La cosa iba así. A comienzos del año dos mil, una banda de asaltantes se apoderó de Mala. Se trataba de un grupo de malaspectosos e impresentables, armados hasta los dientes, que se aprovechó de la falta de recursos materiales y humanos de la policía. Entraban a las casas, a las ferreterías, a los grifos, a las farmacias, y se llevaban lo que encontraban, luego de golpear y enmarrocar a los propietarios o encargados de los sitios donde se colaban. Lo típico, digamos. Para ahorrar saliva y esfuerzo.

El problema, una vez más, era la precariedad institucional. La carencia de una sociedad firme y sin instrumentos eficaces para luchar contra el crimen, logra eso: Que nos sintamos desprotegidos y desguarnecidos, a merced de los bandoleros. Bueno. Eso fue lo que ocurrió en Mala en el 2000. Hasta que llegó el comisario Miguel Gonzales, uno de esos sheriffs a la antigua. Un tipo afable, correcto, bonachón pero implacable a la hora de buscar soluciones para combatir el delito. Como pocos, la verdad.

A pesar de que la burocracia limeña le ataba de manos, Gonzales se las ingeniaba para mantener la paz en este poblado sureño ubicado en el kilómetro ochenta y cinco, en la provincia de Cañete. Pero la banda no era improvisada, y no se dejaba agarrar mientras hacía de las suyas.

Una valiosa ayuda por parte del ministerio del Interior, en los tiempos de Fernando Rospigliosi, Gino Costa y Carlos Basombrío, durante la administración de Alejandro Toledo, permitió que se diera la posibilidad de un esfuerzo conjunto entre la comisaría maleña y un grupo de agentes entrenados por el general Remigio Hernani.

El mayor Gonzales colaboró desde un inicio en todo lo que estuvo a su alcance. Y en esta labor coordinada se logró atrapar a la banda de criminales. Los Malditos de Mala, se llamaban.

La historia viene a cuento porque, hace cosa de medio año, otra pandilla avezada está asolando Mala con los mismos métodos delincuenciales que usaron sus predecesores, y luego los malhechores que terminaron con la vida del empresario Guillermo Li Chau, en el 2007.

Y claro. Ya adivinarán. Hace años que el mejor comisario que tuvo Mala, ya se fue. Pues existe una política poco inteligente de remover a los comisarios de sus puestos, pasado un año, justo cuando recién empiezan a aclimatarse y a conocer la zona que tienen que resguardar.

Más todavía. Para mala suerte de los maleños que tenemos casa en el valle, durante los últimos tiempos solamente hemos tenido malos comisarios. De los incompetentes. O de los corruptos. O de los que tienen menos luces que una lancha de contrabando.

Ahora, por ejemplo, mora en el local policial el comandante Gelman Loyola Mariluz, quien entra y sale de ahí con la naturalidad de quien entra en un bar y pide una copa de pisco. Y ya adivinarán. No tiene punto de comparación con nuestro extrañado sheriff Gonzales. Porque en Loyola Mariluz no hay muchas cosas admirables. Como tampoco la hay en varios miembros de su staff policial: Flores, Huapaya, Castillo, Paz, Chamorro, Bautista, Yaya, Quiroz. Y lo digo así, con la prosa seca y en corto. Porque si algo caracteriza a esta manga de uniformados de verde olivo es la indolencia. Esa enfermedad que padecen algunos servidores que han olvidado su esencia y su vocación. Y se manifiesta en que todo les importa un rábano. O un carajo.

Porque a ver. Lo digo por la triste experiencia que acabo de padecer en carne propia el pasado miércoles, cuando la banda que se ha apoderado de Mala, tomó por asalto mi casa y reventó a golpes a Marcos, mi leal colaborador. Qué quieren que les diga. Es muy difícil de traducir la sensación de indefensión y vulnerabilidad, de fragilidad e impotencia. Y de furia. Mucha furia.

Porque si tuviéramos un comisario de verdad, hace rato que esa banda la pensaría dos veces antes de actuar. Pero eso no es lo que está ocurriendo. Lo que está sucediendo es todo lo contrario. Pregúntenle, si no, a cualquiera de mis vecinos. Porque hasta el gobernador, el subprefecto Ray Ramos Córdova, íntimo de Gelman Loyola, pareciera haberse contagiado también de este cáncer moral que afecta el alma. Y nadie hace nada por recuperar la tranquilidad y la seguridad del pueblo.

Y aunque no tenía ganas de escribir de esto, igual sentí la necesidad de dedicarle la columna de hoy a esta manga de indolentes. Para que conste en actas.


TOMADO DE LA REPÚBLICA, 12 DE NOVIEMBRE DEL 2017