La verdad es que Ignacio Medina tiene razón. “Las cocinas crecen cuando son capaces de hacerse preguntas y buscar respuestas, afrontando sus propias contradicciones”, dice el crítico español en su reciente libro Mamá, yo no quiero ser Gastón.

Y me parece que ese no es el caso de la cocina peruana. No la veo guerreando contra sus inconsistencias, sinrazones e inconsecuencias, es decir. Porque sus contradicciones están ahí, a la vista, delante de todos. Y son flagrantes, palpables. Incluso son hasta absurdas. Basta preguntarse si la efervescencia que vivimos desde hace algunos años en torno a la gastronomía peruana tiene algún asidero. O si se justifica. Porque a ver. Lo que yo noto es más chovinismo y narcisismo ombliguista, que otra cosa. Porque ahora resulta que, si alguien osa criticar al cebiche o al pisco o al tacutacu, ese alguien es tachado en el acto de “antiperuano”. O de “antipatriota”, que también. Tal como advierte Medina: “la cocina peruana avanza enganchada al color de la bandera”. En fin.

Es verdad que hay esfuerzos individuales que deben reconocerse, pero de ahí a creernos el cuento de que la cocina peruana está, hoy por hoy, entre las mejores del mundo, hay un abismo. Digo. En este sentido, vale la pena revisar el libro de Medina y detenerse en las interrogantes que va regando a lo largo y ancho de sus páginas, como quien va esparciendo semillas en un campo labrado. “¿Cómo puede ser la mejor del mundo una cocina que vive escondida? ¿Cómo puede ser la mejor del mundo una cocina que no avanza? ¿Cómo puede ser la mejor del mundo una cocina que no defiende los productos que la hacen grande? ¿Cómo puede ser la mejor del mundo una cocina cuyos responsables son incapaces de levantar la cabeza y ver lo que sucede a su alrededor?”, inquiere Ignacio Medina.

Pues eso. Las cosas como son. Para que la cocina peruana pueda aspirar a estar entre las mejores del mundo debe evolucionar y adaptarse a los tiempos que le toca vivir. Y para ello tiene que trabajar en varios frentes. Recuperar los recetarios tradicionales. Evitar la autocomplacencia. Vencer la falta de curiosidad respecto de las otras cocinas del mundo. Derrotar el notable déficit formativo que arrastran como una tara muchos cocineros peruanos. Y en ese plan.

Por eso digo que Ignacio Medina tiene razón. Y no tengo más remedio que estar de acuerdo con él. Porque lo que señala en su libro es una suerte de cable a tierra. En Mamá, yo no quiero ser Gastón se desenmascaran las paradojas, las extravagancias, los contrasentidos y los mentís de la culinaria peruana. Sin tapujos. Poniendo el dedo en la llaga. Con verdades a secas, como puños.

Ahora, tampoco es que la cosa sea trágica e irreversible, como para gritar mayday y a ver dónde tiramos la toalla. Porque el libro tampoco apunta a eso. En él hay crítica dura, es cierto, pero con buena entraña, déjenme añadir. De hecho, el pasado jueves, en las instalaciones de la librería El Virrey, en Miraflores, durante la presentación de la publicación de Medina, el propio Gastón Acurio, el mismísimo mascarón de proa de la gastronomía peruana, o sea, anotó que, “el cocinero peruano no debe sucumbir al elogio fácil”. Pues sin escuchar a la crítica –tanto la constructiva como la negativa-, la cocina del Perú no va a ninguna parte. O algo así.

Y debo confesar que me gustó su actitud liberal y su discurso a favor de la tolerancia y la permeabilidad respecto de cómo afrontar los juicios acerados y crudos. Y su coincidencia en que, “el fervor patrio” no ayuda a que la cocina peruana salga adelante.

Como decía a inicios de los cincuentas, en las páginas de El Comercio, el notable periodista puneño Federico More, “lo único que nos falta es peruanizar nuestra comida y nuestra mesa. Se es castizo cuando se vive castizamente. Nuestra cocina será peruana cuando comamos lo nuestro y preparado a nuestra manera. Cuando pueda lucir una tradición y una técnica. Cuando sea un arte y una ciencia”.

Por ahí va la cosa, supongo. Porque la cocina de nuestro país tiene un futuro asegurado. Eso no es algo que deba preocuparnos. “El asunto es –como indica Ignacio Medina- saber cuánto tardará en llegar y cómo acelerar ese proceso”.


Publicado en La República. Columna el Ojo de Mordor.