La puso sobre la mesa nada menos que el impresentable ministro de Justicia, Enrique Mendoza, alguien que debería conocer, por el alto cargo que ostenta, que la pena de muerte es inviable en el Perú. Porque su implementación supondría reformar la Constitución. Y que nuestro país se retire del Pacto de San José. Y, por lo tanto, que involucionemos en el ámbito jurídico, pues la tendencia global es abolicionista.

 

Resucitar este tipo de planteamientos, en suma, es apelar al populismo y a la demagogia más ramplona. Al oportunismo más desfachatado. Y al facilismo extremo e irresponsable. Es volver a los tiempos de las cavernas. O pretender que nos convirtamos en Irán, Yemen o Irak, cuando el mundo le está dando la espalda a la pena capital.

 

Porque a ver. El problema con la pena de muerte, como ya lo han sostenido no pocos en los últimos días, es que es irreversible y se suelen cometer errores en su aplicación. No olvidemos el Caso Troy Davis. Gugléenlo, si no, aquellos que piensan que la pena de muerte sirve para algo.

 

No se descarta, o sea, que en un país con un sistema de justicia precario, como el peruano, ejecute a personas inocentes. Tampoco está probado que disuada o que sea más eficaz que la cárcel. Por lo demás, basta darle una chequeadita a las estadísticas que maneja Amnistía Internacional para ver que algunos de los países que más gente ejecutan, tienen prácticas discriminatorias. Eliminan a la gente de menos recursos, es decir. La que no tiene plata para contratar abogados.

 

En consecuencia, déjense de joder y de hacernos perder el tiempo con debates estériles. Cada uno tiene su manera de perder el tiempo, y yo respeto esas cosas. Siempre y cuando, por supuesto, no nos hagan perder el tiempo a los demás con este tipo de discusiones que no conducen a nada.