentablemente, los intentos de cambio han sido muy tímidos, si no inexistentes. Ciertamente, todavía no es tarde como para darle un giro al timón y enrumbar en la dirección correcta. Eso deseo y espero de todo corazón. Por el bien de los sodálites y de la Iglesia.

NOTAS

1 La unidad sodálite, que yo aprendí originalmente como “unidad de pensamiento, unidad de corazón, unidad de acción, unidad de oración, unidad de apostolado” ha sido objeto de varias formulaciones en los documentos internos del Sodalitium. En la Memoria de 1977 de Luis Fernando Figari se formula como “unión de vida, de pensamientos, de solicitud, de sentimientos, de acción” y en los Estatutos del SCV como “unidad de ideales, de vida, de oración, de corazón y de servicio” (Vocación y Espíritu, 6).

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A través de los enlaces correspondientes se pueden descargar los siguientes materiales de referencia:

Por los caminos de Dios (Luis Fernando Figari, 1985)

http://www.upload.ee/files/2943433/POR_LOS_CAMINOS_DE_DIOS.zip.html

Vocación y Espíritu (1989). Contiene los artículos 1-15 de los Estatutos del Sodalitium Christianae Vitae.

http://www.upload.ee/files/2943434/VOCACION_Y_ESPIRITU.zip.html


Escrito por

Pedro Salinas

Escribe habitualmente los domingos en La República. En Twitter se hace llamar @chapatucombi. Y no le gustan los chanchos que vuelan.


Publicado en

La voz a ti debida

Un blog de Pedro Salinas.