Es lógico presumir, como han hecho muchos, que luego del barullo armado con la dimisión masiva de todos los obispos de Chile, lo que viene a continuación es la aceptación de la renuncia de los monseñores Juan Barros (obispo de Osorno), Tomislav Kolkatic (obispo de Linares), Andrés Arteaga (obispo auxiliar de Santiago) y Horacio Valenzuela (obispo de Talca). Todos ellos, obispos del pederasta más célebre y emblemático de Chile, Fernando Karadima.

 

Suponemos que lo mismo ocurrirá con otros “pastores”, cuyas declaraciones favorables a Barros y/o atacando a Juan Carlos Cruz, James Hamilton y Jose Murillo, los colocan en el saco de los que, en lugar de enfrentar el problema de la pederastia clerical, con sus omisiones y enmascaramientos del fenómeno contribuyeron a que esta lacra se perpetuara en el tiempo. O abordaron mal los abusos, con displicencia e indolencia, importándoles un carajo las víctimas. Sin hacerles justicia, ni reparándolas. O a lo sumo pidiendo perdón al aire, sin ponerse en los zapatos de quienes han sido revictimizados, una y otra vez, por un clero mafioso y miserable. “Insuficiente atención pastoral prestada”, dice eufemísticamente un extracto del informe elaborado por los diligentes investigadores vaticanos Charles Scicluna y Jordi Bertomeu.

 

Algo también debería acaecer con los cardenales Ricardo Ezzati y Francisco Errázuriz, digo. Particularmente con este último, quien se jacta de ser muy cercano del papa, al punto que forma parte del denominado “C9”, o grupo de reforma del Vaticano, que coordina, dicho sea de paso, el hondureño Rodríguez Madariaga (otro purpurado que podría escribir un libro con aforismos que relativizan la pederastia clerical), y del que se ha descolgado hace pocos meses, todo hay que decirlo, el cardenal australiano George Pell, pues está siendo procesado en su país por encubrir centenares de casos de abusos sexuales y él mismo es señalado de haber perpetrado un par. Volviendo a Errázuriz, no olvidemos tampoco que es uno de los que, en plena efervescencia del Caso Sodalicio, este príncipe de la iglesia fue a visitar a Luis Fernando Figari a Roma, pues es uno de sus amigos cercanos.

 

En síntesis. ¿Qué va a pasar en la iglesia luego de lo sucedido en el Vaticano con los 34 obispos chilenos? Lo que ha pasado no ha sido un gesto más para las tribunas, nos quedó claro hasta a los más escépticos. Ya no se trata de formalistas y fariseas solicitudes de perdón, como las que repitieron hasta el hartazgo tanto Benedicto XVI y el propio Francisco, que no eran sino frases huecas e inconsecuentes. En Chile, sin duda, la epónima labor de Cruz, Hamilton y Murillo, logró lo imposible. La pregunta es: ¿Qué viene ahora?

 

“Los problemas que hoy se viven dentro de la comunidad eclesial no se solucionan solamente abordando los casos concretos y reduciéndolos a remoción de personas; esto –y lo digo claramente- hay que hacerlo, pero no es suficiente, hay que ir más allá (…) Las dolorosas situaciones acontecidas son indicadores de que algo en el cuerpo eclesial está mal”, ha dicho el papa. Y déjenme subrayar que es la primera vez que se intuye en un pontífice católico el interés de ahondar en la raíz del problema. Casi, casi hasta pareciera comprender de que este no es un asunto de unas cuantas manzanas podridas, sino de carácter estructural y sistémico. Y de que la salida institucional de blindar a la organización católica antes de atender a las víctimas, ya no va más como receta. Que eso de hacerse los cojudos con las denuncias y darles un trámite burocrático y engañoso, tampoco resulta. Porque la gente no es idiota.Y ya está harta. Como en Chile.

 

¿Qué hará, por ejemplo, Francisco en el Caso Sodalicio del Perú? ¿El comisario Noel Londoño se habrá percatado de que, luego de lo presenciado por el mundo, sus recientes declaraciones permisivas y condescendientes, en ánimo de dejar todo como estaba en el Sodalitium, sin identificar a los cómplices de Figari, ya no son congruentes con el nuevo espíritu que trata de insuflar el guía espiritual de los católicos?

 

Después de lo que hemos visto, cualquier señal cosmética no será bien recibida. Lo que sorprende es que, acá en el Perú, la Conferencia Episcopal, en lugar de asumir un rol proactivo, no ha dicho nada. Absolutamente nada. El cardenal Cipriani tampoco ha dicho nada, pero claro, en su caso, es hasta previsible. Pero el nuevo, Barreto, habla de todo, menos de lo medular. Del cáncer que ataca a la iglesia, y que tiene que ver con perversiones, abusos, manipulaciones de conciencia, y encubrimientos, y que ya no pueden ser disimulados con metáforas manidas, porque Bergoglio ya se dio cuenta, y tiene como desafío recuperar la confianza rota.


TOMADO DE LA REPÚBLICA, 27/5/18