El prejuicio es aquello que te indispone frente al otro, sin conocerlo siquiera, y te envenena el alma. Es fruto de la ignorancia y se alimenta de las pequeñas miserias que almacena uno en su interior. Y todos, creo, lo cultivamos de una u otra forma. O le damos rienda suelta, creyéndonos “verdades” que no son ciertas. Me ha pasado no pocas veces, y con varias personas. Como a muchos de ustedes, supongo. Y no digan que no, porque no les creo.

 

Una de aquellas veces me ocurrió hacia finales de los ochentas, cuando me contrató la Corporación Departamental de Desarrollo de Ayacucho (CORDE Ayacucho), uno de los organismos creados entonces por el gobierno de Alan García. Su presidente, Marcial Capeletti, me convocó para que lo apoyara en la difusión de las actividades que iba a realizar en Lima. Y me pidió que me contactara con K., una de sus asistentes principales en la CORDE, para que me brindara la información que pudiese necesitar. Nunca me dijo cómo se apellidaba. Solo me dijo que se llamaba K.

 

K. era menuda y llevaba el pelo recogido cuando la fui a buscar. Estaba sin maquillar, vestía un atuendo sencillo y me recibió con una sonrisa de cortesía. Al nombrar su apellido, me enteré de quién era. Era la hermana de uno de los miembros de la cúpula de Sendero Luminoso. Además, había estado casada con otro líder senderista, quien se encontraba desaparecido. Tenía un hijo con él. Una de las versiones más difundidas sobre el padre de su hijo es que había sido liquidado por militares, en Ayacucho. Los rumores sobre ella decían que también había sido senderista, como otros integrantes de su familia.

 

Debo reconocer que, al enterarme de sus parentescos, mi actitud hacia ella se volvió recelosa. Desconfiada. Y hasta gélida. Pero claro. Como era tan obvia mi aprensión, K. decidió hablar conmigo y tomar al toro por las astas, como si se sintiera en la obligación de hacerlo, como quien ha pasado por ese trance en más de una ocasión, como quien se ha acostumbrado a vivir estigmatizada. En la conversación, se desmarcó de Sendero, e incluso me contó de agresiones y amenazas contra ella. La sentí sincera. Y bueno. En el marco del trabajo cotidiano, luego la relación se volvió cordial. Al final de la chamba, nunca más la volví a ver. Ni supe nada de ella.

 

La historia viene a cuento porque acabo de leer Los rendidos. Sobre el don de perdonar, de José Carlos Agüero, un joven historiador y poeta, hijo de dos senderistas que fueron ejecutados extrajudicialmente. Su padre, en la matanza de El Frontón, en 1986. Y su madre, en una playa limeña, en 1992. Ahí, en Los rendidos, Agüero describe su particular condición. Y logra algo inusual. Que nos pongamos en los zapatos de las personas como él. Que nos planteemos interrogaciones que no nos habíamos hecho antes. Y el resultado es estremecedor y doloroso, pues como comentó Mariana de Althaus en las páginas de Perú21, “hemos superado la guerra, pero las heridas aún no han cerrado”.

 

Eso sí. La estructura de la publicación es rara. Y algo compleja. Como compleja es la realidad que Agüero nos enrostra en la cara. Porque en su obra coctelea lo autobiográfico con lo ensayístico. Y encima la narración no es lineal. Pero claro. Ello no mitiga el impacto en el lector. Su contenido interpela. Remueve. Cuestiona. ¿Los padres le transmiten sus culpas a sus hijos? ¿Sentir alivio por la muerte de su madre, “no es también una mala hierba que nadie quiere ver”?

 

Porque, a ver, Agüero, aunque se resista a serlo, es una víctima más de la guerra interna. Y su testimonio nos revela que las víctimas del conflicto armado que padecimos no solamente fueron aquellas que mató Sendero, sino lo fueron de igual manera los familiares de los senderistas.

 

“Me he resistido a la autovictimización. O a que me traten con lástima. Además, siempre he sospechado que no habría mucha empatía hacia mi tipo de experiencia. Hijo de terroristas, por más que hayan sido mal matados, algo de malo tendrá”, dice Agüero.

 

Y se pregunta: “¿Puede la culpa heredarse, transformada en vergüenza por el origen y los antepasados? Si no soy una víctima legítima para la sociedad y el Estado, ¿puedo reclamar para mí algo de consuelo?”.

 

En fin. Léanlo. Y luego vean Magallanes. O al revés. Así constatarán, como hice yo, que hay muchas llagas que aún se mantienen abiertas.


TOMADO DE LA REPÚBLICA (30/8/2015)