Eugenio Poggi se llama uno de los protagonistas de tinta y de papel que aparece en mi novelita Mateo Diez (Campodónico, 2002), la cual metaforiza en clave de ficción mi travesía por el Sodalitium Christianae Vitae (o SCV) durante más de seis años. En el libro, Poggi es descrito como “un gordo inmenso de rasgos mestizos, cara de panadero y voz aflautada”, a quien le gusta mucho el poder y sueña con ser el heredero del fundador de un movimiento católico peruano denominado La Milicia de María.

 

Este personaje, inferirán, se inspiró en un personaje de carne y hueso. Su nombre es Virgilio Eugenio Levaggi Vega (Lima, 1956). Levaggi, exsodálite para más señas, fue uno de los jerarcas más importantes del Sodalicio en la década de los ochentas, después de Luis Fernando Figari. Era un par de Germán Doig y de Jaime Baertl. Martín Scheuch, autor del blog Las líneas torcidas, lo pondera como el “número tres en el Sodalicio”.

 

En la publicación, Poggi es una suerte de “egocéntrico impenitente”, “un narcisista de campeonato”. “Personalista, autoritario, creía poseer siempre la razón. Imponía siempre su criterio y tenía facilidad para entrar en la voluntad de los demás como un cuchillo en la mantequilla. Sus monólogos siempre estaban atiborrados de expresiones de poderío, con un sentido grandioso de autoimportancia. Si bien poseía una inteligencia aguda, exageraba sus propios méritos a la vez que infravaloraba los ajenos (…) Tendía a explotar a los demás para su provecho, manteniendo relaciones verticales, jamás horizontales. A José Hernando era al único que reconocía como un par, aunque también solía criticarlo a sus espaldas. Era, además, incapaz de asumir sus errores, por lo que solía proyectar en los demás las culpas de sus fracasos.Tenía una necesidad excesiva de ser autosuficiente y una urgencia compulsiva de controlar la situación. Su arrogancia, siempre acompañada de fantasías delirantes, lo llevaba a estar pendiente de los temas de poder y jerarquía (…) Era el derroche de la soberbia a todo trapo. Poggi era, asimismo, un arribista y un oportunista nato” (pp. 210-211).

 

Cualquier parecido entre Poggi y Levaggi, por cierto, es pura coincidencia. Pero valgan verdades, Poggi le debe mucho a Virgilio. En la vida real, Levaggi llegó a ser mi director espiritual al poco tiempo de mi ingreso al Sodalitium, en calidad de aspirante, hacia fines de 1982 o inicios de 1983. Mi primer consejero fue Jaime Baertl, y luego de unos meses me designaron al responsable del área de Instrucción, quien era además el encargado de las relaciones públicas sodálites. O algo así. Levaggi era amigo de políticos, autoridades, obispos, y hasta del mismísimo Secretario de Estado vaticano, Angelo Sodano. Bueno. Eso es lo que él decía siempre. Que “tenía contactos”.

 

A Levaggi lo tuve como asesor espiritual cerca de año y medio hasta que ingresé a las casas de formación de San Bartolo, cuando estas recién se abrieron y eran únicamente dos: Nuestra Señora de Guadalupe (que era la antigua casa de playa de la familia de Figari Rodrigo) y la Inmaculada del Rosario, ambas ubicadas en el malecón de la Playa Sur. Una vez que me fui a San Bartolo perdí el contacto con Levaggi. Recién supe de él cuando más tarde me trasladaron a la ciudad de Arequipa, donde el Sodalitium había abierto una comunidad un año atrás. Las noticias que llegaron de él a la Ciudad Blanca fueron difusas y poco claras. Había sido recluido. El propio Luis Fernando lo había confinado en la comunidad sodálite de San Aelred, ubicada en la avenida Brasil 3029, en Magdalena del Mar. En Arequipa nunca nos dijeron qué había pasado. Tampoco preguntamos. Por un asunto de obediencia. No podíamos ser curiosos. Así nos habían adiestrado.

 

Martín Scheuch narra este evento en un post del 8 de octubre del 2016 denominado El ocaso del innombrable. “Los cuatro aspirantes sodálites que –bajo su supervisión- estaban realizando su mes de prueba en la comunidad sodálite de Magdalena del Mar fueron trasladados de inmediato a la comunidad sodálite de Barranco, donde yo vivía”, narra Martín. “Germán Doig, el superior de esa comunidad, nos había informado que Levaggi había cometido una ‘falta grave contra la obediencia’ y que Figari lo había relevado de todas sus responsabilidades. Levaggi se quedaría donde estaba bajo un régimen especial. Yo fui trasladado a esa comunidad (…) Se me ordenó vigilar a Levaggi. Se vivió un tiempo de continua tensión, pues se desconfiaba de Levaggi y se pretendió controlar todo lo que hacía. El superior, José Ambrozic, andaba paranoico preguntando si Levaggi había telefoneado con alguien y frecuentemente le daba órdenes humillantes que debía cumplir”.

 

Esa fue “la razón” que explicaba el aislamiento del número tres de a bordo. Que “había faltado gravemente a la obediencia”. Conociendo al personal, me planteé hasta dos hipótesis posibles. La primera, que había usurpado funciones o se había atribuido algo que solo le competía desempeñar a Luis Fernando Figari. La segunda, se había robado plata y lo habían descubierto. La angurria de poder y de dinero eran como sus marcas de fábrica.

 

Tiempo después me enteraría de la verdad de la salida de Virgilio Levaggi del Sodalicio, quien, dicho sea de paso, jamás fue expulsado, pues se largó voluntariamente hacia mediados de 1987, y contra la voluntad de Luis Fernando Figari, quien trató de persuadirlo de mil maneras para que se quede, ofreciéndole gollerías y “espacios de libertad”, que, si me apuran, nadie gozaba en la institución. Un trabajo relajado en una entidad bancaria de solera. Escribir columnas de opinión en el diario más importante del país. Visitas a su madre, con la que tenía una relación bastante estrecha, todas las veces que quisiera. Fumar sus cigarrillos Dunhill, pues Figari había dictaminado en un retiro de semana santa que el sodálite tenía prohibido comprar cigarrillos. “El que fuma no se santifica”, sentenció. Y desde ese día, se acabaron los sodálites fumadores. Con la excepción de algunos, que fumaban a escondidas. Como Baertl y Levaggi.

 

Pero nada. No hubo oferta que le satisficiera plenamente, pues adivinaba que dicha “falta grave a la obediencia”, que solo conocían los miembros de la cúpula, le perseguiría para siempre, como una sombra. E intuía que mucho del poder y estatus alcanzado había sido erosionado con lo que hizo. Así las cosas, se fue. Aunque, eso sí, nunca rompió el lazo con su mejor amigo, el cura Jaime Baertl (Continuará).