La reciente visita del arzobispo de Indianápolis Joseph William Tobin (Michigan, 1952), delegado pontificio para encargarse del caso Sodalitium, parece haberlos envalentonado. A los sodálites, me refiero. “El Vaticano todavía tiene esperanza en el gobierno actual del Sodalicio”, dijo Tobin, endosándole así su confianza a Alessandro Moroni, actual superior general de dicha sociedad de derecho pontificio, y a su consejo superior conformado por un puñado de personas, que, salvo su vicario general, José Ambrozic, se resiste a hablar y a contactar con las víctimas de la institución. Así las cosas, Tobin se fue discretamente sin decir cuándo regresará (si es que regresa, claro).

Como sea. Ese espaldarazo vaticano ha sido interpretado por los sodálites como “estamos haciendo las cosas bien” y “ya estamos a punto de pasar la página del escándalo”. Y obvio. No es así. Para cualquier mortal que no tiene la mente formateada ni enajenada es evidente que, mientras el Sodalitium como institución no manifieste públicamente un arrepentimiento sincero y pida perdón a cada una de las víctimas y repare efectivamente a aquellas que han sufrido daño permanente, su credibilidad se va a mantener por los suelos. Y ello significa en los hechos que si Roma no los disuelve lo que va a ocurrir es que ellos mismos se van a encargar de hacerlo. Sin quererlo, evidentemente, pero se van a difuminar o se van a reducir dramáticamente. De hecho, algo de eso ya está pasando. Eso sí. Seguirán siendo ricos, patrimonialmente hablando, pero su recientemente adquirida reputación de institución de características sectarias en la que la manipulación y el “vale todo” forman parte de su modus operandi, no se borrará con nada. Salvo que cambien de verdad. Con honestidad y transparencia. Pero la honestidad y la transparencia, ya saben, son para ellos valores inasibles e inexplorados. Misteriosos y ajenos. Tal cual.

¿Por qué digo esto? Porque he podido constatar que una cosa es lo que dicen de cara hacia fuera y otra, muy distinta, lo que piensan auténticamente acerca de lo ocurrido y respecto de las gravísimas denuncias.

Por fuentes fidedignas, sé que varios sodálites prominentes se mantienen en sus trece y siguen sosteniendo entre los suyos cosas que son embustes descomunales. O que son mentiras flagrantes. Empero, a pesar de que lo nieguen mil veces, sucedieron, pues se han documentado fehacientemente en el libro Mitad monjes, mitad soldados (Planeta, 2015), en investigaciones periodísticas propaladas por diversos medios y en el informe de la Comisión de Ética (paradójicamente, convocada por el propio Sodalicio).

¿A qué tipo de engañifas hago alusión? A varias. Hay sodálites que insisten en que al momento de ingresar a los “centros de formación” de San Bartolo “todos sabían lo que eso implicaba”. Vaya. A mí jamás me advirtieron de que me iban a quemar el brazo, o de que iban a esconder las cartas que me enviaba mi padre desde Venezuela, o de que iban a violar mi correspondencia, o de que me iban a adoctrinar al punto de transformarme en un fanático de tomo y lomo. Jamás me dijeron que algo de eso podía pasar.

Hay sodálites que insisten en que los actos virulentos y de abuso de poder perpetrados entre los años 1997-2003 por el “formador” Óscar Tokumura no pueden considerarse hechos violentos, sino que deben verse como medidas orientadas al “fortalecimiento del carácter”, pues Tokumura tan solo actuaba como cualquier profesor de Educación Física.

Hay sodálites que insisten en que las atrocidades denunciadas en realidad no son tales, sino escasamente “rigores de la formación”, y punto. Que los vejámenes psicológicos y las humillaciones orientadas a destruir la autoestima de los adeptos para someterlos, si se miran bien, no eran nada de eso, sino apenas algunos “gritos fuertes” en el marco de “la fuerza del rigor”. Que las autoridades sodálites no tenían conocimiento de abusos cometidos dentro de la institución. Que los golpes que se propinaban no hacían daño (eran “golpes de fogueo”, o sea) y que, en todo caso, en el contexto histórico en que se repartían puñetazos (hasta fines de los noventa), era normal. Que no existen encubridores, pues Figari habría actuado solo durante cuarenta años sin que nadie se entere. Que lo que acontecía en las entrañas del Sodalicio no difería de lo que pasaba en otras congregaciones religiosas.

Todo son exageraciones, es decir. Pobrecitos. Ahora resulta que las víctimas son ellos.

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(*) El autor de la nota, junto a otros cuatro exsodálites, está demandando penalmente a Luis Fernando Figari y a quienes resulten responsables de los delitos de asociación ilícita, lesiones graves y secuestro (entendido esto último como “secuestro mental” o “lavado de cerebro”).