Eduardo toma contacto conmigo vía Facebook, como lo han hecho en los últimos dos meses varias decenas de exsodálites. No vive en Lima, pero acaba de terminar de leer Mitad monjes, mitad soldados. Y ello le motivó a ubicarme porque quería contarme su vivencia. Vomitarla, creo, es la palabra exacta. Así las cosas, fijamos una fecha para conversar por Skype.

 

Lo captaron, como a muchísimos jóvenes, en su etapa colegial, a través de un retiro cuando cursaba el tercer año de secundaria. Luego lo animan a que forme parte de un grupo de perseverancia. Para profundizar en las cosas aprendidas en el retiro, ya saben. E ingresa a una agrupación mariana. Y más tarde, al Sodalicio. Ello sucede hacia finales de los noventa. Al hacer su promesa de aspirante, el primer grado en el escalafón sodálite, entró a vivir a las casas de formación de San Bartolo.

 

Eduardo es claro y directo. Me dice desde el saque que su experiencia fue negativa. Y sin que le pregunte, me dice: “Me gustaría que el Sodalicio desaparezca. Si ello ocurriera, creo que sería feliz”. Eduardo es blanco como la cera, tiene el pelo negro y corto, viste una camisa formal y elegante y es bastante articulado y ordenado al hablar.

 

Una de las cosas que le llamó poderosamente la atención es que, luego de vivir durante un largo tiempo sintiéndose que pertenecía a un grupo humano cálido y amical, que había reemplazado a su familia, al ingresar a los centros de formación todo ello cambió. Todo. “En San Bartolo me estigmatizaron como ‘el cholo de mierda’. Me enrostraron que ese era mi principal complejo, y me la creí”.

 

Eduardo no tiene rasgos mestizos, como indico líneas arriba, pero aclara que proviene de una familia con problemas económicos, y eso, adivinarán, ya es razón suficiente para alertar a un formador sodálite. Blanco sin plata, cholo.  Ergo, era evidente que había que combatir el trastorno de la choledad enquistado en dicho aspirante. “Nosotros somos el remedio para tu enfermedad”, le dijeron.

 

Al rato, Eduardo pasa a contarme sobre el rigor físico. Óscar Tokumura, el verdugo de San Bartolo, formado por el propio fundador, Luis Fernando Figari, para que sea su alter ego, solía golpearle en el estómago hasta doblarlo. Las patadas tampoco eran ajenas a las “prácticas de formación integral”. Ni las bofetadas. Hasta que hubo un momento en el que el terror se apoderó de él. “Vivir en la comunidad era vivir asustado”, relata.

 

Pocos años después, Eduardo concluye que no puede con el celibato, pues se siente atraído por una chica, y decide entonces hablar con su superior, Aldo Giachetti, el actual rector de la Universidad Gabriela Mistral en Santiago de Chile, y este le tilda de traidor, desleal, felón, Judas, y en ese plan. “Antitestimonio”, es uno de los epítetos más lacerantes que puede escuchar un sodálite.

 

Finalmente logra largarse, pese a las amenazas y condenas que le lanzan sus hermanos sodálites. Me comenta que le costó como un lustro volver a cierta normalidad y vencer la culpa que le grabaron a sangre y fuego. En ese sentido, agrega que después de ese interregno volvió a tener sueños apacibles en lugar de pesadillas en las que se veía ardiendo en el infierno.

 

Cuando evoca el abrumador esfuerzo que le costó reinsertarse en el mundo real lo hace con una fuerte carga emocional. Y hasta con un hondo resentimiento, añadiría. “A mí me prohibieron estudiar y me destinaron al proselitismo”, narra. “Quizás no tengo ninguna historia de abuso sexual que contar, pero siento que me quitaron ocho años de mi vida, en los que me dañaron psicológicamente y me hicieron muy, muy infeliz”, finaliza.

 

La historia de Eduardo no difiere mucho de la mayoría de testimonios consignados en Mitad monjes, mitad soldados. Es, a fin de cuentas, la historia de un adolescente que necesita algo inamovible en lo que creer y que le ayude a sobrevivir las miserias cotidianas, y que le sirva para obtener seguridad interior, que le ofrezca respuestas masticadas y digeridas como verdades de a puño.

 

Y en el caso del exsodálite Eduardo, como en el de muchos otros, la estructura vertical y totalitaria de la organización, donde la palabra de los dirigentes es dogma de fe, le organizó el mundo, y se lo explicó de una manera atractiva mediante dinámicas psicológicas que atrapan. Encima le ofrecieron un clima amical y solidario y afectivo, todo lo contrario del mundo exterior, al que le hicieron ver como hostil y poseído por el Maligno.

 

Así, en este mundo sodálite, cuando ya estás dentro, los líderes intervienen hasta en los detalles más íntimos y personales, exigiendo órdenes férreas que deben ser ejecutadas sin la menor crítica. Y es de manera progresiva como se van suprimiendo las libertades individuales y el derecho a la intimidad, hasta controlar el libre albedrío de los militantes.

 

Porque para fanatismo, este. El del Sodalicio. Por ello, aterra pensar que pese a lo revelado hasta hace nada, todavía existan sodálites que sigan siendo manipulados. Pues en esas andan, me temo.


TOMADO DE LA REPÚBLICA 3/1/2016