El otro día me topé con un texto añejo de Mario Vargas Llosa. Era una crónica que escribió el Nobel en 1964, cuando vivía en París. Y en ella relata una visita que hizo a “El Cementerio de los Perros”, un pintoresco y hermoso lugar ubicado en Asnières, en el que se encuentran las tumbas de innumerables canes, que, por lo que se lee en sus epitafios, fueron seres muy importantes para sus amos.

Y así como hay sepulturas de mármol o de metal, decoradas con fotos, también se leen algunas inscripciones grabadas en las lápidas que llegan a extremos que no dejan de sorprender. Como aquella del bulldog Mopsik, que reza: “Bravo, afectuoso y fiel Mopsik, tan superior a nosotros: para recompensarte por los tesoros de tu noble y tierno corazón te hicimos matar. Pero eras viejo y enfermo, y sufrías, y nos hacías sufrir. Perdona a tus ingratos amos”. O esa otra –no menos rara- dedicada a Bobby: “Yo creo que en el Tal Vez y en el Más Allá los buenos perros esperan a sus amos. ¡Nos encontraremos, Bobby!”. O la de Tobul, que araña el desvarío: “Tobul, en tu mirada vibraba un pensamiento más profundo, más tierno que el humano”.

Como sea. Pienso en ello y rescato el amor que puede sentirse por estas criaturas que, de súbito, se convierten en compañeros de ruta, en seres entrañables que llegan a querernos incondicionalmente y nos son leales hasta la muerte.

Si me preguntan, los he tenido a pastos y de las más diversas especies. Pero obvio. Hay algunos que recuerdo con más cariño que a otros.

Como Áyax, por ejemplo, un golden retriever que llegó a la casa de año y medio, pero se adaptó rápidamente. Era grande, de hocico picudo, ojos alertas y tenía buen talante. Lamentablemente, un día se extravió en el parque, y nunca más lo volví a ver.

Más tarde llegó Mateo a la chacra, un bóxer atigrado que expresaba su felicidad a través de unos bruscos abrazos y saltando sobre el pecho de uno. Y en cada manifestación de alegría parecía que su corazón se le iba a salir del cuerpo, o que el éxtasis que le producía el cariño humano le iba a gatillar una taquicardia. O un infarto. Mateo, además, tenía la virtud de ser amoroso y juguetón con mis pequeños hijos. Eso sí. Pobre del perro que osase enfrentársele, porque Mateo era la reencarnación de Charles Bronson. Era el perro más pacífico del mundo, hasta que le provocaban. Y Mateo, por alguna razón, tenía una suerte de imán que atraía canes malhumorados y bronqueritos. Lastimosamente, llegó un momento en que Mateo empezó a comerse las gallinas de mi vecino Aurelio. Y luego ocurrió algo más terrible. Masacró y despellejó al gato de mi hija, delante de ella. Y, con muchísima pena, tuvimos que regalarlo.

Al tiempo apareció Loki, el golden retriever más bueno que he conocido en mi vida. Y el de peor aliento, que también. Ansioso y temeroso de los cuetes y explosiones que reventaban casi todos los fines de semana en el pueblo, Loki, ya viejo y desdentado, un buen día se escabulló de la casa, y, desorientado como era, se perdió y nunca más reapareció.

Después nos regalaron a Catón, hijo de Pisco, el perro de mi vecino Aurelio. Era un labrador crema, de pecho ancho, cabeza grande, mandíbulas poderosas y colmillos blanquísimos. Mi hija Lucía lo adoptó inmediatamente y lo entrenó. De hecho, Catón ha sido uno de los mejores guardianes que he tenido en la chacra. Penosamente, fue envenenado por un miserable odiador de perros.

Entonces, llegó Tyrion, un siberiano silencioso y de una agilidad extraordinaria, que gimotea como un loco y salta como un atleta y se pone de muy buen humor cada vez que me ve, y que me olisquea y lame siempre al darme la bienvenida. Tyrion, cómo les explico, es sencillamente precioso. Posee abundante pelaje de color gris azulado y tiene un lunar blanco en la cruz, y unas patas poderosas que le imprimen una velocidad endiablada y vertiginosa.

Por último, apareció Ragnar, un siberiano marrón, hijo de Tyrion y Asha, el cual también fue adoptado por Lucía. Pero qué creen. El asesino serial volvió a hacer de las suyas, y le eliminó con “bocado”. Y ahora Ragnar yace enterrado al fondo de la chacra, a unos metros de la fosa de Catón.

Así que, ya adivinarán. Si me encuentro cara a cara con el homicida, que conste por escrito que él inició la declaratoria de guerra.


Tomado de La República. Columna El ojo de Mordor.