Mi amigo Pablo es un viajero incansable y empedernido. De los que le gusta peregrinar por lugares remotos, inhabituales e inolvidables. Su última excursión, por ejemplo, fue al Báltico. A recorrer Lituania, Estonia y Letonia, y, como cierre de la travesía, se dio un salto a San Petersburgo, en Moscú.

Y ya a su vuelta, haciendo escala en Madrid, me envía un mensaje a través de Facebook. “Compadre, avísame si quieres algún libro de los que no se encuentran en Lima, porque me estoy dando un salto a la Casa del Libro”, escribe. Y yo, sin dudarlo un instante, respondí: “Matar a un ruiseñor. Hace dos años que lo vengo buscando por todas las librerías, y nada. ¿Puedes creerlo?”, le dije. Y él: “Dalo por hecho. Te llamo el lunes”.

¿Y qué creen? Así fue. Pablo me llamó llegando, y quedamos en un café en el Haití de Miraflores. Les aseguro que por un momento pensé que no lo iba a conseguir. Pero me equivoqué de cabo a rabo. Por suerte.

Una vez en el Haití, nos ubicamos en la mezzanine, donde solamente entran algunas pocas mesas y se puede conversar tranquilamente, sin subir ni bajar la voz, a pesar del bullicio. Pablo, quien siempre anda con sacos elegantes y acababa de salir en la portada de Cosas Hombre, llegó suavemente risueño y se sentó frente a mí con el libro en la mano. Y con sus modales implacablemente corteses, me lo alcanzó. Y yo, la verdad, por un instante me sentí como un niño en navidad. Disfrutando del regalo.

Y luego, ya adivinarán, después del sentido agradecimiento que le profesé a Pablo, charlamos con más familiaridad sobre todo tipo de temas. Los típicos, ya saben. Política. Chismes. Libros. Lo inseguro que se siente uno en Lima. Y lo que significa conducir un vehículo por la ciudad, en la que ríos de automóviles se zurran en casi todas las normas de tránsito. O sin casi. En fin. También hablamos de su viaje, y del libro que me trajo, entre traguitos de café espresso.

Porque a eso iba. Y es que hubo un tiempo en el que la película que produjo Alan Pakula, y en la que Gregory Peck se luce metiéndose en los zapatos de Atticus Finch, la veía tantas veces como otros se enganchan con ciertas canciones. Pero lo que parecía mentira es que, el libro de Harper Lee, con el que se ganó el Premio Pulitzer en 1961, y en el que está basada la película, no lo había leído.

Pues les cuento que lo acabo de terminar, y me siento como si hubiese llenado un vacío interior. Uno de los tantos, digo. Y claro. Para variar, el libro supera al filme, pese a que este está muy bien logrado. La cosa es que, leer a Harper Lee es un placer. Y aunque siempre resulta complicado sintetizar una publicación en pocas líneas sin traicionarla, qué quieren que les diga, Matar a un ruiseñor es un libro entrañable, cuyas páginas se devoran una tras otra, prácticamente sin pestañear.

Si no conocen la trama, se las cuento en corto. Atticus Finch, un abogado de un pequeño pueblecito sureño de Alabama, viudo y con dos hijos, acepta defender a un campesino negro acusado de violar a una joven blanca. Y la historia la narra una mujer adulta que evoca su infancia y la relación con su padre y su hermano Jem. Bueno. Este es el hilo conductor de la peli, pero el libro abarca otros temas que tienen que ver con la paternidad de Finch. De hecho, Harper Lee se inspira en su propio padre para crear al personaje. Su padre, Amasa Lee, según he leído por ahí, era un ejemplo de integridad. Y el apellido Finch lo toma prestado de su madre. Al igual que Atticus, Amasa Lee había sido abogado y en 1923 defendió ante los tribunales a un hombre negro.

De otra parte, los personajes de “Scout” y “Dill” están inspirados en la niñez de la propia autora y del también genial escritor Truman Capote, amigo suyo de la infancia.

Cosa curiosa, Harper Lee (Monroeville, Alabama, 1926) no volvió a escribir más. Al parecer, escribió algunos pocos ensayos, pero Matar a un ruiseñor fue su única novela publicada hasta la fecha. Eso sí. Una novela conmovedora, divertida y agradable, como escribió Truman Capote.


Tomado de La República. Columna El ojo de Mordor.