Hace un pocotón de años, participé en un debate que recuerdo bastante bien porque salí más magullado que Rocky en su pelea con Apollo Creed. Se trataba de una mesa redonda que organizaban el escritor y periodista Rafo León y el científico social Guillermo Nugent para Página Libre, un periódico que dirigía Guillermo Thorndike. León y Nugent editaban un suplemento denominado Por la libre, en el que organizaban discusiones que tenían como epicentro la casa de Rafo.

Yo tenía veintipocos, vestía como yuppie, usaba tirantes y pantalones holgados, y lucía corbatas elegantes. Y lo más importante: era un convencido de que reformando las bases económicas del país, insuflándoles un régimen libremercadista, poniéndoles coto a los privilegios y respetando la propiedad privada, el Perú transitaría en un tris hacia la modernidad, casi como por arte de magia, y lo sacaría del coma en el que le había sumido Alan García. 

No olvidemos que, en los ochenta, el aparato del Estado se agigantó a niveles absurdos e irracionales. Intervenía violentamente en la economía. Imponía inverosímiles sistemas de controles que anestesiaban la vida económica, a la par que la asfixiaban y fomentaban la corrupción. Porque el Estado se volvió crecientemente intervencionista. Y proteccionista. Y mercantilista. Porque así fue. El Estado peruano llegó a convertirse en el principal agente de nuestro subdesarrollo. 

En consecuencia, para mí, como para muchos entonces, el único camino hacia el progreso y la modernidad debía ser una apuesta indefectible por establecer una economía libre, como sustento de una sociedad abierta, que ofrezca a todos igualdad de oportunidades, en el marco de un sistema de libertad económica.

Cosa que, dicho sea de paso, fue lo que predicó Mario Vargas Llosa durante su campaña, y que, aunque algunos no lo reconozcan, dichas ideas echaron raíces en varios gobiernos desde entonces. Y el Perú mejoró. 

Todo esto que les cuento lo sigo creyendo hasta el día de hoy, por cierto, pero en la controversia con el poeta Jorge Frisancho, el asesor del gobierno de Velasco, Carlos Franco, y la filósofa de la Universidad Católica, Pepi Patrón, pese a que me dejó un ojo morado y algunos chichones, me quedó claro que solo a través de la economía no íbamos a alcanzar el desarrollo. Mis principales roces, recuerdo, fueron con Carlos Franco, defensor acérrimo del estatismo. “A mí lo que me jode es esa crítica constante al Estado”, me dijo luego de escuchar mi rollo antiestatista. Pero bueno. Así es el pluralismo. 


Como sea. De aquel acendrado pesimismo que compartíamos liberales y gente de izquierda en aquella época, ahora veo que hemos pasado a un optimismo desbordante y encendido.

 
Mi amigo Pablo de la Flor, presidente del último CADE, dice que si se implementa una serie de reformas pendientes y se adoptan compromisos amplios y se movilizan esfuerzos colectivos, la transformación del Perú en un país del primer mundo está a la vuelta de la esquina.

Álvaro Valdez Fernández-Baca opina lo mismo en Gestión. Apunta a que podemos hacerla en quince años. Y que si no la hacemos en los próximos quince años, ya fuimos. Y que casi, casi esto es como un acto de fe. Así que, hay, señores, muchísimo que hacer. 

El economista César Peñaranda, contagiado del entusiasmo, también en las páginas de Gestión, aterriza un poco la cosa y apunta que podríamos ser un país del primer mundo hacia el 2030, pero si logramos mantener una base de crecimiento de 6% “y siempre que se aplique la agenda surgida del debate y se mejore el ambiente de negocios proinversión”.

Y yo, la verdad, creo que la ambiciosa aspiración trasciende la mera idea del crecimiento económico, industrial o comercial. Porque a ver. Además de una buena distribución de la riqueza, un país de primer mundo se caracteriza por su calidad de vida, sanidad, seguridad, educación impecable e integral, acceso a la cultura. Es un lugar donde no existen desigualdades y hay oportunidades para todos. Y algo no menos importante: posee instituciones democráticas fuertes. 

El ex secretario general de las Naciones Unidas Kofi Annan definió un país de primer mundo como “aquel que provee a sus habitantes una vida libre y saludable en un ambiente seguro”. Entonces, ¿de qué estamos hablando? Basta salir a la calle para constatar que no estamos a quince años de alcanzar el primer mundo. A quince lustros, quizás. Y de repente ni eso. Ergo, parafraseando a Carlos Franco, solamente quería decir, para terminar, que, a mí lo que me jode es ese optimismo desmedido y naif. 

Y, sobre todo, infundado.  


(Tomado de La República del 21 de diciembre del 2014)