Qué cosas. El otro día escribí para La República una columna titulada Perfiles, la cual describía al sacerdote chileno Fernando Karadima, cuyos escándalos sexuales llenaron páginas de diarios y suscitaron innumerables reportajes televisivos sobre el personaje durante todo el año 2010 y parte del 2011.

 

Los datos que ahí consigno los extraje del libro Los secretos del Imperio de Karadima. Me sorprendió el impacto que esta columna produjo entre no pocos amigos del Sodalicio, y otros que hace años dejaron de pertenecer al movimiento.Y es que, valgan verdades, quien ha conocido a Luis Fernando Figari, fundador de dicha institución católica, no puede dejar de reconocer los parecidos asombrosos con el pederasta chileno.

 

A partir de esos comentarios, volví sobre la investigación de los periodistas de CIPER: Juan Andrés Guzmán, Gustavo Villarrubia y Mónica González, autores de la investigación que les comento. Y bueno. Ya adivinarán. En el texto habían más similitudes. Como si el comportamiento de Karadima y el de Figari fuesen de manual. Aquí les dejo más descripciones sobre Karadima que parecieran hablar también del peruano Luis Fernando Figari:

 

“Como un depredador que aprende a elegir al más débil, al más joven o al más enfermo de la manada, se volvió un experto en distinguir a los muchachos vulnerables. La pérdida del padre o la presencia de un progenitor duro, frío, ausente o despreciativo como el que él mismo había padecido, lo hacía reaccionar. Y tal como a un felino al que se le tensan los músculos y se agazapa frente al movimiento de su presa, desplegaba sus armas: su amabilidad, su autoridad y su consuelo, acogiendo y estimulando, de modo de levantarse primero como un guía, luego como un maestro y, finalmente, como un reemplazante de la figura paterna”.

 

Cuando se le acusaba públicamente, sus voceros salían a desacreditar al denunciante y destruir su reputación: “Negamos categóricamente que se diga que somos una especie de secta donde se cultiva algún tipo de fanatismo o cualquier tipo de control mental”.

 

Manipulación de las conciencias

 

Y a lo largo de la publicación sobre este personaje pervertido y autoritario, se leen cosas como esta: “La manipulación de los sentimientos era su mejor arma”. “Amaba hacerse esperar, tener a todos pendientes de él”. “Sondeaba hasta dónde podía llegar. Pero no se distraía nunca de su meta: avanzar. Era un amante metódico, pertinaz”. “En los ritos de su mundo siempre coqueteaba con lo homosexual”. “Todos estos jóvenes bien educados y alimentados, que representaban la elite de la sociedad, eran habitantes de un mundo atormentado, construido para dar placer y adorarlo. Muy pocos se daban cuenta de eso y lograban irse a tiempo”. “A lo largo de los años algunas víctimas se iban convirtiendo en cómplices. Nadie decía nada sobre lo que había visto y vivido. Y están incluso aquellos que se transformaron a su vez en victimarios”.

 

Una de sus víctimas comenta: “Le había entregado el poder sobre mi persona por completo (…) Si yo me resistía, él me quitaba su cariño y su buena voluntad, lo cual significaba para mí que me quitaba a Dios. En esos momentos me sentía completamente desamparado porque había dejado a todos mis amigos del colegio y de universidad; me había alejado de mis familiares y solo tenía el vínculo afectivo y emotivo con Karadima y los integrantes (del movimiento)”.

 

“En el telón de fondo –explican los periodistas de investigación-  estaba la idea de que mientras más cerca estaba Karadima de ser ungido santo, más cerca estaban ellos mismos de su propia santidad”.

 

Los testimonios

 

James Hamilton, una de las principales víctimas de Karadima, afirma que “la liberación de la víctima solo ocurre cuando se da cuenta de que no por haber gozado se es homosexual o perverso; ni el abuso deja de ser abuso (…) Era muy perturbador verlo celebrar misa inmediatamente después de haber incurrido en prácticas sexuales conmigo”.

 

Verónica Miranda, la mujer que denuncia formalmente a Karadima, señala: “En algún momento todos los que estábamos cerca de Karadima entrábamos al túnel: un proceso en el cual tenías que entregarle toda tu voluntad, porque solo él era capaz de ver si tenías o no vocación. Decía que la vocación era como un embarazo de dos semanas: nadie más podía detectarlo, solo él”.

 

Obediencia y sometimiento era el nombre del juego perverso que el sacerdote chileno manipulaba a la perfección. La obediencia ciega, a través de la devoción y del miedo, era la esencia del mundo fabricado por Karadima. Así las cosas, el control sobre sus discípulos y seguidores era total. “Karadima los había dominado hasta convertirlos en marionetas para sus juegos y placeres. También para experimentar hasta dónde llegaba su poder”, relatan los periodistas de CIPER.

 

Cuando James Hamilton, Juan Carlos Cruz, Fernando Batlle y José Andrés Murillo, y otras víctimas de sus artimañas manipulatorias deciden denunciar lo hacen con una fuerte motivación: “Piensa en los que siguen allí dentro”, se decían.

 

Una de las técnicas del abusador es alejar a la víctima de su familia, algo recurrente en el caso de Karadima y del Sodalicio. El periodista Juan Carlos Cruz comentó en algún momento: “Esa es la mayor vergüenza que siento hasta hoy: por qué dejé que ese huevón me toqueteara, me dominara la vida, cuando yo me considero una persona inteligente que ha tenido suerte, educación, una buena familia. Por qué me dejé agarrar así. Esa es mi vergüenza”.

 

Otro testimonio indica: “Nadie se arrugaba para mentir, menos cuando Karadima te pedía que lo hicieras.Y uno decía, si él, que es un santo, te pide mentir, entonces está bien, es por un buen motivo”. Como en el Sodalitium, lo irregular, lo extraño, o lo anormal, era la norma en la organización de Karadima.

 

Y otro más dice: “La manipulación (de las conciencias) y la mentira fueron las herramientas que Karadima utilizó para ejercer el control sobre todos nosotros (…) Si gozó de impunidad durante tantos años, fue porque nadie se atrevió a denunciar antes”.

 

Y otros hacían notar el uso del doble sentido y la insistencia de la procacidad en sus conversaciones“ tratando de que se entendiera como una broma, en realidad eso era “el comienzo del grooming, concepto que tiene relación con la preparación de la víctima en un proceso de seducción donde el lenguaje no es indiferente”.

 

También hubo de los que destacaban la relevancia del dinero para Karadima. Le importaba “más de lo que cabría esperar de un hombre que ha consagrado su vida a los asuntos del espíritu. Le importaba tanto que a veces perdía el control”.

 

José Andrés Murillo se plantea lo siguiente: “¿Por qué un sistema que me parecía cuadrado, agobiante, con muchos puntos ciegos, con muchas zonas oscuras, valió más para mí que la libertad? (…) Karadima me ordenó el mundo (…) Karadima no quería que crecieras. Lo que hacía era reemplazar tus vacíos por los vacíos de él (…) Karadima sabe las claves de la impunidad”. Bajo esta última interpretación, podría inferirse que el cura chileno abusó porque sabía que nadie lo iba a acusar, porque sabía que esas cosas no se ventilan por vergüenza. Y se callan exactamente por las mismas razones.

 

James Hamilton revela en una oportunidad:  “¿Por qué le contaba todo? Porque Fernando Karadima era el representante de Dios; era mi director espiritual y confesor. Tenía que decirle todo, con todos los detalles”.

 

Y varios de sus seguidores coinciden en subrayar un hecho que era machacado por el párroco de El Bosque: “Solo nosotros teníamos el camino correcto”.

 

¿Por qué alguien como Karadima o Figari han podido actuar tan impunemente y durante más de cuarenta años? Es la pregunta que muchos nos hacemos. Los periodistas de CIPER ensayan una respuesta: “Un hombre enfermo solo puede extender su poder en una organización si la estructura está enferma o si por algún motivo sus componentes están paralizados por el miedo”.

 

No puedo estar más de acuerdo con esa hipótesis.

 

La indolencia eclesial

 

Ahora bien, ¿cómo reaccionó la jerarquía católica chilena? Según Los secretos del imperio Karadima, “no hay antecedentes de que el Arzopispo haya hecho algo al respecto(…) La autoridad guardó silencio (…) El silencio, sin embargo, no logró detener el escándalo”.

 

El primero en acusar formalmente a Karadima fue José Andrés Murillo en el 2003. Sin embargo, pese a las demandas verosímiles no ocurrió nada con su denuncia. “(El arzobispo Errázuriz) tampoco tomó las medidas para que los abusos terminaran. Esa había sido, después de todo, la actitud oficial de la iglesia respecto de los abusos sexuales durante décadas y que se materializaba trasladando al sacerdote abusador a otra diócesis”.

 

A esta situación, anota la publicación, “ayudó una característica personal del Arzobispo Francisco Javier Errázuriz: su lentitud para tomar decisiones. Una dilación que linda en la incapacidad. Debido a eso, en un tema donde la iglesia debió llevar la delantera, pareció siempre arrastrada por los hechos, reaccionando cuando ya no le quedaba otra alternativa, más partidaria de los acusados que de las víctimas, como si añorara los tiempos en que los abusos se guardaban y se lavaban en los sótanos familiares”.

 

Al final, cuando la verdad se abrió paso, “Karadima negó las acusaciones con calma, como si se tratara de historias evidentemente falsas (…) En relación a los abusos sexuales fue tajante: ‘No son verdad’ (…) Niego todo rotundamente (…) Se trata de una confabulación de los denunciantes (…) que están un poco perturbados (…) Yo creo que es una venganza”. Su principal estrategia se enfocó en cuestionar la moralidad y el ‘resentimiento’ de sus acusadores. Y a todo decía: “Es falso”.

 

El diagnóstico sicológico que se le hizo concluyó lo siguiente: “Tiene una personalidad narcisista con rasgos histriónicos. No tiene sicosis ni demencia y posee una inteligencia normal”. Fue definido como “egocéntrico”. Como alguien que “sobrevalora su imagen personal y presenta fantasías de ser admirado por los demás (…) Sus contactos con los demás son instrumentales”. En síntesis, Karadima no es un tipo demente ni loco. “Y eso es quizás lo más grave”.

 

“Nunca me imaginé que esas cosas pudieran ocurrir”, fue el comentario de otros miembros vinculados al grupo religioso de Karadima. Y claro. No faltaron los ciegos e incondicionales, y hasta los cómplices: “En todos estos años, de mi experiencia, nunca he sabido de ningún acto de carácter impropio o de conducta indebida por parte del padre Fernando”.

 

Pero en Chile, como antes en México en el caso Maciel y después en el Perú con el caso Figari, la veracidad de los testigos y la verosimilitud de sus testimonios tuvieron el impacto de una bomba atómica. No importa que la iglesia no haya sancionado debidamente a Maciel o a Karadima o no haya hecho nada hasta la fecha con Figari. Lo cierto es que la verdad vio la luz y exhibió el abuso, el ataque a la confianza, y el embuste, además del comportamiento displicente y hasta indolente de una iglesia católica que frente a este tipo de fenómenos que ocurren delante de su propia nariz, prefiere mirar hacia un costado. Pues eso.