Vaya por delante que no soy un apologista de la muerte, y que si estoy a favor de la despenalización del aborto es justamente porque defiendo la salud y la vida de las mujeres.

 

Aclaro esto a modo de obertura, para adelantarme a los activistas denominados santurronamente como “provida”, y que creen que si uno está de acuerdo con la legalización del aborto es un mataniños, o si alguien se queja de las legislaciones tozudas y prohibicionistas es porque se trata de un émulo de Herodes. O algo así. Ergo, ahórrense los sambenitos y las posturas fariseas. Porque hoy inspira estas líneas una noticia que leí hace pocos días en El País.

 

Ahí se contaba la terrible historia de una niña de diez años, treinta y cuatro kilos de peso, y de un metro y treinta y nueve centímetros de estatura… que había quedado embarazada al ser violada por su padrastro. Esto ocurrió en Luque, cerca de Asunción, en Paraguay. Y qué creen. Van a forzar a la pobre criatura a dar a luz. Porque en Paraguay no está permitido el aborto, salvo que peligre la vida de la madre.

 

Y ya adivinarán. El caso no era ni nuevo ni insólito. Según las estadísticas, en el 2014 hubo casi 700 casos de niñas entre diez y catorce años que fueron obligadas a parir. La mayoría, según las oenegés paraguayas, víctima de violaciones. A ninguna se le permitió abortar.

 

Y claro. Cuando se conocen estos episodios, el hígado no deja de zapatear, porque las autoridades políticas en lugar de enfrentar el problema, lo empeoran con legislaciones maniqueas insufladas de dogmas religiosos que parecieran darles las espaldas a las mujeres ultrajadas sexualmente. Porque a ver si nos aclaramos. Lo que pasa en Paraguay pasa de forma exponencial en el Perú. Pues si no se han enterado, métanse a la web de Perú21 y busquen la columna de Mariana de Althaus, del sábado pasado, que no tiene desperdicio y aborda el tema sin anestesia.

 

“En este país, cuando una mujer sale embarazada como consecuencia de una violación, la obligamos a tener al bebé. No importa si ese niño crece sin amor. En este país, que tiene el mayor índice de violación de Sudamérica, no nos importa que ese bebé le recuerde a la mujer minuto a minuto la brutal agresión que le rompió la vida. Obligamos a 35 mil mujeres cada año, la mayoría niñas, a tener un hijo de violador porque asumimos que ellas, animales procreadores, van a amar a sus bebés, de lo contrario las acusaremos de malas madres. En este país no importa la salud mental de la mujer violada ni la del hijo, ni si se desarrolla un vínculo irreversiblemente dañino para los dos, o que ese niño, cuando crezca, sepa que a su madre la obligaron a tenerlo, que su padre viola mujeres, y peor aún, que traumó para siempre a su propia mamá (…) La cosa es que viva, no importa si es una vida llena de dolor y rabia. En este país les negamos a esas mujeres la opción a decidir, las obligamos a renunciar a sus sueños, a convertirse en madres solteras de alguien a quien no quieren (…) en un país que está entre los peores lugares para ser madres en el planeta”, escribió De Althaus.

 

Y es que, si no se han dado cuenta nuestros políticos conservadores y los impostados “provida”, con sus posiciones ultras y reduccionistas lo único que están consiguiendo es que las normas negacionistas generen abortos clandestinos en lugares infectos que ponen en peligro la vida de las mujeres y de las niñas violadas. Porque a ver. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, en la región el riesgo de muerte materna es cuatro veces más alto en niñas menores de dieciséis años que en mujeres de entre veinte y treinta años.

 

En los últimos tiempos, hemos visto algunos avances en países como Uruguay, Brasil, Argentina y Colombia. Pero el problema sigue sin solución debido al activismo de estos grupos de intransigentes que se hacen llamar cristianos, y que, aferrados a sus “verdades de fe”, presionan a los gobiernos para mantener el statu quo de la vergüenza.

 

Así que lo siento, pero desde acá les digo, con la indignación todavía fresca, que se pueden meter sus dogmas donde mejor les quepa. Porque, como comentó recientemente Gustavo Faverón en este papel, en el Perú se “abusa legal e ilegalmente del cuerpo y del espíritu de las mujeres. Tenemos leyes que lo permiten y leyes que se rompen para permitirlo”. Y eso tiene que terminar.