Han pasado cuatro años, y bueno, no les voy a contar nada nuevo. Lo único que hemos visto en todo este tiempo es un gobierno improvisado, desbrujulado, desnortado, sin liderazgo, ombliguista e impermeable al diálogo. Tal cual. 

 

Y en el caso de Ollanta Humala y su compañera de ruta, Nadine Heredia, además el poder los mareó. Hasta estropearlos, creo. Porque en ningún instante los peruanos nos hemos sentido guiados por un gobierno juicioso, intuitivo, o despabilado. Por el contrario, la fantochada y la chulería y la demagogia rústica y los artificios y la puntita nada más, fueron ganando espacio a lo largo de esta administración que no tiene cuándo acabar. Y que anda por la vida sin rumbo y hacia ninguna parte, haciendo encima de verdugos de la lógica. 

 

El caso es que a Humala tampoco pareciera avergonzarle su incompetencia manifiesta y exasperante. Más todavía. Pareciera que le gusta convivir armónicamente con ella. Y así nos va. Con la percepción de que estamos siendo gobernados por un perdedor de éxito, cuya biografía, cuando sea volcada en Wikipedia, podría escribirse con liquid paper. 

 

Sí, sí. Ya sé lo que me van a decir algunos. Por lo menos dejó de lado su ideología estrafalaria y más vieja que la tos, su patriotismo de opereta y sus frases cursis (como aquella de “nacionalizar es compartir”, que sonaba a promesa de asalto a mano armada), las cuales solía escupir igual que los vaqueros escupían el tabaco en las películas antiguas. 

 

Humala tampoco se convirtió, por cierto, en un sacristán del chavismo. Ni fue uno de los trompetistas del Día del Juicio Final. Ni ahogó la libertad. Ni abolió la tolerancia. Tampoco se han cumplido los vaticinios terroríficos de nuestros profetas más connotados, quienes anunciaron “épocas de persecución”, “la ejecución de los opositores” y “peores momentos que los vividos bajo el régimen de Alberto Fujimori”.  

 

No. Por suerte no ocurrió nada de eso. Pero si me preguntan, la cosa está más clara que la sopa de un convento. Humala no fue un buen gobernante, sino un aventurero más. Un cascarón vacío y hueco, sin nada que ofrecer, cuyo rasgo más notorio fue la orfandad de ideas. Así las cosas, su gestión, hasta la fecha, ha sido para los peruanos como un codazo en la cara. 

 

Y es que, como escribí en algún momento en el semanario de César Hildebrandt, el alarde de disparates, sumado a la sequía de planes y de intuiciones y de teorías, ha sido tal, que con Humala uno tiene la sensación de que estamos ante alguien que quiere construir un edificio sin planos. O un Estado sin reformas. O instituciones sin principios. Porque su ideario, si acaso lo tiene, ha sido tan inasible como el mercurio. 

 

Porque a ver. Decir que estamos ante otra oportunidad perdida es una verdad de Perogrullo, pues lo nuestro ya parece un estigma. O una maldición, si quieren. Porque si bien es cierto que Humala no ha sido un arúspice del desastre, sí ha sido un jeremías de la mediocridad. De una mediocridad acusada, milimétrica. E infinita. 

 

Y claro. No deja de dar un poco de rabia que nuestro destino esté marcado por el empoderamiento de este tipo de personajes que no dan pie con bola, y que teniendo la oportunidad de hacer grandes cosas, a cambio nos regalan solamente daños colaterales.  

 

Porque a ver si nos entendemos de una vez por todas. El principal escollo de Ollanta Humala, nuestro presidente insolvente, no ha sido la oposición, ni los medios de comunicación ni los conflictos sociales. El principal escollo de Humala ha sido el propio Humala. 

 

Como sea. Otra vez estamos a punto de cerrar otro lustro signado por la medianía y la improductividad y la inercia, y nos aproximamos lentamente a otra votación en la que, por lo menos a la vista, no aparece ningún líder, ningún partido, ninguna organización con ideas y capacidad de gestión que nos entusiasme. 

 

El pasado miércoles, Juan Carlos Tafur publicaba en su columna de Exitosa, el diario que dirige, una suerte de plan de gobierno con ideas radicales, pero insoslayables, para comenzar a transformar al país en algo más moderno. “A ver si algún candidato se anima a agitar las aguas”, escribió. Lamentablemente, como presumo que también debe haber pensado el mismo Tafur, ese candidato con cojones no existe. 


Tomado de La República, 14 de junio del 2015