Hay que tener un empaque especial para ser guía de Auschwitz, el campo de exterminio más aterrador y dantesco que se recuerde. Nuestra guía, la del grupo de personas que hablábamos castellano y portugués, lo tenía. Era una polaca bajita, de nariz pronunciada, y de las que te miraba fijamente a los ojos mientras relataba los hechos más crudos, brutales e inimaginables.

Su acento y sus modismos eran muy españoles. Y su tono, el que correspondía al momento y al lugar. “¿Cómo puedes hacer esto sin que te afecte?”, le preguntó a mitad del recorrido el mexicano Alberto Athié, quien hizo la visita conmigo. “Tengo una hija”, le respondió. “Y me parecería terrible que esto vuelva a suceder”, añadió.

Eventualmente, antes de ingresar a ciertos ambientes, nos pedía que guardáramos silencio o que no tomáramos fotografías. “Por respeto al lugar”, decía. Lo del silencio no era sino una formalidad, claro. Porque a ver. Hay sitios por los que caminas, como Auschwitz, que te arrebatan las palabras o hacen que se te queden atracadas en la garganta, sin poder salir. Lo de las fotografías, la verdad, nos lo pidió una sola vez. Ocurrió cuando ingresamos a uno de los Blocks. El número 4, si me preguntan.

En este nos topamos con una habitación enorme, en la que se conservaban detrás de unas interminables vitrinas dos toneladas de cabello humano. Después de la liberación del campo en enero de 1945, en los almacenes de Auschwitz se encontraron siete toneladas de pelo, embalados en bolsas de papel, preparados de esa manera para ser enviados a empresas industriales alemanas, para su transformación en material textil. Retratar esa impactante imagen habría sido realmente inútil, pienso ahora. Porque aquella lúgubre estampa se ha quedado pegada en mi mente y presumo que difícilmente saldrá de ahí.

Recién había empezado el invierno en Polonia y el frío que sentimos nos dolía en la cara. Y una lluvia lenta, pero incesante, nos dificultaba el recorrido. Era imposible no imaginarse a los habitantes de este infierno, con sus raídos trajes a rayas y sus zapatos de madera, paseando como zombis por sus instalaciones, en medio del fango o de la nieve.

Como sea. Lo que ocurrió ahí, como ha escrito Antonio Muñoz Molina, jamás podrá saberse a cabalidad, “por mucho que se escriba, se recuerde y se hable sobre los campos: igual que nadie ha vuelto de la muerte, nadie volvió tampoco de las cámaras de gas, nadie podrá contar qué se sentía en medio de una multitud de cuerpos desnudos amontonada en la absoluta oscuridad, oliendo el Zyklon-B y escuchando su silbido según se abrían las espitas y empezaban a infectar el aire”.

Los rostros de los visitantes son elocuentes. Hay quienes se limpian las lágrimas con laconismo y solapadamente. O a intervalos. El dolor flota en el aire. Y hay como una sensación de pesadumbre en el ambiente.

Algunos de los carteles que se leen en los Blocks advierten de la locura que se vivió ahí. “Los judíos son una raza que debe ser totalmente aniquilada” (Hans Frank, Gobernador General de la Polonia ocupada). “Debemos liberar a la nación alemana de polacos, rusos, judíos y gitanos” (Otto Thierack, ministro de Justicia del III Reich). “Todos los profesionales de origen polaco serán explotados por nuestra industria militar. Y después todos los polacos desaparecerán de la faz de la Tierra” (Heinrich Himmler, Reichsführer SS). Y así.

Auschwitz es, sin duda, el símbolo del Holocausto, del mayor genocidio de la Historia. Creado a mediados de 1940, fue progresivamente ampliado para albergar a sus víctimas. Pero es a partir de 1942 cuando el campo se convirtió en el centro de exterminio masivo de los judíos europeos, constituyéndose en una fábrica de la muerte, en un gigantesco cementerio sin tumbas. Un millón cien mil personas murieron ahí.

El escritor judío-italiano, Primo Levi, uno de los pocos sobrevivientes de Auschwitz, recuerda en su libro Si esto es un hombre una de las primeras frases que le impactó al poco de ingresar al campo: “De aquí solo se sale por la Chimenea”. Y es que en los campos de exterminio nazis, se entraba para no salir. No tenían otro propósito más que ese. Por ello, el sarcástico mensaje de la entrada “Arbeit Macht Frei” (El trabajo les hará libres) nos recuerda el horror que los hombres somos capaces de provocar.


Tomado de la República, 26/11/2017