Conozco a Pablo desde tiempos inmemoriales. Desde cuando el Perú era una trampa. Desde los tiempos del primer Alan García, o sea. Desde aquellos días en que los peruanos vivíamos entre tres frentes: Alan y su APRA descocada, Sendero Luminoso y su sanguinaria guerra, y el MRTA y sus secuestros y asesinatos selectivos.

 

Conozco a Pablo desde la época en que ser peruano y ser feliz era una contradicción, como estampó el recordado poeta Toño Cisneros. Desde la era en que vivir en este país era todo un desafío, un peligro. Y casi, casi una irresponsabilidad. O sin casi.

 

Y desde que nos conocimos y nos hicimos amigos rápidamente, porque además éramos vecinos (vivíamos a muy pocas cuadras de distancia) nunca dejó de sorprenderme su voracidad incontenible por leer y devorar libros. De todos los géneros, si me preguntan. Novelas. Ensayos. Poemarios. Todo.

 

En algún momento me dije a mí mismo: “Alguien que lee tanto, tiene que escribir algo en algún instante”. Y qué creen. Eso no ocurrió. En otro momento atribuí esta omisión a su desorden, y perdón por la infidencia, pero Pablo, a veces, puede ser un poco desordenado y caótico. No sé si esas fallas de origen se arreglaron con Elena, su entrañable esposa, pero Pablo, les cuento, podía perder llaves y cosas que luego aparecían en los lugares más inverosímiles e inextricables. 

 

Como sea. Volviendo al hilo de lo que quería decir.Pablo, de súbito, publicó algo entonces. Y digo “algo”, porque dicha publicación se trató de una cosa técnica sobre el Japón. El típico libro de un tecnócrata o de un intelectual, o de un académico, que está pulcramente escrito, por cierto, y contiene ideas inteligentes y sesudas, y mucha data, pero no tiene nada que ver con lo que hemos venido a conocer de Pablo muchísimos años después.

 

Y aquí vamos al cuento, literalmente hablando.

 

Tengo el privilegio de ser amigo de Pablo, y hoy tengo el doble privilegio de haber sido escogido para presentar La Última Batalla, su libro de cuentos. Hace exactamente un año nos sorprendió gratamente con La Luz Sobre Nosotros, su poemario, en el que ya advertía que tenía asuntos por saldar y con esos versos iniciaba la cuenta regresiva. Toda una amenaza, es decir. 

 

Y ahí decía: “Escribo porque no me basta con vivir (…) Escribo porque no hacerlo me dejaría más muerto aun (…) Escribo a pesar de que es poco o casi nada lo que escribo”.

 

Y fíjense. Ahora nos asombra con un libro de cuentos: La última batalla, en la que hay tramas que atrapan. Como La tostada milagrosa. O Saints. O Pelea de alacranes. Entre los que me gustaron a mí.

 

Y que conste, y que vaya por delante, que no soy, ojo, ningún crítico literario, ni nada que se asemeje, sino simplemente un lector, un escritor de ensayos, y, ya lo dije, un amigo de Pablo.

 

Pero a ver. Si hay algo que vincula a todos los cuentos de La Última Batalla es la presencia de lo mítico y de lo simbólico. De mensajes cifrados que esconden verdades, verdades que siempre son reveladas al final.

 

La condición de errante de muchos personajes, que tienen que ver, supongo, con el talante del autor, es también una particularidad de los textos de Pablo de la Flor. Y si algo me ha sorprendido sobremanera y positivamente es la minuciosidad y la meticulosidad en la descripción de los escenarios, de los paisajes, y de los protagonistas de estas breves historias.

 

Y el bullying y la violencia contenida o abierta en muchos de los relatos parecieran ser también parte de esta constante. Y ahí me quiero detener porque no quiero “espoilear” a nadie. 


Solo quería decirles que los cuentos de La Última Batalla valen la pena leerse.

 

Mis palabras finales quiero dedicarlas al autor, quien ha manifestado lealtad hacia esta oculta y cuasi clandestina vocación de escritor, que ha comenzado a manifestarse de forma importante a lo largo de este último año. Y que, en los hechos, viene exhibiendo un estilo impermeable al mal gusto, todo hay que decirlo.

 

Al pasar las páginas de La Última Batalla una cosa queda clara. Que Pablo de la Flor se ha contagiado gravemente de la pasión del escritor, aquella pasión que consiste en construir ficciones con la materia prima de la propia experiencia.

 

No sé ustedes, pero para mí escribir un cuento es algo sumamente complicado. Hay que ser una suerte de arquitecto de imágenes o de hechicero de la palabra para lograr en unas cuantas páginas una historia que nos secuestre de la realidad, y que nos haga ponernos en los zapatos de los personajes de tinta y de papel.

 

Y Pablo lo consigue. Lo consigue, además, con una prosa limpia y sugestiva, sin eufemismos, de forma refrescante, con una coherente narración.

 

Por último, Pablo ha destacado siempre en todas las labores que ha asumido en su amplia trayectoria, tanto en el sector privado como en el público. Y recalco: En todas. Ahora, a sus cincuenta y pocos, ha emprendido probablemente una actividad radicalmente distinta a todas las anteriores, y quizás la más exigente: el arte de contar historias. Que los cielos le sean propicios.

 

                                 Miraflores, 26 de enero del 2017. Feria del Libro Ricardo Palma.