No era mi mamá. Pero por ratos lo parecía. Olga era la mamá de los dos parientes contemporáneos más cercanos que he tenido. Porque Miklos y Sandor eran como mis hermanos. Y siempre estuvieron en mi horizonte desde que tengo uso de razón. Miklos y Sandor eran hijos de Olga Gallesi Salinas. Y Olga era mi prima hermana, pese a los treinta años que me llevaba. Era hija de Tía Beba, una de las hermanas mayores de mi papá, quien falleció a temprana edad.

 

Por esas cosas del destino, Kalman Elek, el esposo de Olga, un húngaro que llegó de muy pequeño en un barco, huyendo de la Segunda Guerra, junto a sus tíos Hnilycza, se hizo muy amigo de mi padre, con quien jugaba cartas y, sobre todo, practicaba el bowling. Es así que, de esa relación amical y parental, el vínculo con los Elek Gallesi se forjó desde muy antiguo y se fortaleció y consolidó con los años.

 

Kalman, quien era un emprendedor nato, logró en la vida muchas cosas materiales. Kalman era un tipo bien plantado, fuerte, de los que parecía peinarse con gomina, de ojos grandes y determinados, y de un corazón del tamaño de un melón. Era amigo de sus amigos, y la familia de Olga, los Gallesi y los Salinas, terminó siendo la suya hasta el final de sus días, cuando falleció en Obrajillo, un pueblito ubicado en Canta. 

 

Olga, a quien mis hermanos siempre llamaron tía, tenía un carácter muy particular. Era jodida, digamos. De temperamento fuerte. De no guardarse nada. Dueña de un humor negro y corrosivo. Tan negro como el petróleo y tan corrosivo como la baba de Alien. Así era Olga. Y a mí me encantaba que fuera así. No todos se adaptaban a su manera de ser, todo hay que decirlo. Pero a mí me parecía fuera de serie. Eso sí. Cuando estaba molesta, había que salirse de su camino, dejarle el paso libre. Porque se convertía en un torbellino. El Huracán Olga. Pero nada.También hay que añadir que, detrás del vendaval siempre llegaba la calma, y Olga poseía un corazón de oro.

 

Pero su vida estuvo signada por un karma que la zarandeó en más de una oportunidad. La vida le asestó golpes muy duros, que ella encajó y supo resistir como nadie. O como muy pocos. Olga tuvo que sufrir lo que nadie quisiera padecer. Sobrevivir la muerte de un hijo. Y para colmo, a ella le tocó la muerte de dos. La de Sandor, quien perdió la vida en un accidente de moto, a los veintipocos. Y la de Miklos, quien le fue arrebatado en el año 2000, por un cáncer al páncreas, a los 37 años.

 

Una parte de Olga estaba hecha de hierro. Y gracias a esa parte acorazada, nunca bajó la guardia para cuidar al menor de sus hijos, Istvan. Istvan Antonio, déjenme añadir y permítanme la digresión, en alusión a mi papá, quien fue su padrino de bautismo, y, cosas de la vida, más tarde, siendo todavía un pequeño, Istvan quiso que yo fuera su padrino de primera comunión. La otra parte de Olga, retomando el hilo, no era inmune al dolor de madre con el que tuvo que cargar como una cruz durante demasiado tiempo. Y esa parte, nunca dejó de padecer el dolor de la ausencia de sus hijos adorados, a quienes recordaba como ángeles que la cuidaban y le daban fuerza y valor.

 

Durante los últimos años de su vida, cuando sabía que la muerte podía llamar a su puerta, pese a que en el camino le había ganado la batalla a un cáncer al estómago, su mayor preocupación no dejó de centrarse en Istvan, quien tuvo que enfrentar una dolencia degenerativa. E incluso con su hijo mayor, Laszlo, quien es, cómo decirlo, una suerte de bala perdida, cumplió hasta el final. Incluso cuando, debido a una súbita afección cardíaca, Laszlo fue desahuciado hace cosa de un par de años. Tan desahuciado estaba, digo, que sus primos hermanos Ricky y Ernestito, y yo, nos despedimos de él en la Unidad de Cuidados Intensivos del Casimiro Ulloa. Pero Laszlo, pese al diagnóstico médico, resucitó como Lázaro. 

 

Como sea. Vistas las cosas así, la vida de Olga proyectaba ser un drama, pero ella jamás quiso ver la vida así. Ni plantearla así. Su aproximación a los males que le tocó vivir los enfrentó a su estilo, un estilo duro, es verdad, sin temblequeos ni sollozos, y más bien con comentarios sarcásticos, enunciando lo que le tocaba sin enojos ni tristezas, apenas con una sutil resignación, exhibiendo una fortaleza inusitada. 


Eso hizo que, a cada vuelta de hoja, su vida social se fuera relegando con los años. Por eso disfrutaba tanto de las visitas inopinadas, las cuales ella convertía en divertidas y deslumbrantes y entrañables, con su lengua afilada y su chispa veloz y aguda e inteligente, desenfadada y lisurienta. Olga necesitaba de esos encuentros amicales y familiares para reír, para sentirse viva, para putear, y para mostrar y recibir afecto. Porque también era ultracariñosa.


Recuerdo que en algún momento, con la complicidad de Istvan y Ernestito, el hijo de la Chola, una de las hermanas de Olga, la convencimos de que entrara a Facebook, pues esa era la mejor manera de tomar contacto y tener noticias de la gente que le importaba. Para mi sorpresa, pese a sus reparos iniciales con la tecnología, así lo hizo. Se preparó para la foto. Se maquilló. Se vistió. Y posó. Y en su fecha de cumpleaños, fiel a su estilo, escribió lo siguiente: 9 de abril de 1998. Y firmó su muro como "Olga Elek"

 

Olga poseía un alma y una manera de ser que yo amaba. A veces parecía que llevaba el corazón escondido, o endurecido, pero este siempre salía a relucir de una u otra forma, y generosamente, con un entusiasmo y un regocijo relampagueante.

 

Achaparrada, mirada desafiante y altanera, cabellera ensortijada y piel canela, dominaba el arte de la charla informal, irónica, que remataba con comentarios que te arrancaban carcajadas. Cuando estaba con ella, aprendí a escucharla sin interrumpirla, porque cuando eso ocurría saltaba a otro tema súbitamente dejando el anterior sin conclusión. Casi todo lo que oí y presencié en casa de Olga resultó ser harto útil en mi vida cotidiana. No tomarme las cosas con demasiada gravedad, por ejemplo. Saber reír y burlarme de mí mismo, sin pudor. Y que la confianza en la familia es fundamental, aunque no la frecuentases como hubieses querido.

 

De hecho, con el tiempo establecimos un vínculo especial. Con Olga siempre hubo un clic y un afecto cómplice que me hacía sentir bien. Supongo que ella me veía como una suerte de eslabón vivo entre sus dos hijos perdidos, Miklos y Sandor. Y yo, la verdad, también la veía a ella como algo así. A través de Olga podía sentir todavía, de alguna forma inexplicable, a Miklos y a Sandor. Porque ellos seguían viviendo en ella. Estoy seguro de que Olga, quien tantas veces me confundió con Miklos de pequeño, lo veía a él en mí. Y sin ver a Miklos, sino viéndome a mí, se imaginaba cómo habría crecido Miklos, con quien solo nos llevábamos tres meses al nacer. Miklos nació un 10 de abril de 1963. Y yo, un 19 de julio. No hubo un año, ni uno solo, en el que Olga, fuera del tiempo en que estuve fanatizado por el Sodalitium, no dejara de llamarme por mi cumpleaños. Bueno. En honor a la verdad, durante los últimos cinco años, aproximadamente, se le dio, a veces, por llamarme un mes antes, convirtiéndose así en la primera en saludarme.  

 

Confieso que no sabía si debía o no escribir estas líneas sobre Olga. Al final decidí hacerlo porque me nacía del forro. Y porque no es casualidad que me llamara por teléfono para que la visitara a pocos días de su muerte, para decirme que ya sentía “el llamado de arriba”, sin que nada grave advirtiera de su inminencia. Por esas cosas que no tienen lógica ni racionalidad, Olga me llamó para despedirse de mí, y tomados de la mano nos quedamos conversando de todo y de nada durante tres largas horas. Hasta quedamos en que volvería el lunes siguiente. Pero claro. Volví antes, cuando Denise, el enfermero venezolano de Istvan, me llamó para darme la trágica noticia, y al segundo me la confirmó Ernestito.


Alguna cualidad redentora tendrá en mi interior, espero, el hecho de garabatear estas líneas y estas cosas. Porque todavía estoy triste y apenado y dolido con su partida de hace un mes. Tengo la sensación de que las palabras no pueden expresar todo lo que se revuelve dentro de uno cuando se producen estas pérdidas. 

 

Hoy día, 9 de abril del 2018, habría cumplido 85 años. Y Miklos, mi sobrino-hermano, habría celebrado 55, mañana. Pero como mi padre, cuando salió de este mundo porque un cáncer se lo llevó (maldita enfermedad familiar), todos ellos se han convertido en seres intemporales, seres intemporales que seguirán viviendo y existiendo entre nosotros, siempre y cuando jamás los olvidemos. 

 

Paradójicamente, hoy están enterrados juntos, o muy cerca, mi viejo, Olga y Miklos, en el Parque del Recuerdo. Y nada. Que sirva este texto para decirles, una vez más, que los extraño y que los quiero mucho. Y que eternamente estarán presentes en mi corazón y en mis pensamientos. Pues estos párrafos lanzados al viento, están dedicados a su memoria. Particularmente a la de Olga, quien nos acaba de dejar.