El Tribunal Eclesiástico es una oficina en el segundo piso del Arzobispado de Lima, el cual está ubicado en el Cercado, al lado del santuario de Rosa Flores de Oliva, la limeña elevada a los altares por la Iglesia Católica. Su vicario judicial y presidente es el presbítero Víctor Huapaya Quispe, un sacerdote robusto de aspecto bonachón, oriundo de Mala, donde reside actualmente. Para más inri, forma parte de la familia espiritual del Opus Dei. 

 

El Moderador de dicho Tribunal es el cardenal Juan Luis Cipriani. Y los jueces son los clérigos Julio Zafra Cotrina, Óscar Balcázar, José Ros Jericó, José Taminez y Luis Gaspar Uribe (este último también vinculado al Opus Dei y hombre de confianza del arzobispo de Lima). 


Esta instancia eclesial existe, hipotéticamente, para impartir justicia en el mundo católico y ver causas canónico-penales. En la teoría, repito. Porque a ver. En el 2011, luego de conocerse la doble vida de Germán Doig, quien fuera el número dos de la organización católica peruana denominada Sodalicio de Vida Cristiana, el Tribunal Eclesiástico recibió tres denuncias por abusos sexuales y psicológicos contra Luis Fernando Figari Rodrigo, fundador de dicha institución. 

 

Y en el marco de una investigación periodística que estoy terminando, con la colaboración de Paola Ugaz, conocimos de su existencia. Y no nos consta que sean las únicas. Es más. Una de ellas me fue encargada para dejarla en las mismísimas manos del padre Víctor Huapaya. Y eso fue lo que hice.

 

Lo cierto es que, desde entonces y a propósito de la bronca entre el Sodalicio y el actor Jason Day, así como de un fiable testimonio que publicó este diario, en marzo del 2014, no se sabe absolutamente qué pasó con las tres gravísimas manifestaciones. Lo único que se supo por aquella época fue que el director de la Oficina de Comunicaciones del Sodalicio de Vida Cristiana, Erwin Scheuch, enfatizó que nunca habían recibido “denuncias civiles o eclesiásticas” en contra de su movimiento o de alguno de sus miembros (ACI Prensa, 18/3/2014). Y claro. Si me preguntan, no tengo por qué dudar de la palabra de Scheuch. 

 

Ese dato, además, me lo reiteró un sodálite de la cúpula. Por supuesto, en el camino, junto a Pao, quisimos ubicar a Luis Fernando Figari y al padre Huapaya e hicimos lo que había que hacer. Llamadas telefónicas. Correos electrónicos. Recados con personas allegadas a ellos. Y hasta les hemos ido a tocar las puertas. Pero nada. Es como si se los hubiese tragado la tierra. Como si se hubiesen convertido en espectros. 

 

Y por esas cosas del destino, o qué sé yo, hace pocos días me topé con uno de los acusadores de Figari, y me confesó, con tono frustrado, que hasta la fecha no había recibido ninguna comunicación por parte del Tribunal Eclesiástico. Ninguna en cuatro largos años. ¿Pueden creerlo?


Traigo el tema a colación porque, obvio, uno lee las últimas declaraciones del papa Francisco y no sabe en qué pensar o en qué creer. “Los crímenes contra menores no pueden ser mantenidos en secreto por más tiempo (…) Me comprometo a la celosa vigilancia de la iglesia para proteger a los menores y prometo que todos los responsables rendirán cuenta (…) Llevo grabadas en el corazón las historias, el sufrimiento y el dolor de los menores que fueron abusados sexualmente por sacerdotes. Continúa abrumándome la vergüenza de que personas que tenían a su cargo el tierno cuidado de esos pequeños les violaran y les causaran graves daños”, dijo el pasado fin de semana en Filadelfia.

 

Pero ya ven. La historia que les estoy contando colisiona con los anuncios del primado católico. Porque en nuestro caso –en el Perú, o sea–, no se aprecia ninguna “celosa vigilancia” ni medidas efectivas para que los responsables rindan cuentas. Así las cosas, no hay muchas variables para explicar una demora eterna en casos tan delicados. O estamos hablando de una “banalidad del mal”, en plan Hanna Arendt, incrustada en la burocracia eclesial peruana; o estamos ante un posible encubrimiento; o el papa es un demagogo. O todas las anteriores. 

 

¿Se imaginan lo que les debe haber costado a estas personas sentarse a escribir y evocar un trauma que les persigue desde que eran menores de edad, y luego constatar que a la Iglesia Católica le importa un pepino lo que han padecido? ¿El cardenal Cipriani no está al tanto de todo esto? ¿El Sodalicio, motu proprio, no puede acercarse al Tribunal Eclesiástico para confrontar las escalofriantes acusaciones con la versión de su fundador? ¿Dónde está Luis Fernando Figari? ¿Qué ha hecho en estos cuatro años el padre Huapaya?  

 

En fin. Como dice un proverbio groenlandés: “Si tratas de encubrir un fantasma, se vuelve más grande”. 


TOMADO DE LA REPÚBLICA, 4 de octubre del 2015