Ya pasaron tres meses de la muerte de Muhammad Alí. Y bueno. Hace unos días, como quien pasa el rato, me puse a ver en YouTube la famosa pelea entre George Foreman y Alí por el título de los pesos pesados, en Zaire. El video es de octubre de 1974. El combate entre estos dos titanes me hizo recordar de improviso las incontables veces que me sentaba con mi padre frente al televisor para mirar boxear a los pesos pesados.

Tendría unos diez u once años, y yo era el público de mi viejo, quien hacía de comentarista deportivo y me explicaba de técnicas y combinaciones y uppercuts y jabs y rectos, y en ese plan. De esas sesiones frente a la tele enorme, que pesaba una tonelada y tenía una pantalla que parecía a prueba de balas, escuché por primera vez de boca de mi papá la palabra groggy, que definió, si mal no recuerdo, como a un borracho que se tambalea sin caerse. O algo así.

Pero volviendo a Alí. Mi viejo era su fan. Había seguido casi todas sus peleas. Con Liston. Con Norton. Con Frazer. Disfrutaba cómo danzaba en el ring, y llamaba su atención el aguante que tenía en el abdomen, pues cuando se echaba contra las cuerdas –algo típico en el estilo de Alí– encajaba el martilleo de sus rivales durante segundos que parecían siglos, con los guantes en alto, protegiéndose la cara. Y a veces sin responder los golpes, esperando a que su rival se canse.

Bundini, el entrenador de Alí decía que su pupilo en el ring “flotaba como una mariposa y aguijoneaba como una abeja”. Pero además de golpear bien, quien alguna vez se llamó Cassius Clay, tenía la pasión de hablar y de hostigar a sus adversarios, provocándolos, sacándolos de quicio.

La exaltación de mi padre ante la inminencia del combate con Foreman, me hizo notar que este púgil no iba a ser un rival nada fácil. Foreman jamás había sido derrotado y exhibía como casi cuarenta K.O., y en casi todas sus peleas zanjaba el asunto antes del quinto asalto.

De hecho, las fotos de Foreman en los periódicos de la época lo mostraban mucho más fornido que Alí y con unos brazos más potentes que el boxeador parlanchín convertido al Islam. Y tenía fama de disparar unos golpes asesinos.

Cuando llegó el día esperado, siendo Foreman un luchador imponente, la gente estaba con Alí. Algunos cantaban en zaireño, como si se tratase de un grito de guerra: Alí boma ye, Alí boma ye, que significa “Mátalo Alí”. Don King, el célebre promotor de peleas de box, vaticinó: “El combate atraerá a miles de millones de aficionados porque Alí es ruso, Alí es oriental, Alí es árabe, Alí es judío, Alí motiva hasta a los muertos”.

Como sea. Sonó la campana. Y Foreman se le acercó como un Caterpillar a Muhammad Alí, y le propinó una lluvia de golpes implacables en sus costillas, como si hubiese querido romperlas. Las extremidades de Foreman eran intimidantes. Y en un momento me compadecí del árbitro, pues pensé que en un segundo de descuido, cualquiera de los dos campeones, al momento de tratar de separarlos, lo iban a quiñar y tumbar al piso.

Así pasó el primero, el segundo, el tercero, el cuarto y llegó el quinto round. Foreman siempre salía desde su esquina a la ofensiva, como un toro embravecido. Alí dejaba que lo golpeara contra las cuerdas, o se escabullía bailando, retrocediendo, rebotando sobre la lona. Cada vez que estaba en apuros, mañosamente tomaba la cabeza de Foreman, apresándola con su brazo derecho, hasta que el árbitro aparecía para separarlos.

En ese quinto round, Foreman entró a matar. Golpeando rápido y brutalmente. Alí mantenía su táctica de encajar los puñetazos como imitando a un saco. Solo estaba esperando la oportunidad. Hasta que se presentó. Y la aprovechó al máximo. Creo que fue el mejor hito de esa pelea. Ya en el sexto asalto la iniciativa la tomó Alí, mirando socarronamente a Foreman y gritándole cosas. “¡¿Sabes pegar, George?! ¡Yo creía que tenías más fuerza!”, chillaba Alí.

En el octavo asalto, los rectos y cruzados de Foreman habían perdido potencia. La fatiga en su rostro era evidente. A partir de ahí vimos de súbito a un Alí con talante de ganador. Y en esos últimos instantes, hasta el décimo round, no dejó de perseguir la cabeza de Foreman para calzarle un combazo demoledor. Hasta que ocurrió. Y Foreman, faltando once segundos para que sonara la campana, trastabilló, cayó sin ton ni son, y quedó fuera de combate.

Mi padre saltó de su asiento cuando se derrumbó el coloso de los calzones rojos. Y creo que yo también hice lo mismo. Un par de meses antes había dimitido Richard Nixon por el escándalo Watergate, y a los pocos días Alí había profetizado: “Si piensan que la renuncia de Nixon sorprendió al mundo, esperen a que yo siente de culo a Foreman”. Y el vaticinio se cumplió.

TOMADO DE LA REPÚBLICA, 28/8/2016