Si yo fuera el nuncio apostólico o un miembro de la Conferencia Episcopal peruana o un obispo o cardenal o alguna autoridad vaticana decente, que las hay, iría a ver “San Bartolo”, la obra que ha montado el Teatro La Plaza en Larcomar. Es más. Le diría al Comisario Apostólico, el colombiano Noel Londoño, nombrado por el papa para revisar el Caso Sodalicio, que se venga a Lima al toque, sin perder tiempo, que saque una entrada en Teleticket en una buena ubicación, y que la vea sin ningún prejuicio y con la mente abierta. 


Y si no quieren pagar los susodichos por roñosos, o por lo que sea, que le pidan una invitación a la generosa Chela de Ferrari, quien, estoy seguro, se las regalaría con el mayor gusto. Y si les da roche ir ensotanados, pues que vayan de paisanos, con boinas y chalinas discretas, que desdibujen sus rostros, aprovechando el frío limeño, ocultándose en el anonimato.   

 

Porque es algo que tienen que mirar y observar y presenciar y experimentar. Luciendo sus brillantes alzacuellos o vistiendo bluyines y casacas de cuero. Da igual. Es mi pequeña opinión, claro. Creo que la cleresía peruana no se la puede perder. Es un espejo que tienen que confrontar. No hacerlo sería una irresponsabilidad. Pues la obra está tan bien hecha que, en noventa minutos, puede transformar nuestra percepción. Y ayudarnos a vislumbrar y examinar aquello de lo que no se está hablando. Y enrostrarnos en la cara una realidad que no queremos enfrentar. Pero que está ahí. Y sigue ahí. Todavía sin resolverse.

 

“San Bartolo” es un montaje construido con insumos periodísticos y la única materia prima que hace potente cualquier obra: el testimonio personal. En muchas piezas teatrales, ya saben, el testimonio se disimula tras complejas construcciones. En “San Bartolo”, no. En “San Bartolo” la desnudez es total. Es cruda. Es impúdica.

 

Los directores Alejandro Clavier y Claudia Tangoa han logrado explicar en poco tiempo y sin aburrir un ápice el proceso de captación de jóvenes de clase media y alta en organizaciones católicas que instalan culturas de poder y de abuso que terminan convirtiendo a sus militantes en dóciles ventrílocuos de sus líderes. Y ello ocurre bajo la pátina protectora de la iglesia católica como institución. Porque a ver. El Sodalicio de Vida Cristiana, el movimiento en cuestión y en torno al cual gira la historia que se narra en el Teatro La Plaza de Larcomar, es una sociedad formal y oficial que depende del Vaticano.

 

Pero claro. Ya adivinarán. Por temor y por cálculo, la iglesia suele callar en lugar de vociferar cuando abusan sexualmente de menores. Es así. Se trata de una política institucionalizada desde los tiempos de JuanPablo II y que se mantiene hasta la fecha, pese a las recientes acciones efectivas que ha emprendido Francisco en Chile, y que vienen encontrando resistencia pertinaz entre altos miembros de la curia. Y la iglesia al callarse, y al mantenerse indolente, sin mover un puto dedo, se convierte en responsable de la barbarie que perpetran sus clérigos y sus religiosos. Así las cosas, con esa maquiavélica capacidad para adaptarse, y decir solo lo que la gente quiere escuchar sin hacer nada al respecto para cambiar las cosas, es que la iglesia se hizo longeva y poderosa. Esa ha sido siempre su fórmula milenaria. Navegar con vela de cojudos. Y en lo posible, cerca del poder político. O siendo un poder fáctico. 

 

No obstante, en estos tiempos que, por suerte, ya no son iguales a los del pontífice polaco, o a los que le tocó vivir a Ratzinger, en los que es más difícil ocultar terroríficos secretos por tiempos demasiado largos, el silencio cómplice está teniendo resultados adversos para instituciones como el catolicismo. Una vez más, veamos lo que ha pasado en Chile. Por mirar a otro lado, y no ponerse en los zapatos de las víctimas sexuales de los curas chilenos, la credibilidad de la iglesia se ha ido al diablo. Y de ser Chile uno de los países más católicos y conservadores de la región, hoy está entre los más alejados de la iglesia institucional.

 

Como escribió Mario Vargas Llosa: “Ningún país, cultura, o grupo humano está inmunizado contra el peligro de convertirse, en un momento dado, por obra del fanatismo –religioso, político o racial-, en una herramienta del horror”. Pues eso fue exactamente lo que pasó con el Sodalicio a vista y paciencia de las propias autoridades de este organismo eclesial, y luego, con las denuncias, la respuesta institucional de la iglesia peruana y de la iglesia vaticana fue la misma: indolencia absoluta. Indiferencia enervante y cruel. 

 

Y no me digan que no ha sido así, porque ahí están las respuestas inanes y solamente declarativas de Juan Luis Cipriani, de Salvador Piñeiro, del presidente del Tribunal Eclesiástico, de los responsables del dicasterio del cual depende el Sodalicio, de los emisarios apostólicos, del nuncio, del nuevo cardenal Barreto, del comisario colombiano, y hasta del mismísimo papa. ¿Alguno de estos señores, en estos siete años de escándalos incesantes que señalan al Sodalicio de crímenes y delitos tipificados en el Código Penal, se ha reunido con las víctimas de esta institución? ¡Ninguno lo ha hecho! NIN-GU-NO

 

¿Por qué? Porque las víctimas les importan un carajo. Por eso. Porque más les preocupa su reputación, su imagen. Por eso. Porque no quieren perder fieles y dinero con el escándalo, o al revés. Por eso. 


Por eso es que permiten entre su rebaño este tipo de asociaciones al estilo de los Legionarios de Cristo, que les dan vocaciones y millones de dólares y poder e influencia a pastos. Y en el camino se van larvando organizaciones de características sectarias, en las que se instalan comunidades donde la vida es extremadamente estricta, con poco sueño e intensos ejercicios físicos, con órdenes absurdas y pruebas de resistencia para domeñar las voluntades, donde se formatean cerebros y se lavan cabezas disponiendo a sus miembros a ser incluso capaces de dar la vida por su líder. En plan James Jones. O David Koresh. O Charles Manson. O Adolph Hitler. O Abimael Guzmán. O Luis Fernando Figari. O el jefe sectario que ustedes prefieran. En esencia, todos ellos hacen que fe y miedo sean inseparables. 


Y puestos en ello, sondearán y testearán a los más vulnerables para aprovecharse sexualmente. Ese es el peligro del fanatismo en movimientos que, bajo el ropaje de la religión y de la fe, captan a menores desde el colegio para suplantar a sus verdaderas familias y amigos. Y en ese tránsito, les arrebatan su libertad, su pensamiento crítico, y los someten a dogmas tóxicos y nocivos que terminan distorsionando su visión del mundo real, sumiéndolos en la peor oscuridad intelectual.

 

Pero volviendo a “San Bartolo”, aunque el párrafo anterior, si me apuran, sigue el hilo de la trama que se atisba durante el primer acto, hay que verla. Y sobre todo, insisto, aunque sé que no me van a hacer ni remoto caso, deberían acudir a verla las autoridades de la iglesia católica. 


La verdad que sonsaca y se remueve en la obra es imprescindible que la vea cualquier ciudadano peruano, es cierto. Todos deberían verla. Pero quienes tienen la opción de cambiar las cosas desde adentro son los dirigentes de la institución católica. Ellos, vuelvo a machacar, deberían exhortar al Comisario Apostólico Noel Londoño, quien ya adelantó opinión sobre el Caso Sodalicio y ya absolvió a los cómplices de Figari. 


Si Londoño viniese a Lima a echar la vista encima de “San Bartolo” y fuese una persona honorable y de mente lúcida, estoy seguro que cambiaría de opinión en el acto. Y, lo más importante, disolvería la fundación de Figari. Porque eso es lo que se preguntan muchos al salir del Teatro La Plaza, luego de ver “San Bartolo”. ¿Por qué el papa permite que el Sodalicio siga existiendo?