Cuando estoy en pleno ejercicio de procrastinación, un arte que le he heredado a mis hijos, me topo en internet con una entrevista antigua del escritor Carlos Fuentes, fallecido hace un par de años. Y en esa conversación con la reportera Silvia Isabel Gámez, el autor de Aura platica sobre el oficio de escribir. Lo hace en forma desordenada, entre preguntas y repreguntas, con una voz acerada y un inconfundible acento mexicano.

“Escribir no es un acto natural, como comer, dormir o hacer el amor (…) Es difícil escribir. Se requiere mucha concentración y mucha soledad y mucho silencio alrededor de uno”, dice.

Lo curioso es que, al poco, ya sentado en el sofá, lejos de la computadora, curioseando unos textos veteranos de Mario Vargas Llosa, recopilados y editados por Antoni Munné, me quedé enganchado a un artículo que publicó en París, en 1964, sobre Ernest Hemingway, a quien describe como alguien “abrasado por una pasión interior: escribir”.

Vargas Llosa abunda ahí sobre la vocación del escritor, aquella en la que no se escribe para vivir, sino se vive para escribir; vocación que significa, en sus palabras, la mejor manera posible de vivir. De paso, echó por tierra la falsa impresión que tenía el arriba firmante sobre la vida de Hemingway como escritor. Porque a ver. Confieso que mi apreciación sobre el personaje era la de un tipo de acción, que vivió la vida al máximo, intensamente, como consta claramente en su biografía pública.

Hemingway fue conductor de ambulancias en la Primera Guerra Mundial, donde fue herido por un mortero; se casó cuatro veces; fue corresponsal durante la Guerra Civil Española; estuvo presente en el desembarco de Normandía y en la liberación de París; fue aficionado a los safaris, a la caza, a la pesca, a los viajes, al boxeo. Y fue, ya saben, un entusiasta insaciable del alcohol. Hasta que decidió quitarse la vida en Ketchum, Idaho, en julio de 1961.

Y bueno. Con ese perfil, ya adivinarán, uno podía inferir -equivocadamente, como ocurrió en mi caso- que en Hemingway aquello de escribir era una suerte de talento innato. Eso, o tenía algún tipo de pacto secreto con las musas. Porque su estilo endiablado y eficaz ya se intuía y vislumbraba desde sus primeros escritos para el Toronto Star, donde, como escribe Rodrigo Fresán, “Hemingway aun no es Hemingway, pero solo quiere ser una sola cosa: Hemingway”.

Como sea. Volviendo al breve ensayo de Vargas Llosa, este me hizo notar que la pasión de escribir es fundamental, pero solo es un punto de partida. Solo eso. Y Hemingway, a pesar de su vida bohemia y aventurera, llegó a conquistar la disciplina. De hecho, Vargas Llosa recopila algunas citas y frases que dan cuenta de ello. “Mi sistema consistía en no beber jamás después de comer, ni antes de escribir, ni mientras estaba escribiendo”, anotó en alguna parte.

Y cuando se encontraba ante ese vacío desolador e insalvable que entraña la página en blanco, Hemingway se decía a sí mismo: “No te preocupes. Hasta ahora siempre has escrito, y ahora escribirás. Todo lo que tienes que hacer es escribir una buena frase. Escribe la mejor frase que conozcas”. Y para motivarse, se fijaba objetivos ambiciosos y metas apremiantes: “Escribiré un cuento sobre cada una de las cosas que sé”. Y en ese plan.

En todo caso, como esgrime Mario Vargas Llosa: “la bohemia puede servir a la literatura solo cuando es un pretexto; si ocurre a la inversa (es lo frecuente) el bohemio mata al escritor. Porque la literatura es una pasión y la pasión es excluyente. No se comparte, exige todos los sacrificios y no consiente ninguno. Hemingway está en un café y, a su lado, hay una muchacha. Él piensa: ‘Me perteneces, y también me pertenece París, pero yo pertenezco a este cuaderno y a este lápiz’. En eso, exactamente consiste la esclavitud. Extraña, paradójica condición la del escritor. Su privilegio es la libertad, el derecho a verlo, oírlo, averiguarlo todo. Está autorizado a bucear en las profundidades, a trepar a las cumbres: la vasta realidad es suya. ¿Para qué le sirve este privilegio? Para alimentar a la bestia interior que lo avasalla, que se nutre de todos sus actos, lo tortura sin tregua y solo se aplaca, momentáneamente, en el acto de creación, cuando brotan las palabras”.

Y es que para Hemingway, como para Fuentes, o para el propio Vargas Llosa, escribir siempre fue, y será, una forma de vivir.


Publicado en La República. Columna El ojo de Mordor.