Hay seres extraordinarios que, en momentos determinados, te iluminan. Eso me pasó a mí con Chachi Sanseviero, hace muchos años, y desde entonces la adoré. Ocurrió a inicios del año dos mil, cuando tenía en mis manos el borrador de mi primera novelita, Mateo Diez, aquella en que relato en clave de ficción mi tránsito por el Sodalitium.

 

A fin de cuentas, un amigo, un periodista, un escritor, me podía dar opiniones sobre el texto, pero yo quería el juicio descarnado de una librera como Chachi, a quien conocía bien porque era un asiduo visitante de su librería El Virrey, cuando estaba ubicada en la calle Miguel Dasso, en San Isidro.

 

No sé cuándo ni cómo ni sobre qué comenzamos a conversar cuando nos conocimos. Sí recuerdo que fue sobre algo político. En esos tiempos, a inicios de los noventas, el mulero firmante conducía programas de radio y televisión, y usaba tirantes, y Chachi me honraba escuchando y viendo esos espacios politiqueros. En Antena Uno Radio, en realidad, Chachi oía a César Lévano, y a mí, no les voy a engañar, me aguaitaba de refilón. Porque Chachi era comunista, como Lévano, y yo, pobre de mí, apenas un liberal. En lo político y en lo económico. O al revés. Y lo digo así, pues cada vez que estaba en la librería y había tema de discusión –y ojo, con Chachi siempre había tema de discusión- me llovía de todo. “Que ustedes los liberales, esto, y que ustedes los liberales, lo otro”. Y en ese plan. Así, en plural. Como si este escriba representase algún gremio de liberales peruanos. O algo por el estilo.

 

Chachi, más pequeña que un jockey, y fumarola como pocas personas he conocido, le entraba al trapo con su voz rasposa, echando las cenizas en unos tubos de metal, rellenos de arena, y que la diminuta propietaria de El Virrey había distribuido en algunos pasadizos clave, por donde ella solía transitar. Todavía recuerdo con nostalgia esas largas e intensas discusiones que no conducían a ninguna parte.

 

No vendría a cuento explicar aquí los tópicos de las broncas verbales e ideológicas, porque apenas las recuerdo, pero sí quería acusar recibo de que, aun cuando estábamos en las antípodas de los “ismos”, batallar con Chachi era siempre un agrado. Porque las controversias terminaban siempre con besos y abrazos y frases de cargado afecto. Y bromas. Porque Chachi era así. Intensa como la flama de un lanzallamas, terca como nadie, pero era un océano de cariño a la hora de las despedidas.

 

Y ahora se ha ido. Esta librera de ideas firmes y de carácter encendido ya no está más con nosotros. Y no la volveremos a ver, dejando un enorme vacío en nuestros corazones y en el local de El Virrey, que ahora se encuentra en Miraflores. La extrañaremos quienes la conocimos y la quisimos incondicionalmente.

 

Escribo este post con la pena a cuestas porque la noticia me cayó como un madero en la frente. Con Chachi, les decía al principio, aprendí el valor de publicar. Y ese agradecimiento lo llevaré siempre conmigo, eternamente. Pues no solo me animó a lanzarme a la piscina, sino que me contactó con el editor Jaime Campodónico, y me orientó en todo lo que le iba consultando, mientras el nerviosismo me devoraba. 


Porque así también era mi amiga Chachi. Generosa. Pródiga. Hospitalaria. Bienhechora. Magnánima. De gran corazón. Y con los años, siempre me hizo sentir en El Virrey como en mi casa. De hecho, algunos libros recientes los presenté ahí, y algunas tertulias organizamos con el público de la librería, y el apoyo de su hijo Paco. No sé si estas confidencias, la verdad, le puedan interesar a alguien. Necesitaba hacerlas, sin embargo. Porque la tristeza es así, supongo. Te hace decir cosas.

 

Como sea. Adiós, querida Chachi Sanseviero. Me gustaría convertir estas líneas en un ramo de flores y ofrecértelas, pero están muy lejos de ser un poema o estar cargadas de lirismo. Tienen algo de telegrama dolorido, quizás. O más bien, para ser honestos, han sido escritas luego de recibir una pedrada en el pecho.