Nunca la leo. Por aburrida, obvio. Pero esta vez el título de su columna en El Comercio llamó mi atención. Patria y fe, rezaba el artículo de Diana Seminario. Y claro. Era una defensa del status quo a rajatabla, jodida, carca. Tan heavy como inverosímil.

 

Y en su esquina de papel soltaba algunas frases huachafillas, de esas que indigestan si antes no se han tomado un antiácido. “Una fe viva que conmueve”, suelta por ahí como para darle fuerza a su argumento de que el pueblo peruano es católico y que el legado de la iglesia católica en la formación de la patria y de la ética colectiva son innegables y que solo un ciego o un necio puede negarlo, y que patatín y que patatán. Y así se la pasa todo el rato como una tosedora crónica.

 

Luego repite comentarios que están impregnados por el aliento de Cipriani o desliza artificios cuya lógica es tan enclenque que solo pueden entenderse desde la perspectiva del cucufato o del fanático. Y su blablablá dura, aproximadamente, quinientas palabras. Hablando de que en el Perú ya existe un Estado laico, que lo que pretenden algunos es imponer una suerte de “mal entendido laicismo”, y en ese plan. Más adelante, no faltaba más, aboga por el Te Deum, esa ceremonia anacrónica, innecesaria y sobrante el día de la toma de mando del nuevo jefe de Estado. Y claro. Luego le pasa la mano al cardenal y ensalza sus discursos, sus pronunciamientos, sus homilías. Sus “homilías patrióticas”, añade.

 

Y es que ya saben, por una cuestión teológica el intelecto es reemplazado por el dogma y los resultados oscilan desde llevarse por delante a la Torres Gemelas o al sentido común, como en este caso.

 

Porque a ver si alguien le explica a esta militante del catolicismo ultramontano que la libertad religiosa es muy importante para muchas personas, pero en una sociedad tiene que existir la separación entre la iglesia y el Estado. ¿Por qué? Porque el Estado está para instaurar el respeto igual para todos y para evitar que en el ámbito público se establezca el predominio de una doctrina religiosa cuya ideología tienda a excluir o a denigrar o a marginar a determinados grupos de ciudadanos. Como los gays, por ejemplo.

 

O como ha dicho la candidata Verónika Mendoza (por quien -conste- no pienso votar), debemos afirmar “al Estado peruano como verdaderamente laico y eso quiere decir que ni las creencias religiosas particulares de algunos de nosotros ni la pretendida injerencia de algunas jerarquías eclesiásticas pueden influir en nuestras políticas públicas”.

 

Todo esto, por cierto, lo explica muy bien la filósofa Martha C. Nussbaum en su libro Libertad de conciencia. Contra los fanatismos. Ahí desarrolla, entre otras cosas, los conceptos que debemos considerar al hablar de religión y Estado. Libertad. Igualdad. Conciencia. Protección de las minorías frente al dominio de las mayorías, pues como se ve en el caso peruano hay jerarcas católicos y gente como Diana Seminario, que están convencidos de que la religión dominante puede tiranizar a las minorías, inculcándoles sus verdades de a puño. En el ámbito religioso y en el público. Porque así son.

 

¿O cómo se entiende, si no, el caso del arzobispo de Arequipa, Javier del Río, y su desfachatada homilía de semana santa?

 

“Hay candidatos a la presidencia de la República que dijeron abiertamente, como Alfredo Barnechea y Verónika Mendoza, que están a favor del aborto y del matrimonio gay. Un católico no puede votar por esos candidatos. ¡Es pecado!”, exclamó.

 

Y ojo. No tengo ningún problema en que los curas exhiban sus opiniones políticas. Creo fervientemente en la libertad de expresión. Lo que me parece una concha es hacer alarde de esto cuando estamos hablando de religiosos que son costeados y bancados con nuestros impuestos, incluyendo los de Barnechea y Mendoza.

 

Luis Davelouis, en su columna de Perú21, lo puso clarito: “La diferencia está en que el arzobispo recibe dinero del Estado: gana el 80% del sueldo de un viceministro (D.S. 146-91). El arzobispo, por lo tanto, debería cerrar el pico, porque, para todo efecto práctico, el sueldo se lo pagamos todos (…) Y sería más decente de Del Río, en lugar de estar desperdigando odio a minorías y mujeres violentadas, se hiciera cargo de encontrar y acusar a los curas de su diócesis que anden tocando niños y adolescentes de forma inapropiada”. Como está ocurriendo en su diócesis, por cierto, pues hay denuncias contra miembros del Sodalicio en Arequipa, pero esa es otra historia.

 

Volviendo al punto. Si dejamos que este asunto, que a muchos les parecerá inocuo y tonto, se desmadre y continúe como una concesión que supone en los hechos demasiadas gollerías para una religión en particular, el Perú podría terminar como España, que todavía no es capaz de ponerle freno a este aprovechamiento del que hace la curia católica.

 

Para que tengan una idea. En contra de la creencia común de que la mayor parte del impuesto que va a la iglesia católica española se dirige a Cáritas y otras organizaciones católicas de fines sociales, de acuerdo a un informe publicado por El País (15/3/2016), ese dinero se destina “a sostener la estructura eclesial, el culto y el clero. Cerca del 80% se envía a la diócesis ‘para su sostenimiento’. El resto se emplea para pagar la seguridad social de sacerdotes y religiosos, en retribuir a los obispos, alimentar el funcionamiento de la Conferencia Episcopal Española (CEE). Pero hay partidas menos específicas, como ‘actividades pastorales nacionales (7,7 millones de euros), que funcionan como cajones de sastre y de las que apenas se sabe nada porque la CEE solo publica un escueto desglose anual”.

 

De allí, para que saquen su línea, salen partidas destinadas a pagar campañas contra el aborto.

 

“Según un cálculo reciente de Europa Laica, el Estado aporta, a través de subvenciones directas o indirectas y exención de tributos, más de 11 mil millones de euros anuales a la iglesia católica. Esta organización asegura que disfruta de un ‘verdadero paraíso fiscal‘ y denuncia que sus cuentas son totalmente opacas”.

 

Más adelante, el reportaje de El País indica que, “la Conferencia Episcopal destinó 162 mil 522 euros a financiar una campaña contra el aborto titulada Campaña por la Vida, con el lema Este soy yo… humano desde el principio, usó carteles, 1,300 vallas publicitarias por toda España y un vídeo para internet. ‘Debemos reiterar que la actual legislación española sobre el aborto es gravemente injusta’, dijeron los obispos cuando la presentaron”.

 

Resumiendo. No se trata de cancelar creencias, sino de avanzar en la laicidad del Estado peruano. No se trata de arremeter contra la religión, sino de evitar la prevalencia de una fe en desmedro de las demás. Lo civilizado es vivir en el marco de un Estado laico, en el que “la religión o la falta de ella sean un derecho de cada cual pero no una obligación de nadie”, como escribió agudamente Fernando Savater. Pues eso.