“Espectacular”. Así calificó el sociólogo peruano Hugo Neira a la visita del papa Francisco a Chile. Curiosamente, Neira estuvo en Santiago durante el encuentro de los chilenos con el máximo pontífice de la iglesia católica. Como el mulero firmante, quien también hizo acto de presencia para observar el paso del líder de los católicos por las tierras sureñas. Y bueno. Quedó claro que Neira necesita con urgencia lentes para la miopía, pues el resultado, si no se enteraron, fue un desastre monumental y sin paliativos, desde todo punto de vista. Por suerte, el papa, a diferencia de Neira, se dio cuenta de la catástrofe. Y ahora parece querer enmendar sus errores.

 

En lo que a mí me toca, y no por dármela de Nostradamus, lo dejé por escrito en un post de La Mula. “Tengo el pálpito de que algo va a pasar”, dije. Y fíjense. No solo pasó algo. Ocurrió un milagro.

 

Francisco, quien será bastante demagogo y naif para muchas cosas, pero no tiene un pelo de tonto, se dio cuenta de que en Chile metió la pata hasta los corvejones con su defensa irracional y absurda al obispo encubridor de Karadima, Juan Barros. Ergo, envió a Chile a uno de los investigadores más experimentados del Vaticano, quien a pesar de sufrir la extirpación de la vesícula en Santiago, continuó con el proceso de entrevistas a víctimas de abusos por parte de miembros de la iglesia católica. Conversó con 64 en total.

 

“Al mirar hacia atrás fue contundente la respuesta del pueblo chileno al papa, la demostración de independencia más potente de una nación en el siglo XXI (…) Chile no es un pueblo dormido”, escribió Jimmy Hamilton, una de las víctimas del cura pederasta Fernando Karadima, quien junto a Juan Carlos Cruz y José Andrés Murillo vienen dando batalla desde hace una década sin desmayar, con una tenacidad y un coraje épicos.

 

El primer remezón sobre lo que ha sucedido en Chile se produjo en el año 2003. Ese año la justicia chilena condenaba por primera vez a un religioso católico por nueve delitos de abusos sexuales contra menores. Me refiero al caso del clérigo José Andrés Aguirre, más conocido como el “curaTato”. Luego se destapó el caso del obispo Francisco José Cox, quien fue recluido en un monasterio sin llegar a tribunales. Y así, poco a poco, los señalamientos contra religiosos fueron acumulándose.

 

Hasta que reventó el Caso Karadima. Pero la sangría de depredadores sexuales no se detuvo con Karadima, adivinarán. Porque jamás se sancionó efectivamente ni a los encubridores ni a los nuevos abusadores. Como el obispo de Osorno, Juan Barros, y los otros tres opispos de Karadima (Arteaga, Valenzuela y Koljatic). Como el sacerdote Cristián Precht, quien era una suerte de Gastón Garatea chileno en cuanto a buena reputación, con varios premios por defender los derechos humanos, y cosas así, pero que, a diferencia de Garatea, resultó siendo un sabandija más de esos que abusaban de menores). Como el caso de los Hermanos Maristas. Como el caso del capuchino Sergio Uribe Gutiérrez. Como el caso del jesuita Jaime Guzmán Astaburuaga. Y así.

 

Como verán. Es con el Caso Karadima que la opinión pública chilena despierta y se topa con una cruda realidad que ignoraban. Y la prensa, usualmente conservadora, y de ignorar estos temas, de súbito le prestó interés y atención, y ocurrió lo obvio. Los casos comenzaron a aparecer uno detrás de otro, como muñecas rusas.

 

Así las cosas, la sociedad chilena, tradicionalmente católica hasta el tuétano, decidió rebelarse y protestar y ver a sus autoridades eclesiásticas con cierta distancia. El papa lo sintió en carne propia en su visita. Sintió la calidez de la fe chilena cuando empezó con pie derecho en el Palacio de la Moneda haciendo un mea culpa por los crímenes sexuales perpetrados por sus sacerdotes. Pero también sintió el espíritu de la repulsa y del abucheo cuando los chilenos se sintieron tratados como idiotas, pues luego del discurso de La Moneda apareció concelebrando con todos los obispos encubridores de Karadima.

 

Luego del prolijo trabajo de Charles Scicluna y el reverendo Jordi Bertomeu Farnós, oficial de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el papa pidió perdón una vez más en el mes de abril. La visita a Chile fue en enero del 2018. 


“He incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción”. Y pidió perdón a Cruz, Hamilton y Murillo, sin mencionarlos, luego de que los llamó mentirosos. Y escribió un largo texto, reflexionando sobre el particular.

 

Probablemente, se trate del escrito más personal y sincero de Francisco en sus cinco años de pontificado. Reconoce los “graves abusos de conciencia y de poder”, y en particular “los abusos sexuales cometidos por diversos consagrados de vuestro país contra menores de edad, aquellos a los que se les negó a destiempo e incluso les robaron la inocencia”. “Ahora más que nunca –remató- no podemos volver a caer en la tentación de la verborrea”.

 

Acto seguido, invitó a Roma a las principales víctimas de Karadima, quienes en un breve comunicado conjunto, expresaron: “Hemos sido contactados por el Vaticano para invitarnos a una reunión con él (Francisco) en las próximas semanas (…) Reconocemos el gesto del Papa y estamos evaluando las posibilidades para asistir. El daño cometido por la jerarquía de la Iglesia chilena (…) ha afectado a muchas personas, no solo a nosotros. El sentido de todas nuestras acciones siempre ha apuntado al reconocimiento, el perdón y la reparación por lo que se ha sufrido, y así seguirá siendo, hasta que la tolerancia cero frente al abuso y el encubrimiento en la Iglesia, se haga realidad”. Firman el texto James Hamilton, Juan Carlos Cruz y José Andrés Murillo, con fecha 11 de abril del 2018.

 

Al poco, Murillo entrevistado por The Clinic, y en sintonía con sus corajudos compañeros Cruz y Hamilton, dijo: “Lo que no queremos es que esto sea una operación de relaciones públicas. No queremos que sea un lavado de imagen (…) Queremos que sea una reunión para trabajar y hablar sobre el abuso sexual a nivel global”.

 

Bergoglio se reunió finalmente con cada uno de ellos por separado, en Roma. Las conversaciones duraron casi tres horas. Los tres salieron satisfechos. Hamilton, el más escéptico de los tres, comentó: “Me dejó muy conmovido que el Papa dijera que este es un camino sin vuelta atrás. Yo eso lo entiendo como una renovación, una reforma”. Por su parte, Juan Carlos Cruz le dijo a El Comercio de Perú: “El Pontífice ha tomado una actitud tremendamente comprometida. Sería muy triste que no pasara nada”.

 

Posteriormente a la reunión con el trío rebelde y resiliente, que ha sido el gatillo del cambio, el papa Bergoglio convocó a todos los obispos de Chile a una reunión en Roma de varios días. Hasta la meca católica llegaron 34 obispos, 31 en ejercicio y tres eméritos, entre ellos el cardenal Francisco Javier Errázuriz, antiguo arzobispo de Santiago. “Nuestra actitud es de dolor y vergüenza”, fue lo primero que dijo el secretario de la Conferencia Episcopal, Fernando Ramos. Todo un clásico, digamos. 

 

Sin tener claridad sobre la dinámica a seguir, los obispos sabían que el tema de fondo era evaluar el informe de más de dos mil páginas elaborado por Scicluna y el español Jordi Bertomeu. “Espero que renuncien todos y se empiece a reconstruir la Iglesia de Chile con pastores de verdad”, exclamó JuanCarlos Cruz preguntado sobre lo que esperaba de esta convocatoria. Y expresó estar satisfecho con la gestión del Papa y del trabajo realizado por monseñor Scicluna y Bertomeu.

 

Acto seguido, se filtraron las conclusiones del papa sobre el encuentro, el cual es una suerte de diagnóstico sobre la peor crisis de la iglesia católica en Chile, alimentado por el trabajo realizado por la “Misión especial” (en alusión a Scicluna y Bertomeu).  Y en este diagnóstico no puedo dejar de destacar una aproximación que hace Francisco y le calza no solo a pederastas del calibre de Karadima y encubridores como Barros o el mismísimo cardenal Errázuriz, pues se hace extensivo también al peruano Luis Fernando Figari, sus apañadores y al propio cardenal Juan Luis Cipriani.

 

Me refiero a la parte en la que alude a quienes llegan a creerse la voz auténtica de la interpretación divina, apelando a una “psicología de élite”. “La psicología de élite o elitista termina generando dinámicas de división, separación, ‘círculos cerrados’ que desembocan en espiritualidades narcisistas y autoritarias en las que, en lugar de evangelizar, lo importante es sentirse especial, diferente de los demás”. ¿No le cae esto como un guante al Sodalicio y a personajes como Cipriani o como a los arzobispos Eguren y Del Río?

 

Pero la parte que me gustó más es aquella en la que, por fin, el papa pareciera avizorar que hay algo estructural que resolver. “Los problemas que hoy se viven dentro de la comunidad eclesial no se solucionan abordando los casos concretos y reduciéndolos a remoción de personas; esto –y lo digo claramente- hay que hacerlo, pero no es suficiente, hay que ir más allá (…) Las dolorosas situaciones acontecidas son indicadores de que algo en el cuerpo eclesial está mal”, dice.

 

Y sugiere, en más de un momento, en las acotaciones que hace a pie de página, que son las situaciones de abuso de poder, de asimetría, de culturas autoritarias, las que conducen a las situaciones más nefastas, aquellas que terminan con víctimas sexuales. No solo ello. Menciona igualmente esa conducta tan católica, tan enraizada, tan instalada como un chip, que pretende salvar la imagen institucional antes que atender a la víctima. “Cuidémonos de la tentación de querer salvarnos a nosotros mismos, salvar nuestra reputación, salvar el pellejo”.

 

Como sea. Es una buena noticia la que estamos comentando. Pues es la primera vez en estos cinco años de papado del argentino Jorge Mario Bergoglio en la que, más allá de la retórica y las frases efectistas y los pedidos de perdón y exclamaciones de dolor y de vergüenza, que, por fin, pone el foco donde debe ponerlo.

 

¿Qué vendrá después de esto? Presumo que ni el papa lo sabe. Estoy seguro de que Juan Carlos Cruz (quien le habló en privado sobre el Caso Sodalicio en el Perú), James Hamilton y José Andrés Murillo le han ofrecido buenos consejos. Y bastante prácticos, algunos de ellos. Pero dependerá de Francisco enfrentar, como no lo ha hecho ningún papa en el pasado, el mayor cáncer que ataca a la iglesia católica. Alas y buen viento.