Poseía la rara destreza para detectar debilidades. Cultivó un tipo de religiosidad intimista, que infantilizaba a sus fieles, centrada en la amenaza del infierno, y la sumisión anclada en la obediencia a sus designios. La culpa estaba todo el tiempo presente.

 

Era un embaucador por donde se lo mire. Como el mexicano Marcial Maciel, este narcisista, que trivializaba la experiencia religiosa hasta límites casi increíbles, era, además, un crápula capaz de detectar las fracturas, carencias y vacíos en la personalidad de sus víctimas para aprovecharse de ellas.

 

Hacía pensar a sus seguidores que la salvación dependía de la sumisión a él. “Todo era pecado”, explica un seguidor. Sus jóvenes vestían trajes azul marino. Y todos eran –salvo contadas excepciones- muchachos de tez blanca, pelo claro y rostro atractivo.“Si yo digo que algo es blanco y tú lo ves negro, por obediencia tienes que verlo blanco”, le dijo a un adepto. Todo contacto con el mundo exterior era contaminación.

 

“Te alejaba de tus padres, como hacía con todos los jóvenes que le rodeaban”, revela un antiguo partidario. Tenía facilidad para relatar historias. Se proyectaba como un ser descomunal, alguien mucho más cercano a dios que cualquier otro mortal. Su entorno, por cierto, colaboró a crear esa imagen.

 

Ejercía una dirección espiritual dominante en la que daba a entender que la voluntad de dios se manifestaba a través de la suya. Y cultivó sobre los mocosos que lo veneraban un férreo control. Levantó su organización como una refinada joya hecha por adolescentes piadosos y pertenecientes a familias distinguidas. “Uno tenía la idea de que te estaban formando para ser un líder, un santo”, recuerda un exdiscípulo. “Yo sentía que me estaba integrando a un ejército celestial. Me sentía parte de algo mayor. Me sentía como un soldado de dios, con una importantísima misión que cumplir. Y así, entre la soledad, las necesidades afectivas y las ganas de creer, se armó un cóctel muy explosivo”, evoca otro.

 

Todas las direcciones espirituales eran sexuales, todas: “¿Cómo te masturbas? ¿Cuánto te masturbas? ¿En qué piensas? ¿Qué sientes? ¿Qué te imaginas?”.

 

Los testimonios de sus exleales delinean un patrón de comportamiento depravado que se extendió con total impunidad al menos durante cuarenta años. Mientras los padres de familia le confiaban la formación de sus hijos, en los pasillos y dependencias bajo su gobierno se vivían otras historias en un mundo cerrado y secreto.

 

Él era la autoridad y había que acatar. Solo los elegidos tenían acceso a su habitación. Había llevado a sus casas no la homosexualidad, sino el abuso sexual. Todo muy formal y revestido de piedad. Ante el inminente riesgo de un crecimiento del sector progresista al interior de la iglesia, él y los suyos emergían como un faro de moral y de resistencia de la fe correcta. Y en algún momento parece haber tenido claro que no podía exponerse tanto. Ganó porte y fuerza con un mensaje básico.

 

Los mozalbetes imberbes sentían por primera vez que las cosas calzaban, tenían un orden y estaban conectados con dios. A través de él experimentaban una felicidad espiritual que les daba sentido a sus vidas.

 

Resulta impresionante cómo los relatos de estos aspirantes a la santidad, de diferentes épocas, coinciden. Esa coincidencia devela la existencia de una estrategia que él debió manejar conscientemente. Distanciar al efebo de su familia y de sus amigos. Ponerlo en la posición de la presa: solo, entregado. Apelar a las “correcciones fraternas”, que no eran otra cosa que juicios públicos para controlar sus conciencias. Gracias a ello pudo contar con chicos atemorizados, y con ellos, a su vez, producir su gran obra, el trabajo que resume su vida: muchas vocaciones y muchas víctimas. En su organización ambos procesos iban de la mano. Ambos caminos corrían paralelos y a veces eran el mismo.

 

El papel de la jerarquía (católica) en este caso deja mucho que desear. Actuó con velocidad de paquidermo a la hora de dar curso a las denuncias de las víctimas. Sugiere, además, que el conjunto de la iglesia ha hecho la vista gorda frente a conductas que, para cualquier observador incluso displicente, son actos de ocultamiento.

 

Bueno. Hasta aquí, les cuento, lo único que he hecho es recoger algunas frases que acabo de leer en Los secretos del imperio de Karadima, una magnífica investigación de Juan Andrés Guzmán, Gustavo Villarrubia y MónicaGonzález, periodistas de CIPER, que se ajustan como un guante a Luis Fernando Figari y a su Sodalicio de Vida Cristiana. Los símiles son realmente escalofriantes. Desde los ritos con los que iba domesticando las voluntades de sus incondicionales hasta conseguir que obedecieran sus órdenes sin chistar, como pruebas de fe. Curiosamente, Karadima –al igual que Figari- tenía también "el don" de ver la vocación en el otro aun antes de que él mismo la percibiera.

 

Y si algo queda claro en los casos del chileno Karadima y del peruano Figari es que lo de la vocación era simplemente un pretexto, prácticamente una celada. Pues como comenta una de las víctimas de Fernando Karadima: “Nosotros éramos un número para demostrar su santidad. Y su santidad era una coartada para su perversión”.


TOMADO DE LA REPÚBLICA, 21 DE FEBRERO DEL 2016