Eran tiempos jodidos. Y poco felices, pese a la cercanía de las fiestas navideñas de 1992. El general Jaime Salinas Sedó y un grupo de oficiales constitucionalistas e insurgentes había sido capturado un mes atrás, conspirando con la pretensión de devolverle la democracia al país y derrocar al usurpador. Pero nada. Hubo un soplón. Y ya adivinarán. O recordarán los memoriosos. Los atraparon a todos en un taller en el distrito de Surco, de propiedad de “Samy” Carmona, uno de los militares del grupo.

 

Salinas Sedó, a quien iban a asesinar, pudo escabullirse en la camioneta que le había prestado el broadcaster Julio Vera Gutiérrez, y con el chofer herido, pues la camioneta fue baleada en una persecución de película, llegó hasta la puerta del Pentagonito, donde se entregó. Todo esto a manera de resumen ejecutivo, por supuesto, porque la historia da para un libro. De hecho, mi amigo Pedro Planas lo tenía entre sus proyectos, pero la muerte le sorprendió demasiado temprano. Los insurgentes, era el título. Y ya había avanzado hasta el esquema y los temas en los que iba a enfocar cada uno de sus capítulos.

 

Pero bueno. A lo que iba. A partir de su captura, los pasearon por varios penales militares. Por las cárceles de la fortaleza del Real Felipe. Por las prisiones del Cuartel Bolívar de Pueblo Libre. Y así. Pero en algún momento, sobre todo al principio de esta historia que duró tres largos años y un poco más, Vladimiro Montesinos ordenó que los trasladaran a todos a Canto Grande, al costado del pabellón de los terroristas, sabiendo que no pocos en ese grupo habían combatido la subversión en el campo. Pero ya saben. Las decisiones de un hijo de puta como Montesinos, no tienen límites. Y así fue como los confinó injustamente en esa enorme jaula, mezclados con delincuentes comunes y terroristas.

 

Por cierto, se produjo inmediatamente un malestar al interior del Ejército. El general Alberto Arciniega se manifestó en contra de mantener en dicho presidio a los oficiales implicados en la conspiración del 13 de noviembre, pues le pareció, con razón, un trato vejatorio. Entonces, Arciniega era nada menos que el presidente de la Sala de Guerra del Consejo Supremo de Justicia Militar. Y algo más. Arciniega era un general con ascendencia y conocido por haber derrotado a Sendero Luminoso en el Alto Huallaga, ganándose el apoyo de los campesinos cocaleros.

 

Aunque supongo que será fácil inferir lo que ocurrió después. Montesinos ordenó la rápida remoción de Alberto Arciniega, quien ya había sido maltratado meses atrás, al no ascenderlo a divisionario pese a que era el número dos en su promoción. Es más. No solo lo removieron, sino que al poco tiempo lo pasaron al retiro.

 

Por esos días, para los que ya olvidaron todo, se acababa de asilar el vicealmirante (r) Augusto Vargas Prada en la embajada de Chile, y lo propio hizo Abel Salinas, asilándose en la embajada argentina, pues el Estado (Fujimori, o sea) amenazó con quitarle la protección, a sabiendas de que Abel Salinas había sido ministro del Interior en 1986, entregándolo con lazo de regalo a las huestes sanguinarias de Sendero Luminoso.

 

Como sea. En este contexto, en el que religiosamente me reunía todas las semanas con Pilar Salinas López Torres (hija del general Jaime Salinas Sedó, quien, por si no lo dije, se los digo ahora, es primo hermano del autor de este blog) para ver la manera de seguir protestando y crear conciencia por el atropello perpetrado contra su papá, sucedió algo inesperado. Una pareja de amigos (cuyos nombres mantendré en reserva) me comentó nerviosamente que uno de ellos tenía en su poder una invitación para la graduación de los chicos del colegio Hiram Bingham.

 

¿Por qué era tan especial ese pase para una ceremonia escolar de fin de año?, se preguntarán. Bueno. Porque se trataba de la llave de entrada a un evento en el que se abría la oportunidad periodística que estaban buscando muchos. Fotografiar a Vladimiro Montesinos. La hija de Montesinos terminaba quinto de secundaria en el Hiram Bingham, y era prácticamente imposible que él no fuera a dicha ceremonia.


 

Montesinos, en esos tiempos, era, literalmente, un fantasma. Se hablaba de él, pero nadie lo había visto. Todavía recuerdo el titular de un periódico de la época que rezaba: "MONTESINOS ES UN INVENTO DE LA OPOSICIÓN".

 

Así las cosas, como comprenderán, la noticia suscitó un clima de adrenalina en nuestra reunión semanal. Les dije que me interesaba, que había que usar la invitación, que una ocasión así no podía desperdiciarse.Y para hacerla corta, pronto tuvimos en nuestras manos la entrada para la graduación del Hiram Bingham. La pregunta era: ¿A qué periodista se la entregamos?

 

Y salió el nombre de Cecilia Valenzuela. Pocas semanas atrás, a la “Chichi” ya le habíamos dado una mano para que ingrese como “familiar” de Jaime Salinas Sedó a la base de la Dirección de Fuerzas Especiales (DIFE), en Chorrillos, donde lo tuvieron retenido unos días después de su captura. Y con el documento de un pariente, Chichi entró muy campante. De ahí salió una explosiva y reveladora entrevista para Caretas, que salió al alimón con otra, de las mismas características, que el arriba firmante había conseguido para el diario Expreso, donde escribía entonces.

 

En resumen. Nos reunimos con Chichi, le entregamos la invitación, nos contó cómo iba a ir disfrazada, y le deseamos la mejor suerte del mundo. Lo demás es historia periodística inolvidable. Chichi ingresó al recinto con una cámara Instamatic, y luego se le unió el fotógrafo Carlos Bendezú, quien se hizo pasar por taxista y burló al staff asignado por el colegio para recibir a los invitados. Luego vino lo que Caretas llamaría “pequeña proeza”: ubicar a Montesinos y retratarlo. Y eso fue exactamente lo que hicieron Valenzuela y Bendezú. Ametrallarlo de flashes apenas lo identificaron y lo ubicaron. Evadiendo a su seguridad, por supuesto. La cual, dicho sea de paso, consistía en una decena de guardaespaldas y la presencia de su esbirro Roberto Huamán Azcurra.

 

La última foto de Montesinos había sido tomada en setiembre de 1983, por Carlos Saavedra, también de Caretas, de los tiempos en que Gustavo Gorriti había investigado al oscuro personaje. Y nada. Esta es la historia de esta fotografía, que más que una foto parece un escáner del asesor de Fujimori, quien al sentirse ampayado no le quedó sino poner una carita feliz con el mismo entusiasmo del que enarbola un pescado podrido.