Es como si hubiese una competencia interna entre ellos para ver quién es el más facho, el más carca, el más ultra. Como si hubiesen apostado un chifa por ver quién es capaz de presentar el proyecto más idiota. O algo así. Me refiero al fujimorismo, obviamente, y a su proyecto fascista y esperpéntico que aspira a no financiar películas peruanas en plan La boca del lobo, o La teta asustada, o Magallanes, o La última tarde, o La hora final, o NN, o La casa rosada, o Caiga quien caiga.
Acabo de leer el bodrio de catorce páginas firmadas por más de una decena de fujimoristas, en las que el artículo 9 sobre los “concursos para el desarrollo de la cinematografía y el audiovisual” indica que “los proyectos seleccionados (para ser financiados en parte por el Estado) no podrán incurrir en apología del terrorismo”, sin especificar a qué se refiere, claro. Acto seguido, “precisa” (es un decir) que estos no deben enaltecer “ninguna forma de abuso, violencia física y/o psicológica u opresión al ser humano”. Esto último léase como torturas infringidas por militares contra civiles inocentes en los tiempos de la guerra interna. Y fíjense. Incluso me atrevería a aventurar que también estarían proscritos los maltratos infligidos por curas católicos. Porque, como verán, todo puede entrar en ese combo surrealista y prepotente.
Algunas opiniones de especialistas no se han hecho esperar. La Unión de Cineastas Peruanos, por ejemplo, ha advertido que la iniciativa de marras “es un peligro contra la libertad artística en el cine peruano, en el contexto de paranoia ultraconservadora que busca invadir la política peruana y uniformizar la memoria de nuestra historia nacional”. Y repudia “este ensayo de censura”.
Para la promotora cinematográfica Mónica Delgado, la ley fujimorista es un “mamarracho”. En opinión de Rosario García-Montero, directora de Las malas intenciones, “es un intento de censura evidente (…) para ellos (los legisladores naranjas) cualquier cosa es apología del terrorismo”. Desde la óptica del aguzado crítico de cine Ricardo Bedoya, la propuesta es una “clara censura a proyectos cinematográficos”. Y se explaya. En Ideeleradio advirtió que hay una campaña negacionista para olvidar ciertos asuntos que han ocurrido en el país y que afectan la construcción de la memoria. Algo similar ha anotado Rosa María Palacios en la web de este diario. Y el connotado y talentoso cineasta Javier Corcuera, bloguero de La Mula, reaccionó a la idea de la siguiente manera: “Resulta que ahora quieren ‘terruquear’ el cine, no podrán”.
Así las cosas, estamos ante una nueva arremetida del totalitarismo más burdo, disfrazado de partido político, cuya receta para todo es suprimir la libertad y reemplazarla por la mordaza. En este caso, de aprobarse el engendro legal, la tacha se haría efectiva a través de un Estado intervencionista al que le corresponderá, de acuerdo a los policías burocráticos de turno, y en nombre de la cultura cinéfila, qué proyecto cuenta la “verdadera” historia y cuál no. Obviamente, en la historia de ellos, de los keikistas, jamás hubo violaciones a los derechos humanos. Y el Grupo Colina fue una banda de rock. Figúrense.
Y no me digan que exagero, porque créanme que me encantaría que fuese así. Pero no. El proyecto fujimorista es, por donde lo miren, y como todas las iniciativas que presenta esta organización, pura basura autoritaria. A través del cual no se busca premiar y financiar el talento, sino la sumisión. Una vez más, la bancada keikista trata de instituir la censura. Y eso, ya saben, no trae nada bueno.
“La entronización de la censura significa que una sociedad entera abdica a favor de una institución burocrática el derecho de decidir lo que es bueno o malo para su salud”, escribió hace una buena cantidad de años el Nobel Mario Vargas Llosa. Y es así. Cualquier forma de censura debería ser desterrada de la cultura. Las restricciones y prohibiciones no defienden el cine: lo atrofian, lo distorsionan, lo matan.
Ahora bien, como anotó Corcuera en su post mulero, “no hay mejor promoción de una película que un comité de censores”. Porque a ver. Todo veto confiere atractivo, llama la atención, prende la curiosidad. El objeto clandestino o condenado suele tener cierto halo de dignidad. Pregúntenle a Eva, la mujer de Adán, qué tan sabrosa se puso la manzana apenas dios le dijo que no se la comiera.
O pregúntenle al cardenal Juan Luis Cipriani cuando exhortó al público en una homilía a que no viera El Código Da Vinci. ¡La gente corrió a los cines para verla! Las persecuciones inquisitoriales suscitan generalmente el efecto contrario. En fin. Solo queda combatirlos.
Tomado de La República, 24 de junio del 2018