"Que tu niño interior te lleve a la marcha. Únete este 21 de marzo. Marcha por la vida. Todos tenemos un niño dentro”. Así rezaba el aviso que sostenía el cardenal Juan Luis Cipriani y mostraba con una sonrisa congelada y a toda página y al lado de nada menos que el papa Francisco, en el diario El Comercio el pasado miércoles. “¡No al aborto!”, decía más abajo. Y enfatizaba aquello de que, “todos tenemos un niño dentro”, como si todos estuviésemos embarazados, o preñados, o encinta, o algo así.
Y yo, la verdad, no tengo la más relamida idea de cómo salió la denominada marcha, que tuvo como epicentro el cruce de las avenidas Brasil con Javier Prado, pero presumo que fue muy concurrida y enfervorecida. Lo cual no me sorprendería en lo más mínimo, si me preguntan. Porque el Perú debe ser uno de los países más conservadores y católicos de la región, sin ninguna duda.
Y la campaña religiosa e ideológica de los pastores tipo Cipriani, tiene un efecto decisivo y disuasorio y en cadena en la población y en nuestra clase política, por cierto, como ya habrán visto en el debate de la unión civil, por exhibir un botón. Algo que, déjenme añadir, recordaba hace pocos días la punzante y acerada escritora argentina Leila Guerriero en El País.
En su columna, Guerriero evocaba la jactancia de Carlos Polo, director de la Oficina para América Latina de Population Research Institute (PRI), uno de los implacables detractores de la propuesta del congresista Carlos Bruce. “Se frustró un engaño a la población (…) el proyecto de ley no quería tanto regular las cuestiones patrimoniales sino atribuirle legalidad y derechos a las personas con actividad homosexual”.
En efecto, como subrayó Guerriero en el diario español, de eso se trataba: de atribuir legalidad y derechos. Pero ya saben. A la hora de ser dogmáticos y talibanes e intransigentes, nadie les gana a estos activistas carcas salidos de las filas del Opus Dei y de las canteras sodálites, como es el caso de Carlos Polo, quienes suelen presentarse siempre como “defensores de la vida y de la familia”. Y qué sé yo.
Porque a ver. La teoría y práctica de estos promotores de políticas de Estado que echan raíces en creencias religiosas apunta siempre a lo mismo. A meter miedo. A que el gobierno ejerza tutela y control sobre la moral y las decisiones individuales y, de esa manera, acotar la libertad de las personas. Y no me digan que exagero, porque es tal cual lo estoy describiendo. Porque el sexo, según estos señores (y señoras, que también) solo debe servir para fecundar y procrear.
Y en el marco del matrimonio, obvio, porque fuera de él y en plan recreacional es un pecadazo, de esos que les pueden mandar al infierno en un tris.
Y ojo. Así las cosas, ni se les ocurra usar métodos anticonceptivos o comprar preservativos en una farmacia, porque eso, si no lo saben, atenta contra la vida, contra dios, contra la ley natural, y hasta contra el orden cósmico, por dios, pues el “método del ritmo” es la única fórmula sagrada para practicar el coito. Y ya no hablemos de posturas, para no alimentar el morbo, aunque, si me apuran, la más recurrida debe ser la del “misionero” y con el pijama puesto.
Como sea. Y volviendo a aquello que nos motivó a pergeñar estas líneas, que son el comunicado de Cipriani y sus marchas contra el aborto, solamente quería decir que los marchantes tienen todo el derecho de creer en dogmas, en verdades de a puño e infalibles, o en concepciones inmaculadas (que dieron origen al nacimiento de Jesús o al de Anakin Skywalker, por citar un par de ejemplos), pero también deberían tratar de comprender que imponer una fe para que esta se traduzca en políticas estatales o en leyes, es algo que no se condice con una democracia. O con un Estado laico.
Y aquí solamente les pido un poquito de atención. La laicidad del Estado no significa que se entronice el ateísmo o el agnosticismo en la sociedad. No hay nada de eso. Por el contrario, un Estado laico garantiza la libertad de conciencia y respeta la pluralidad de credos y confesiones. Pero eso sí. No se olviden de lo más importante, por favor. Un Estado laico, por sobre todas las cosas, debe garantizar la libertad de decidir de las personas, pues a nadie se le puede obligar o conminar a pensar o actuar de determinada manera. Digo.