Es curioso esto del mantenimiento de la rutina en la ejercitación física. Porque cómo les explico. Uno suda la gota gorda, a borbotones, copiosamente, sin parar, como un condenado, al momento de la exigencia. E incluso se puede padecer y sufrir a la hora del adiestramiento, porque ya habrán escuchado aquello de "no pain no gain" (sin dolor no hay ganancia). Pero con todo y con eso, no es menos cierto que, cuando se le deja, se le extraña inevitablemente. Y hasta intensamente.

Bueno. Es lo que me está pasando a mí con el Muay Thai, el cual ejercito desde hace unos tres años, aproximadamente, y que ahora tengo que dejar temporalmente, porque haciendo sparring (pelear con un oponente para mejorar los reflejos y la resistencia), al tratar de lanzarle una tórpida patada a mi rival de turno, zuácate, el otro me bloqueó con eficacia, y ya adivinarán, me fisuré el dedo gordo del pie derecho y se me desprendió una uña. Gajes del oficio, o sea.

El Muay Thai, para quienes no lo saben, es un arte marcial oriundo de Tailandia que combina técnicas de boxeo con patadas, codos, rodillas, enganches al cuello, y así. Es un pelín extremo, digamos. Pero eso sí. Es sumamente completo. La idea es utilizar el cuerpo como un arma en situaciones de combate a distancia corta. Y para llegar a eso existen técnicas diversas. Y nada. Hay que entrenar regularmente. Cosa que yo más o menos hacía, les cuento. Hasta que me lesioné.

La culpa fue totalmente mía, por cierto. Porque mi sensei, Jimmy Pool, graduado en Corea como Maestro Internacional en artes marciales y es el director de Moving Zen, la escuela a la que acudo, pero, sobre todo, es un gran amigo mío del colegio, siempre ha estado atento a que no me exija más allá de mis posibilidades. Porque, claro, como dice mi médico de cabecera, "a partir de los cuarenta, ya empieza a fallar la carrocería, y tú ya estás en base cinco". Ergo, hay que cuidarse el doble, es decir. O el triple.

Pero obvio. Como uno a veces se siente que puede hacer lo que en realidad no debería hacer sin supervisión, metí la pata. O, mejor dicho, casi me la rompo. Pues sin consultarle a Jimmy, desde hace un tiempo comencé a acudir a otras clases en las que él no estaba presente. Y bueno. Yo me sentía muy bien resguardado con mi casco, el protector bucal, los guantes, las canilleras, y todo el equipamiento elemental para evitar descalabrarse a la hora de boxear, pero los accidentes, como la gripe, llegan sin avisar, ya saben.

Y lo que siguió a continuación fue tan evidente que no había más hilo que darle a la cometa. Terminé en la clínica, con vendajes, antibióticos y analgésicos. Y lo peor de todo: inhabilitado durante un mes, por lo menos. Hasta que me recupere totalmente, para volver gradualmente a mi rutina anterior, y ahora sí, como se lo he prometido a Sarita Colonia y a mi sensei, siempre bajo la observación y fiscalización de Jimmy, quien en el dojo se desplaza como Bruce Lee en Operación Dragón, para que tengan una idea.

"Tu parámetro será el dolor", me dijo el doctor que me atendió el día del percance. Y a mí, francamente, la frase me sonó como a una metáfora lacónica y brillante. Aplicable a mi dedo gordo y a mi propia vida.

Porque a ver. El Muay Thai puede ser arduo e intenso por momentos, y el acondicionamiento físico un tanto riguroso, pero a través de él descargas todas tus tensiones hasta encontrar un balance, y cierto estado de bienestar. Bueno. Así es como funciona conmigo. No se trata solamente de desarrollar habilidades para el combate sin armas, sino de encontrar el equilibrio, tanto en lo exterior como en lo interior. Pues para ganar una batalla se requiere más que fuerza física, o técnicas de lucha. La fuerza interna es fundamental.

O como dice Jimmy: "En la vida vas a recibir muchos golpes. Y en la vida, como en el Muay Thai, hay que saber cubrirse para recibirlos de tal forma que nos hagan el menor daño posible". Aunque, si me preguntan, también hay que saber responderlos. Pues eso.



(Tomado de La República, 1º de marzo del 2015)