Lo propio del púlpito ciprianesco es la arenga intolerante contra los que no piensan como él; contra quienes suelen ser críticos con algunas posiciones de la Iglesia Católica. Eso, o el autobombo, o hablar de paz instigando contra el otro.

 

¿Quieren ejemplos? Acá les suelto uno, calientito. Luego de revelarse claramente la situación engorrosa en la que se encuentra, lanzó en su espacio radial: “He visto con sorpresa que gente que ni siquiera es católica son los más agudos analistas de los problemas. El primer consejo que daría es dar ejemplo. Si quieres formar parte de la Iglesia, ven y practica y no seas un asesor desde tu agnosticismo o desde tu cólera o desde tu ataque”.

 

Y la primera reflexión que viene a la cabeza de uno, después de escucharlo, es: “¿Qué conchudo, no?”. Porque a ver. Quien expresa lo dicho líneas arriba es alguien que se entromete, cada vez que puede, en temas que no le competen. La política, por decir algo. Y claro. Como el cardenal es de los que está convencido de que es poseedor de la verdad absoluta, trata de imponer “su” verdad al resto. Y entonces, ya lo habrán visto, interviene sobre tópicos de coyuntura, cocteleando la religión con la política, sin dejar de pontificar con esa pomposidad huachafa que le caracteriza, maleteando a mansalva y retrucando respondonamente a los que le objetan algo, porque, eso sí, él puede criticar a quien quiera, pero no le gusta que se metan con él.

 

Y no es que Cipriani “discrepe” de aquellas ideas que no comulgan con las suyas. O que trate de replicarlas. No. Él condena de frente. O persigue. O acosa con mentalidad inquisidora, como el típico líder intransigente de una Iglesia que no se resigna a ingresar democráticamente en una sociedad con disímiles creencias.

 

Porque Cipriani es eso: la arrogancia atrevida. Y representa, como alguna vez escribió Mario Vargas Llosa, “la peor tradición de la Iglesia, la autoritaria y oscurantista, la del Index, Torquemada, la Inquisición y las parrillas para el hereje y el apóstata”.

 

Y bueno. En esta ocasión, está claro que el cardenal está molesto porque la burrada que cometió ya no la puede enmascarar más. Y eso que varios se lo advirtieron en su momento, allá por el 2011. No solo analistas locales, que conste, sino también vaticanos. Como, por ejemplo, Francesco Strazzari, quien ya encontraba similitudes, a partir de los destapes de la prensa, entre el Sodalicio y los Legionarios de Cristo. Al punto que Strazzari no descartaba “una intervención (…) en un futuro próximo”.

 

Algo parecido señaló Eduardo Dargent el mismo año: “Si optan por la confrontación y el silencio, y luego se descubren más casos, quedará la idea de que todos, sin distinción, fueron cómplices de encubrir hechos aberrantes. Que toda la obra de la organización se construyó sobre una mentira”. Y qué creen. Se descubrieron más casos.

 

Pero claro. Como existe la tonta idea de que para salvaguardar a la iglesia de la vergüenza, lo mejor es optar por el secretismo y el hermetismo más férreo con el propósito de sortear la información negativa, entonces Cipriani y el Sodalicio optaron por la política de navegar con vela de cojudos. Hasta que reventó el chupo.

 

No obstante, hay verdades tan grandes que no se pueden ocultar para siempre. Aun así, para solaparlas, sus clérigos tratan de mitigar el impacto con frases efectistas, con citas bíblicas impactantes, pero en la práctica no hacen nada. Como está demostrado en el caso Sodalicio.

 

Entre el 2011 y el 2015 han transcurrido cuatro largos años en los que la Iglesia Católica no ha hecho nada por las víctimas de Luis Fernando Figari. Nada. Y tampoco el Sodalicio, todo hay que decirlo. En cuatro dilatados años, el Tribunal Eclesiástico –que preside el padre Víctor Huapaya y donde es juez el sacerdote Luis Gaspar, ambos de la familia del Opus Dei, y en el que el arzobispo de Lima es nada menos que el moderador– no informó a las autoridades civiles para que intervengan al tratarse de crímenes sexuales y, menos, acogió a las víctimas. Ni siquiera las llamaron para informarles sobre el destino de sus expedientes. La Iglesia Católica peruana, es decir, no hizo nada. Salvo lavarse las manos, en plan Poncio Pilatos, y derivar las demandas a Roma.

 

No sé cómo describir lo ocurrido, la verdad. ¿Hablamos de omisión? ¿De encubrimiento? ¿De incompetencia? ¿De negligencia? ¿O acaso lo que existe es desidia? ¿O estamos hablando de indolencia? ¿O de falta de caridad? ¿Existe una burocracia perversa en la iglesia católica donde funciona la 'banalidad del mal'? 


A todo esto, ¿no es hora de que el papa intervenga en este follón que no tiene cuando acabar? Digo.


TOMADO DE LA REPÚBLICA, 15/11/2015