20 de enero de 1987. Esa es la fecha en la que me largué del Sodalicio. Y la recuerdo perfectamente. Aquella mañana, cansado de que Luis Fernando Figari no me diera audiencia ni me devolviera las llamadas telefónicas que le hacía desde San Bartolo a su residencia en La Pinta 130, San Isidro, tomé mis cosas y me fui de la Inmaculada del Rosario, la “casa de formación” en la que vivía junto a otro grupo de sodálites. Previamente, le había anunciado a mi superior, Raúl Masseur, que, con la venia o sin la venia de Figari, ese día me iba. Y me fui.

 

Recuerdo la cara de estupor y de enojo de algunos de los que vivían entonces conmigo. Creo que la etiqueta de “traidor” se me dibujó en la frente en el preciso instante que crucé el umbral de la terraza. Fue un momento incómodo y desconcertante, es verdad. Estaba lleno de dudas. Porque la culpa, esa cosa que el Sodalitium sabe machacar en tu conciencia y en tus pensamientos y en tus sueños y en tu alma, todo el tiempo, todo el puñetero día, pesa más que nunca cuando decides abandonar la organización.

 

Sin embargo, recuerdo también mi solitaria caminata, con maletines llenos de ropa y de libros, y una deslucida mochila roja atada a la espalda, atravesando el pueblo en dirección hacia la carretera. Supongo que parecía un ekeko. Pero eso sí. Un ekeko feliz. Un ekeko liberado. Un ekeko chino de risa. Un ekeko que caminaba con calma aquellas callecitas de aquel pequeño balneario de cosas inadvertidas.

 

Subirme al Ormeño fue otro hito mágico de ese memorable día. Por mi mente cruzaron de súbito miles de ideas y de abstracciones, como un relumbrón de luz. Fue el término formal de una convivencia tortuosa que duró casi siete años en total. Como agrupado mariano, primero. Como aspirante, después. Y como sodálite en comunidad, dos años y pico, siendo uno de los desventurados pioneros que inauguró las comunidades de San Bartolo. Pioneros es un decir, ya adivinarán. Porque en realidad, quienes formamos parte de esos primeros grupos que llegamos ahí hacia finales de 1984 e inicios de 1985, fuimos ratas de laboratorio. Éramos las cobayas de Figari. O algo así.   

 

Es verdad que antes de San Bartolo existía ya un sistema de rigor en las comunidades sodálites. En San Aelred, ubicada en la cuadra 30 de la avenida Brasil, y en El Pilar, la comunidad barranquina, había un poquito de eso. De rigor, como le gusta llamar al cura Jaime Baertl. Pero en las primeras casas de San Bartolo, en Nuestra Señora de Guadalupe y en la Inmaculada del Rosario, el “rigor” le cedió el lugar a las “órdenes absurdas” y a la violencia. A la violencia física y psicológica más vejatoria que se pueda imaginar. Porque en esos lugares se atentaba contra los derechos humanos de quienes creían ingenuamente que se estaban entregando a formarse en la santidad.

 

Y aunque he leído en algunas declaraciones ante la fiscalía que supuestamente estábamos informados de “a lo que íbamos”. Eso nunca fue así. Por lo menos en mi caso no lo fue, déjenme añadir. Y déjenme enfatizar que no recuerdo de ninguna advertencia de estos inescrupulosos, autodenominados “formadores”, diciéndome que, entre otras cosas, iban a violar mi correspondencia o me iban a quemar el brazo con una vela. O cosas por el estilo.

 

También he escuchado el pésimo ejemplo de que San Bartolo solo puede equipararse al trato dado a un grupo de militares de élite, en plan FOES, o SEALs, o Sinchis, o SAS, o qué sé yo, porque el símil, me van a disculpar, no aplica ni calza. Porque era peor. Como un peruanísimo Gulag. O como un Guantánamo del sur chico. O como un Abu Ghraib de las emociones. Ustedes escojan el paralelo, porque me da igual. Y me importa un pepino si alguien dice que exagero. Pues a mí no me habrán abusado sexualmente, pero estos malditos, a punta de manipulaciones y bullying y cargamontones liderados por el propio Figari hicieron que odiara a mi padre durante varios años. Y ese daño irreparable que nos hicieron a ambos, a mi viejo y a mí, no sé si algún día pueda perdonarlo (Primera parte)