Perdónenme la jactancia. Pero en más de un post en este espacio predije lo que era impredecible. Que el papa, después de su cargante e insufrible pedantería en Iquique, momentos antes de treparse al avión para venir al Perú, cuando defendió a brazo partido y acaloradamente al controvertido obispo de Osorno, Juan Barros, iba a recular. 


Porque ponerse en el rol de maltratador de las víctimas de Karadima, a quienes llamó mentirosos, y burlarse de los feligreses de la comunidad de Osorno, a quienes llamó tontos, fue demasiado. Fue la gota que colmó el vaso de la indignación ciudadana chilena.

 

En dicha visita a Chile, donde empezó muy bien, pidiendo perdón por los abusos sexuales contra menores perpetrados por sus clérigos, perdió la credibilidad. Porque luego de hacer ese efectista gesto doliente para la platea, se fue a celebrar misa al Parque O’Higgins, y ahí, de la nada, como conejos que saltan de la chistera, aparecieron todos los obispos de Fernando Karadima, el pederasta más famoso de Chile. Ahí estaban Juan Barros, Andrés Arteaga, Tomislav Koljatic y Horacio Valenzuela. Pero claro. El más mediático y conocido es Juan Barros, quien es rechazado, desde el 2015, por la comunidad católica laica de Osorno, una población ubicada al sur de nuestro vecino país.

 

Algunos apologistas católicos interpretaron el fastidio hacia el papa y las críticas que recibió en Chile como una suerte de cruzada anticlerical. Y por estos lares, ya saben, algunos congresistas del fujimorismo hasta se pusieron a concebir modificaciones al código penal para sancionar con cárcel la blasfemia y la herejía, con el supuesto propósito de evitar en un futuro la quema de templos, tomando al rábano por las hojas. Jamás se dieron el trabajo de ponerse a pensar que los creyentes se molestan cuando la institución que encarna la autoridad de la religión que profesan, les toma por idiotas. Y no sanciona a sus pederastas ni a los encubridores de estos depredadores sexuales.   

 

Eso es lo que pasó en Chile. Porque a ver. Karadima será el pederasta más conocido, pero no es el único que ha sido documentado e investigado y escrutado por los medios de comunicación. Existen innumerables casos que han reventado luego de conocerse el Caso Karadima. Ahí están el Caso Precht. O el Caso de los Hermanos Maristas. Entre muchos otros. Y así las cosas, Chile, de haber sido uno de los países más católicos y conservadores de la región, con la revelación de esta cadena incesante de impunidad, reventó. Y los chilenos dijeron hasta aquí nomás. Y actualmente, mucha gente se ha distanciado de la iglesia católica. O simplemente no quieren saber nada de sus curas y de sus autoridades. 

 

¿Por qué? Porque le han perdido el respeto a una institución que no solo encubre pederastas, sino que cuando supuestamente los “sanciona”, los castigos son temporales (como el Caso Precht) o recluyen a los depravados en “casas de retiro” o en asilos de ancianos, “confinándolos a vidas de oración y penitencia”, en lugar de expulsarlos de la iglesia católica, excomulgarlos, y entregarlos a las autoridades civiles. Como dicta el sentido común, digamos.

 

En esta oportunidad, para intentar recuperar la confianza perdida de muchísimos católicos chilenos, el papa está ensayando medidas un tanto más firmes. O dramáticas. Por lo menos en apariencia, no nos engañemos. 


En esta oportunidad, designó a dos enviados especiales, Charles Scicluna, arzobispo de Malta, y al padre Jordi Bertomeu Farnós, oficial de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Ambos hablaron con sesenta y cuatro personas y redactaron un informe de 2,300 páginas, en el que consignaron no solo abusos sexuales cometidos por curas chilenos, sino “graves abusos de conciencia y de poder”.

 

“Todos los testimonios recogidos en ellas hablan en modo descarnado, sin aditivos ni edulcorantes, de muchas vidas crucificadas, y les confieso que ello me causa dolor y vergüenza”, escribe Francisco en su carta de tres páginas, que se caracterizan por tener un tono bastante personal. El corresponsal de La Stampa, Andrés Beltramo define la epístola de Bergoglio como “franca” y “descarnada”, “como pocas veces se ha leído con la firma de un Papa”, “no se trata de una misiva como cualquier otra”. Y así. En opinión de Beltramo, se trata del “más sentido y descarnado ‘mea culpa’ de su pontificado”.

 

En ella menciona que adoptará medidas que “a corto, medio y largo plazo deberán ser adoptadas para restablecer la comunión eclesial en Chile, con el objetivo de reparar en lo posible el escándalo y restablecer la justicia”.

 

Lo que más ha impactado es cuando reconoce abiertamente su error. “He incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción de la situación, especialmente por falta de información veraz y equilibrada. Ya desde ahora pido perdón a todos aquellos a los que ofendí y espero poder hacerlo personalmente, en las próximas semanas (…) Ahora más que nunca no podemos volver a caer en la tentación de la verborrea”, dijo.

 

Al poco de conocerse la carta dirigida a los obispos chilenos, James Hamilton, Juan Carlos Cruz y José Andrés Murillo, los principales denunciantes del sacerdote efebófilo Fernando Karadima, emitieron un comunicado en el que comentaban que, efectivamente, habían sido contactados por el Vaticano para invitarlos a una reunión con el papa. “Reconocemos el gesto del Papa y estamos evaluando las posibilidades para asistir”, anotaron los tres valientes chilenos que vienen librando una batalla sin descanso desde hace años, denunciando el daño perpetrado por la jerarquía de la iglesia chilena, la cual ha afectado a demasiadas personas.

 

“El sentido de todas nuestras acciones siempre ha apuntado al reconocimiento, el perdón y la reparación por lo que se ha sufrido, y así seguirá siendo, hasta que la tolerancia cero frente al abuso y el encubrimiento en la Iglesia, se haga realidad”, concluyen Hamilton, Cruz y Murillo.

 

Por su parte, el grupo de víctimas de los Hermanos Maristas, encabezado por Jaime Concha Meneses, emitió también otro pronunciamiento. Este es más furibundo que el anterior y suena a que el papa puede meterse su carta donde le quepa. “En tanto Francisco hable de errores, pecados y omisiones y no refiera a los hechos como delitos (…) nos mantenemos lejos de la justicia”, enfatizan los sobrevivientes de los Hermanos Maristas.

 

“Es momento de recordar que el Vaticano sigue en falta respecto de las recomendaciones urgentes que Naciones Unidas le entregó sobre el accionar de su sistema judicial”, añaden. Y rematan de la siguiente manera: “El paso del tiempo siempre favorece a los delincuentes y daña a víctimas y sobrevivientes. Si la voluntad de hacer justicia es real, esperamos que las palabras de hoy se conviertan en medidas concretas, más allá de la creación de comisiones, la convocatoria a reuniones y otras instancias que, en la práctica, permiten que los abusadores y sus encubridores sigan trabajando dentro de la Iglesia, ejerciendo sus labores, ministerios; en definitiva, validando su impunidad día a día”.

 

Finalmente, la Comunidad de Laicos y Laicas de Osorno, liderada por el joven y combativo católico Juan Carlos Claret, afirmaron en una declaración pública: “Apreciamos el cambio de mirada que el Papa está mostrando en su misiva, valoramos su petición y la aceptamos”.

 

Por su parte, Santiago Silva, presidente de la Conferencia Episcopal Chilena, ha expresado: “Es evidente que no hemos hecho lo suficiente. Es evidente que hay muchas cosas por hacer. Y nuestro compromiso es que esto no vuelva a ocurrir”. Y claro. En el actual contexto, las declaraciones de monseñor Silva suenan exactamente a “la tentación de la verborrea”, aludida por el sumo pontífice en su carta. Y, honestamente, manifestaciones como las de Silva no creo que aplaquen la indignación de esta herida abierta. Y es que sigue siendo infame que abusen de tus hijos quienes supuestamente están para orientarlos espiritualmente y ayudarlos a ser mejores personas, aprovechándose de la asimetría de poder que se suscita entre los líderes religiosos y sus subordinados. Y cuando ello ocurre, luego no pasa nada. Y peor todavía. Se silencia todo. 

 

Es decir, mientras que no se adopten decisiones radicales y convincentes, el problema pervivirá en la organización católica. Y es que, oigan. En el caso chileno, la cosa no se resuelve únicamente removiendo a Barros, quien a estas alturas ya debe estar pensando en una renuncia negociada. En el caso chileno, la cosa pasa por meterle una patada en el culo a Barros. Pero no solo a él. Sino también a los otros encubridores: Arteaga, Valenzuela y Koljatic. Además de sancionar al cardenal emérito Francisco Javier Errázuriz, por apañador. Y a todos quienes hayan sido sostenedores, de una u otra forma, de este despropósito. Y que no me vengan con más confinamientos para llevar “vidas de retiro y de oración”, digo. Que no me jodan. 

 

Como ha dicho Juan Carlos Cruz en una entrevista con CNN: “Para que el perdón sea real, tienen que darse sanciones efectivas”. Es decir, si el papa Francisco quiere ser coherente, pues entonces el remedio tiene que ser un sismo de siete grados en la escala de Richter. Pues para que el perdón sea reparador y reconciliador, se tiene que castigar drásticamente a los depredadores, sí, pero también a los encubridores y encovadores de estos monstruos ensotanados. 


Porque, de lo contrario, prevalecerá el escepticismo o la certeza de que la iglesia es el mayor empleador de pederastas, como le escuché decir al británico Peter Saunders cuando vino a Lima. O como desliza con legítimas dudas Juan Carlos Claret, el activista católico de Osorno: “Queremos creer, pero la historia demuestra que desde la autoridad papal hemos recibido más golpes que beneficios”.