Laura y Ramón se encuentran en Barranco. En una oficina judicial para firmar su divorcio. No se veían desde hace casi veinte años. Ramón, cercano a los cincuenta, vive en Cuzco, trabaja para una firma internacional que ofrece microcréditos, y aparentemente “baja” poco a Lima. Ella, cuarentona desde hace poco, es una publicista exitosa, de la clase alta limeña, y hace cuatro años ha iniciado una relación con Pedro, un cineasta que vive de la publicidad. Hay algo de personalidad resentida en él, y en ella, la frescura de su simpatía frívola, nos hablan de una expareja constituida por polos opuestos. 

 

El trámite parecía rápido y expeditivo, pero luego de que se va el juez (un juez de acento colombiano, por cierto) se percatan de que necesitaban que la firma burocrática de este mediador del Estado peruano quede consignada en otros papeles que quedaron en blanco. Ello les obliga a pasarse toda la tarde juntos hasta el retorno del jurisconsulto.

 

Y ahí es cuando este peliculón agarra viada. Y la tarde comienza a transcurrir a punta de sobresaltos, juntos, paseando, hablando cojudeces primero, para luego entrar en los asuntos de fondo, asuntos de los cuales nunca volvieron a hablar en dos décadas en las que jamás se vieron nuevamente. A esto hay que añadir que el mar de fondo de su relación estuvo signada por el compromiso con el terrorismo de los ochentas, más emerretista que senderista, al parecer, cuando ellos eran apenas unos veinteañeros idealistas, y se embarcaron en una relación amorosa persiguiendo propósitos revolucionarios, siendo tan distintos entre sí.

 

La caminata inicial de Laura y Ramón, que dura, no sé, una cantidad importante de tiempo, recorriendo largas cuadras por la Bajada de los Baños, es uno de los momentos mejor logrados por el director, Joel Calero, y, por supuesto, por este par de estupendos actores que cargan sobre sus hombros la trama de toda la película. A Katerina D’Onofrio y Lucho Cáceres me refiero.

 

Por esta peli, Calero ganó el Premio a Mejor Director en el Festival de Cine de Guadalajara. Lucho Cáceres ganó el Premio Mejor Actor en el 20º Festival de Cine de Lima. Y Katerina D’Onofrio se hizo del Premio Mejor Actriz en el 20º Festival Internacional de Cine de Punta del Este. Se lo merecen. Se merecen eso y mucho más, déjenme añadir. 

 

Porque la película es realmente buena. La historia, las subtramas, las sólidas actuaciones, las verdades ocultas e incómodas, las tragedias amargas y angustiosas, que van atrapando a los espectadores, casi, casi hipnotizándolos, todo eso convierte a La última tarde en uno de los nuevos referentes del cine peruano.

 

La última tarde, de Joel Calero, es una de esas películas peruanas imperdibles, o sea. Que no puede dejar de verse, digo, pues a través de su mirada nos permite recordar y evocar tiempos no tan lejanos en los cuales vivimos en un país absolutamente perdido, jodido, y atrapado en una cornisa, que, en el fondo, pienso, sigue siendo el mismo de hoy. Pero esa es otra historia. 

 

Volviendo a La última tarde. Se trata de una partitura psicológica, en la que las confesiones van aflorando de a puchos, obtenidas con fórceps, exhibiendo dramas intimistas y dolorosos, posiciones ideológicas contrapuestas, pasados que han sido sepultados con cemento. Y así.

 

En síntesis. La última tarde se estrena en salas limeñas el próximo jueves 27, por lo que les recomiendo que vayan a verla. Pues si se la pierden dejarán de ver una cinta peruana de extraordinarios méritos. No se van a arrepentir.