Te fuiste el lunes 20 y no nos despedimos. Estábamos distanciados por un absurdo malentendido. Y entre tu legendario orgullo y la intrincada situación personal por la que atravesaba en ese momento, además del hecho de haber sido abducido por una investigación periodística que estaba iniciando, nos pasamos los últimos años sin hablarnos. Y fíjate cómo son las cosas. El domingo estuve a punto de llamarte con el pretexto del Día del Padre. Pero algo me distrajo de la idea, y al final no lo hice. Y mira. Al día siguiente me entero de que te pusiste mal y terminaste en una clínica para comenzar ese viaje sin retorno del que nadie se escapa.
Me quedé frío al enterarme. Y me sorprendió como si solo tuviese un pie en el estribo. Fuiste mi suegro durante muchos años. Y en ese lapso, te tomé mucho cariño y admiración. Porque te ganaste mi confianza y mi amistad. O, si quieres, al revés. Da igual. La cosa es que ese afecto acendrado se fue afianzando y probando con el transcurrir del tiempo.
Siempre disfruté tu sentido del humor. Y, sobre todo, la “correa” que tenías para aguantar mis bromas (no siempre livianas). Recuerdo que te divertía cuando te llamaba “mi suegro favorito”. Y recuerdo nítidamente tu simpatía y tu don de gentes y tus risotadas, que eran como explosiones sonoras y liberadoras, de una frescura primitiva.
Recuerdo también nuestras discusiones sobre política, porque no siempre pensábamos igual (casi nunca, la verdad). Lo cual hacía más divertidas nuestras controversias, que solían concluir en carcajadas estentóreas e incontenibles. Porque eras de sonrisa fácil.
Recuerdo tu empaque pepecista, pese a que habías abandonado la vida partidaria, cosa que pudiste haber retomado debido a que tenías notorias capacidades y habilidades para la política. Porque, vamos, eso era lo que más te atraía y te hacía sentir vivo. La política. Luego del amor hacia tus hijos, obvio. Y que tú valorabas como algo sagrado.
Pero volviendo a la política. Pocas veces he visto disfrutar a alguien de ella, de la política, desde la tribuna. Aunque hubo un tiempo en el que igual intervenías en la coyuntura, desde fuera, como un outsider. O a través de aquellos "almuerzos de los martes” que inauguraste junto a Coco Arbulú y Raúl Ferrero, entre otros que fueron de la partida, y a los cuales me incorporaste con entusiasmo. En ellos se reunían políticos de todas las tiendas y de todos los colores y de todas las ideologías. Así como unos cuantos escritores y periodistas. Para conversar sobre los tópicos de la semana, o sobre nada en particular. O simplemente para chismear. ¿Qué bien la pasábamos ahí, no Benjamín? Tengo reminiscencias memorables de aquellas dilatadas tardes con algunos que ya no están: Paco Igartua, Alfonso Barrantes, Toño Cisneros, entre los que transitaron por esos ágapes politiqueros.
Recuerdo de igual forma tus historias sobre aventuras en las que te embarcabas, siempre con un bajo perfil. Como cuando te convertiste en uno de los fundadores del Instituto Libertad y Democracia, junto a Hernando de Soto, Mario Vargas Llosa, Micky Vega Alvear, Luis Enrique Tord, Enrique Chirinos Soto, Andrés Townsend, entre varios más, todos políticos o intelectuales de raza. Como el presidente José Luis Bustamante y Rivero, por citar otro ejemplo. Y desde ahí organizaban eventos con personajes notables, tales como Friedrich Von Hayek, Jean Francois Revel, Pedro Schwartz, Milton Friedman, Hugh Thomas, y así.
Recuerdo también la justificada ufanía de tu linaje y procedencia. Y lo orgulloso que te sentías de ser hijo de Benjamín Roca Muelle, un exitoso empresario agricultor que fue, para más señas, secretario y amigo de Bustamante y Rivero; y nieto de Benjamín Roca García, quien fue ministro de Agricultura durante el gobierno de Manuel Prado Ugarteche; y bisnieto de Pedro José Roca y Boloña. Recuerdo asimismo que, como parte de tu legado, poseías las cartas que Bustamante le escribió a tu padre desde el exilio, y que alguna editorial debería publicar por su valor histórico.
Bueno. Es verdad que, ocasionalmente, exhibías un carácter algo enmarañado, déjame agregar (sin mencionar tu terquedad, por cierto). Porque así como eras un amigo generoso e incondicional con los tuyos, de pronto podías saltar del amor al resentimiento. ¡Y eso pasaba en un tris! Pero, ojo, no es una queja. Ni una crítica. Solo un enunciado dicho con cariño, que conste.
Finalmente, mi querido Benjamín, no sé si estas confidencias le pueden interesar a alguien. Sé que me importan a mí. Y por eso las escribo. Porque necesitaba hacerlas. Pues ahora que te has ido me he quedado con un vacío con sabor a tristeza. Te voy a extrañar.
TOMADO DE LA REPÚBLICA, 26/6/2016