5 de abril de 1992. Como a las diez y treinta de la noche de aquel domingo turbulento, todos los programas televisivos fueron interrumpidos de súbito. El presidente Fujimori, flanqueado por una bandera peruana y un vaso de agua, anunció la disolución del Parlamento. “Disolver, disolver”, repitió como para que no queden sospechas ni reparos. Era un mensaje grabado. En paralelo, tanques y carros blindados se desplazaron por las desiertas calles de Lima. Varios de ellos, con hordas de soldados pertrechados hasta los dientes, se movilizaron para arrestar en sus casas a líderes políticos y a periodistas. Y para ocupar los locales de los principales medios de comunicación.

Al poco del zarpazo de Fujimori, jugando en tándem, el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas propaló un comunicado servil, declarando su total adhesión y lealtad a su comandante en jefe. Lo demás es historia. El denominado “gobierno de emergencia y reconstrucción nacional” comenzaba ese día.

Las semanas y meses que siguieron al autogolpe no estuvieron exentas de problemas y complicaciones para Fujimori. La presión internacional, por ejemplo, fue más fuerte de lo previsto. En consecuencia, tuvo que anticipar un cronograma para regresar a un “gobierno democrático”, que incluía un plebiscito, una reforma constitucional, elecciones parlamentarias y municipales.

Para resumirlo de alguna forma: el golpe había tenido éxito en el ámbito local, pero a nivel internacional fue un supino fracaso. Fue entonces que Fujimori convocó a Hernando de Soto para que le ayude a legitimarse en el exterior. En una reunión de la OEA, en las Bahamas, pronunció un estructurado discurso, elaborado por De Soto. En este se hace público el cronograma electoral de cara a lo que luego se conocería como el “Congreso Constituyente Democrático” (o CCD).

13 de noviembre de 1992. Así las cosas, mientras avanzaban los preparativos para las elecciones del CCD, fuerzas de la oposición y un grupo de militares institucionalistas, liderados por el general retirado Jaime Salinas Sedó, decididos a resistir y combatir la tiranía, consideraron seriamente la posibilidad de emprender un contragolpe. Pero el movimiento rebelde fue develado debido a la traición de un trío de soplones.

Ergo, tan solo diez días antes de las elecciones del CCD, un viernes 13, los peruanos nos despertamos con la noticia de que Fujimori había sido transportado sigilosamente, en la maletera de un auto, a la residencia del embajador japonés. La primera noticia oficial hablaba de un “intento de asesinato”, de un posible “magnicidio”. Y a continuación cayó como una lluvia torrencial la diversidad de versiones –todas caprichosas y delirantes– sobre la modalidad del “planificado homicidio”.

Fujimori apareció en uno de sus programas favoritos para exhibir el rifle con mira telescópica capturado durante el arresto a los militares conspiradores, con el que supuestamente lo iban a liquidar, en plan J. F. Kennedy. Por cierto, uno se preguntaba al ver esa escena: “Si ese rifle era parte de la evidencia, ¿qué hacía en manos de Fujimori?”.

Pero bueno. La cosa es que, al grupo de oficiales insurgentes los mantuvieron durante tres años y medio en diferentes prisiones. En la DIFE. En Pueblo Libre. En Castro Castro. En el Real Felipe. Adicionalmente, fueron expulsados de la institución y maltratados por intentar derrocar a Fujimori.

27 de noviembre del 2016. Veinticuatro años después, estos valientes soldados que trataron de limpiar al país del virus autocrático y restablecer la democracia, no han sido reivindicados como corresponde. Hasta la fecha, todo hay que decirlo. Ha habido algunas tratativas tímidas por resarcirlos, es verdad. En marzo del 2005, por ejemplo, el Congreso dispuso el ascenso al grado inmediato superior de algunos de los que participaron en la gesta del 13 de noviembre. En el 2007 hubo otro amago. Pero Alan García nunca firmó la resolución que le alcanzaron para reparar a los oficiales institucionalistas. Luego, con Humala sucedió algo similar.

No obstante, Ántero Florez Aráoz ha sido quizás el político que más hizo en su momento. O que, por lo menos, trató. Cuando fue ministro de Defensa, Florez Aráoz citó de emergencia a los oficiales y, junto al encargado de Derechos Humanos del ministerio de Justicia, les informó que tenía una propuesta para indemnizarlos. Los militares, luego de escuchar el planteamiento, aceptaron. Pero qué creen. El entonces ministro de Economía, Luis Valdiviezo, les dijo que no tenía plata. Que estaba misio. Que se jodan.

Y la historia de esta clamorosa injusticia continúa hasta el día de hoy. Figúrense. A ver si en esta gestión hay alguien que hace lo que tiene que hacer. Y no se tarda otros veinticuatro años. Digo.

TOMADO DE LA REPÚBLICA 27/11/2016