Acabo de retornar a la natación, luego de algunas semanas en que mi actividad física se redujo al mínimo. Y no por flojera, déjenme aclarar. Sino porque una antipática y dolorosa contractura muscular en la zona lumbar, derivada de unas hernias que contraje hace varios años por levantar pesas sin calentar ni estirar, me asaltó de súbito. 

En realidad, si me preguntan, gracias a ellas, a las hernias, es decir, es que me puse a nadar. Y dejé el gimnasio, claro. Así, con las mismas y por recomendación de los médicos, me matriculé en Aqualab, una conocida academia de natación ubicada en San Isidro. Y al principio, adivinarán, como todo deporte que se retoma después de lustros, me cansaba a los pocos segundos y con las primeras brazadas. Tenía que parar a cada rato, sin aire en los pulmones, con los brazos en jarra y las manos a la cintura, viendo a través de mis lentes especiales para sumergirme, marca Speedo o Arena, da igual, cómo me iban pasando, como si fuese un poste, los otros nadadores.

Pero claro. Como en toda rutina física, con el tiempo y la práctica periódica fui abandonando ese estado calamitoso y humillante, y fui logrando más resistencia y avance y velocidad. Eso sí. Tampoco me malinterpreten, y vayan a pensar que estoy apto para una competencia, o algo por el estilo. De ninguna manera. Estoy lejísimos de eso. Pues así como algunos nadan a ‘velocidad crucero’, yo voy a ‘velocidad peque-peque’, digamos, si acaso cabe la metáfora. Y pongo por testigo a mi vecino de página, Mirko Lauer, quien es un veterano nadador y con quien me ha tocado, dicho sea de paso, compartir carril en más de una oportunidad. Él siempre a mi izquierda, y yo siempre a su derecha, aunque suene a símil ideológico.

Como ven. He mejorado, pero no le llego ni a la punta de la aleta a Michael Phelps, quien se mueve con la velocidad de un látigo gracias a la potencia de su inigualable patada de delfín. Y bueno. Tampoco estoy en el plan de controlar mis distancias o de batir mis propios récords, como hacen otros. Por eso, cuando me preguntan cuántos metros nado o cuántas piscinas me hago, no sé qué responder. Porque no tengo la menor idea, la verdad. Pues yo nado cuarenta y cinco minutos, y a mi aire. 

Pero a lo que iba. Los resultados de esta costumbre de nadar unas tres veces a la semana, han sido, además de saludables, gananciosos. Los resultados saludables, son los más obvios. La natación limpia los pulmones, mejora nuestra capacidad cardiorrespiratoria, sube el estado de ánimo, reduce el estrés, tonifica y estira los músculos, y esas cosas. Los otros efectos benéficos tienen que ver más bien con el interior de uno mismo. 

Y es que, ese momento de soledad, en el que uno avanza venciendo la resistencia del agua de la piscina, sirve para pensar en todo, o en nada, para revisar la propia existencia, para darle forma a proyectos que dan vueltas en la cabeza, para darle un ritmo a la vida, para meditar en el aquí y ahora, para tomar decisiones. Y así. Porque nadar propicia y fomenta la abstracción y la reflexión, así como irradia en uno la sensación de plenitud. 

El escritor Haruki Murakami incluso ha escrito un magnífico libro sobre la influencia que ha tenido, en su caso, el jogging y correr maratones en su vida como narrador y en su obra. Es más. Llega a afirmar que la mayoría de lo que sabe sobre la escritura lo ha ido aprendiendo corriendo por la calle cada mañana. “Escribir honestamente sobre el hecho de correr es también (en cierta medida) escribir honestamente sobre mí”, dice en De qué hablo cuando hablo de correr. 

Y nuestro Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, en un artículo escrito en 1979 titulado Correr, placer intelectual, en el que describe cómo descubrió los beneficios y adicciones del footing a los treinta y ocho años, señala que, “tarde o temprano la gente tendrá que convencerse que, como leer un gran libro, correr –o nadar, patear una pelota, jugar al tenis o saltar en paracaídas– es, también, una fuente de conocimiento, un combustible para las ideas y un cómplice de la imaginación”. Pues eso.