Guardo entre mis recuerdos gratos una larga conversa que sostuve con Enrique Zileri sobre periodismo, hace pocos años. No había sido la primera, debo añadir. En los tiempos de Fujimori, cuando Caretas era uno de los buques insignia del periodismo trejo e independiente, junto a La República y algunos cuantos medios más, lo entrevisté varias veces para la radio y para la televisión. Sobre la caliente coyuntura y la libertad de prensa, usualmente. Porque Zileri era uno de esos personajes a los que mirabas con respeto singular, por su condición de curtido veterano, por su audacia acreditada. Y por sus cojones a la hora de informar y de opinar.

Y bueno. Les decía que conservo en mi memoria esa cháchara, que no fue la primera ni la única, pero sí la que más disfruté. Se produjo un sábado, pasado el mediodía, en uno de los ambientes de un restaurante en la avenida La Mar. Zileri había llegado antes que yo, y lo pillé empujándose unos chifles. Vestía su look habitual. Camisa celeste de manga larga. Chaleco de periodista. Pantalón caqui. Y unos zapatos cómodos. También llevaba encima un par de lapiceros en el bolsillo y dos pares de gafas (unas de sol y otras para leer) que le colgaban de una pita de cuero que tenía asida al cuello.

Él se pidió un vodka, yo un pisco acholado, y la plática –algo desordenada; o bastante- versó sobre todo un poco, porque Zileri, si no lo dije, era un magnífico conversador. Le hice una broma sobre la percepción que tenían muchos periodistas de él. La del periodista legendario que poseía las claves del oficio. Y que yo, por ejemplo, lo veía como una suerte de John Wayne del periodismo local. Como una especie de Gary Cooper de los semanarios peruanos. Y Enrique, en lugar de inflar el pecho, se rió y se ruborizó al mismo tiempo. Y al poco, volvió con las anécdotas y las mil historias. Todas entretenidas y fascinantes. Narradas con gestos aspaventosos y acompañadas de carcajadas estentóreas. Porque Zileri tenía esa cosa de chiquillo travieso atrapado en el cuerpo de un adulto. O algo así. Porque a ver. La solemnidad, que uno podría esperarse de un periodista que ha cubierto cada suceso importante del país en los últimos cincuenta y pico años, limpiando la actualidad hasta el hueso, y que ha galleado con talante endemoniado toda vez que se ha amenazado a la democracia, era inexistente en Enrique Zileri.

En algún momento me hizo un repaso de su biografía. Ejecutivo de cuentas de McCann-Ericsson. Gerente de publicidad de Nestlé. Hasta que, inexorablemente, relató sumariamente su ingreso progresivo a Caretas –la revista que fundaron Doris Gibson y Paco Igartua-. Primero, como dibujante. Luego, con unas crónicas de viajes. Más tarde, pone un pie adentro y se convierte en jefe de publicidad. Después, se vuelve subdirector. Y es a la salida de Igartua (quien se marcha para fundar Oiga), que asume la codirección, junto a Doris Gibson. “Desde ahí empieza mi esclavitud”, dice Zileri exhibiendo una ancha sonrisa.

Lo cierto es que, su ingreso le imprime un renovado sello a la revista. El del humor ingenioso. El del acento en lo gráfico. El del diseño de portadas relampagueantes. El de la franqueza que enrroncha. Y claro. Con ello, también vinieron algunas consecuencias. Detenciones. Cárcel. Deportaciones. Persecuciones. Decomisos. Censuras. Presiones. Guantazos judiciales. Y en ese plan.


¿Qué es ser periodista? –le pregunté.
Decir las cosas como son.

¿Y cómo definirías tu estilo periodístico?
Creo que tiene un ingrediente de humor. El humor te ayuda a ejercitar la inteligencia. Y es la forma más eficaz de la crítica. El humor sirve como metáfora a la hora de la crítica.


¿Qué cualidad innata debe tener un periodista?
En primer lugar, tiene que ser curioso y debe tener deseos de aprender siempre. Uno de los grandes peligros del periodista es creer que todo lo sabe. Además, tiene que tener cierta firmeza. Tiene que saber resistir a la vanidad, declinar a sentirse un oráculo.


¿Has perdido amigos por culpa del periodismo?
Sí, un huevo.


En fin. Así transcurrió la charla con Enrique Zileri, de cuya boca parecían aflorar los secretos fundamentales del periodismo y de la vida. Y él, ya adivinan, compartía sus conocimientos con sencillez y simpatía. Con gusto, complicidad y generosidad, carcajeándose, contagiándote el amor por el oficio. Como el periodista de raza que fue.


Tomado de La República. Columna El ojo de Mordor.