Es verdad. El poder enloquece, marea, enajena, turba, embrutece, trastorna, embriaga, idiotiza, hechiza, embelesa, inficiona, envenena, corrompe, y más. Y mientras más tiempo se detente, más se abusa de él. Está en la naturaleza del ser humano, y es lo que nos enrostra la experiencia. Y supongo que las estadísticas, también. El poder es un afrodisíaco muy intenso y peligroso. Con la capacidad de pervertir de inmediato a los espíritus enclenques, laxos y vacilantes.

“Dale todo el poder al hombre más virtuoso que exista, y pronto le verás cambiar de actitud”, dijo Herodoto, y no se lo pienso discutir. Porque es así. Hemos visto a lo largo de la historia cómo muchos hombres con poder se transforman en criaturas abusivas y despreciables. En seres frívolos y arrogantes. En expoliadores manilargos. En rapiñadores de los fondos públicos. En autoridades rapaces e inescrupulosas que, en vez de servirnos a los ciudadanos, se sirven de nosotros.

Y bueno. Algo hay que hacer contra eso, pero, para variar, el Congreso reacciona con un proyecto demagógico. Que no resuelve nada. Con noventa y siete votos a favor, ninguno en contra, y diez abstenciones, han aprobado la prohibición de la reelección inmediata de los presidentes regionales, como si esa única medida fuese la vacuna contra futuras denuncias de corrupción.

Ahora bien. El proyecto requiere todavía de una segunda votación en la siguiente legislatura, porque hablamos de una reforma constitucional. Pero, ante tan amplio apoyo, es de esperarse que esta medida populachera y efectista sea finalmente aprobada.

“Tremendo error”, comenta el analista Fernando Tuesta en su cuenta de Facebook. “¿Existen muchos casos en nuestro país para abocarse a una reforma constitucional tan compleja en su concreción?”, se pregunta. Y en el diario Exitosa añade que, “de los cien casos de presidentes regionales que fueron electos entre el 2002 y 2014, apenas doce han sido reelegidos. Lo mismo ha ocurrido en el caso de los alcaldes provinciales y distritales, donde solo se reeligieron menos de la quinta parte”.

La reelección inmediata no es el problema, o sea. Por lo demás, si este tipo de medidas no van acompañadas de un ‘combo de reformas’ (como la eliminación del voto preferencial, el voto facultativo, entre otras), no se va a resolver nada, y la norma perdurará como una de las tantas decisiones vacuas, simplonas e inanes, que son regurgitadas por el Congreso de la República.

Ahora, si están tan convencidos de un proyecto con tales características, ¿por qué no lo extendieron a los parlamentarios? ¿A ellos mismos, es decir? ¿Por qué? ¿Por qué tanta risa torcida? ¿Por qué ese aprovechamiento sistemático y abusivo por parte de estos congresistas empeñados en tratarnos como si fuésemos una sociedad anestesiada o un rebaño de sumisos?

Pero volviendo al cuento de la prohibición de la reelección inmediata. ¿Les parece suficiente un período de cuatro años para una administración regional o edil? Ese tiempo, como agrega Tuesta, “es insuficiente para que los efectos de una gestión sean visibles”.

Como sea. Las reelecciones también traen beneficios, como le leí a Gonzalo Zegarra en Semana Económica. La estabilidad política es una de ellas. O la continuidad de ciertas políticas y proyectos que pueden ser beneficiosos para la región o la localidad y que, por su naturaleza, son de mediano o largo aliento. O la adquisición de experiencia en el caso de los funcionarios, que podrían lograr “una mayor productividad y eficiencia sin tener que atravesar costosas curvas de aprendizaje tras cada elección”.

Eso sí. Que no se me malentienda. Estoy a favor de la reelección inmediata, pero por una única vez. Y si una medida así se va a entronizar en el país, pues ella debería aplicársele a todas las autoridades políticas sin excepción, y no discriminando, a unas sí y a otras no. Allá cada cual con sus ideas y posiciones. Y esta es la mía. Reelección sí, pero solamente una vez, en plan Agustín Lara.

Porque oigan: mientras el conformismo hipócrita y el facilismo populista sean rasgos característicos de nuestra clase política, estamos condenados a ser un país de plastilina. Y eso es lo peor, a mi juicio. Lo que no tiene perdón de dios: que consentimos el disparate.

Así que, ya saben. Si quieren un Perú decente y mundos felices donde comer perdices, peleemos un poquito para que el sentido común prevalezca, aunque sea de cuando en vez. Porque acá, ya vieron, al sentido común se le acorrala hasta el límite de la más flagrante estupidez. Como el proyectito este que comentamos, el de la abolición de la reelección inmediata.