Recuerdo la fecha exacta del día en que me largué del Sodalitium porque esa noche se celebraba el cumpleaños de Kalman, en su enorme casa de la cuadra diecisiete de la avenida Benavides. Recuerdo que, al llegar a Lima, en lugar de irme al departamento de mi madre en la cuadra cinco de la avenida 28 de Julio en Miraflores, me fui a casa de mi abuela, en Lince, donde tenía un cuarto amplio solo para mí.

 

Recuerdo que, luego de echar a un costado la mochila roja y las maletas preñadas de libros y de ropa, me puse a revisar una vieja libreta que sobrevivía esquinada en un cajón con los teléfonos escritos de puño y letra de mis viejos amigos de la adolescencia, Sergio y Gustavo Rouillón, Héctor Portocarrero, entre otros, y de quienes me había distanciado porque su cercanía “no me acercaba a dios”. Porque, además, no me ayudaban a “morir a mi hombre viejo”. Y todo eso que te dicen en el Sodalitium para apartarte de la gente que te quiere y te aprecia.

 

Decidí entonces tomar el teléfono gris que había en la sala, de esos que hoy se venden en tiendas de antigüedades, y llamé a mi primo Miklos, quien en realidad no era mi primo sino mi sobrino y tenía mi edad, y era como mi hermano. Fue él quien me hizo notar que ese día era el santo de su viejo, Kalman, quien estaba casado con mi queridísima prima hermana Olga Gallesi Salinas, quien tenía una treintena de añitos más que yo.

 

“Tenemos que celebrar tu salida. Así que vente temprano y acá te recibimos como dios manda”, o algo así dijo entre risas mi primo Miklos, quien, luego de mi abuela, mi madre y mis hermanos, me acogió como si nunca me hubiese ido a ninguna parte. Tenía apenas veintitrés años y me sentía un anciano. Y un marciano, déjenme añadir. Porque en los casi siete años que fui absorbido por ese agujero negro llamado Sodalicio, rompí con mi familia, con mis amigos, con mi enamorada y con todos aquellos que afectivamente suscitaran “apegos” o frenos que podían dificultar mi ingreso a la organización de Luis Fernando Figari. Volver al mundo, les cuento, fue como aterrizar en un planeta ajeno luego de haber sido abducido por extraterrestres. Y no exagero.

 

Dato anecdótico. Dos semanas antes de mi primer retiro, en 1980, en el cual me engancho al Sodalitium, cuando estaba aun en el colegio San Agustín (a fin de año me expulsaron y terminé cuarto y quinto de media en el María Reina), Miklos, quien estudiaba en el Champagnat fue a otro retiro también organizado por el mismo movimiento y con el mismo pretexto de prepararle para la Confirmación. Y Miklos, qué creen, Miklos se enredó por un tiempo. Por un tiempo corto, es verdad. Pero el suficiente como para haber estado ambos en el mismo espacio-tiempo-histórico, yendo a las mismas misas, y tomando chelas para hablar sobre la importancia del conocimiento de sí mismo y el desafío de “cambiar al mundo desde sus cimientos”. Recuerdo que nos sentíamos importantes repitiendo las frases y clichés que nos inculcaban en las reuniones de perseverancia o agrupaciones marianas.

 

Quien se empeñó en tratar de retenerlo como sea fue Jaime Baertl, quien era entonces un imberbe de veintitrés años. Pero Miklos fue más inteligente que yo, y se fue. Años más tarde haría lo mismo el candidato a cura sodálite, Juan Carlos Quiñe, con Sandor, el hermano de Miklos, por quien tenía una extraña fascinación y quería hacer sodálite a toda costa. Viendo las cosas en retrospectiva, Sandor era el sodálite perfecto. Blanco. Rubio. Ojos cristalinos. Pintón. Inteligente. Carismático. Líder. Y con plata. 

 

Pero volviendo al 20 de enero de 1987. Así y todo con mis complejos de culpa por haber dejado el Sodalitium, quería estar con mis primos, con mi familia, y emborracharme hasta perder el control, el sentido y la memoria. Llegué temprano, con la expectativa de ver a gente que no veía en años, y la bienvenida no pudo ser mejor. Nadie me hizo preguntas. Nadie me sacó en cara nada. Nadie cuestionó lo que había hecho. Desde los primeros saludos, y saludes, en los que chasqueábamos los vasos de whisky, y la música ochentera comenzaba a resonar, solo sentí el calor de la hospitalidad familiar y las bromas incesantes y rápidas e inclementes de mis primos, quienes disparaban contra todo lo que se moviera. Extrañaba ese particular sentido del humor, ácido y corrosivo, de mi parentela paterna. Hasta que el glugluglú del líquido dorado hizo lo suyo, y me noqueó.

 

Al día siguiente tuve el desadormecer más lisérgico que recuerde. Estaba esperando que alguien me despertase con el lema “¡mitad monje!” para yo responderle fuerte “¡mitad soldado!”. Evidentemente, eso no ocurrió. La que asomó como al golpe del mediodía, con el sigilo de un kungfutao shaolín, fue mi abuela para ver si me apetecía desayunar o almorzar o tomar un jugo o algo. Y yo, recostado sobre mi almohada, con la cabeza anestesiada todavía por el alcohol, no podía quitar la vista de una imagen de arcilla de Jesús que estaba instalada sobre el ropero de mi abuelo, quien había fallecido varios años atrás, y que mi Mamablanca, como le decía a mi abuela, todavía conservaba.

 

Esa semana y la que vino luego de mi deserción sambartolina, tuve dos reuniones incómodas, concertadas por mí mismo, todo hay que decirlo. La primera, con Jaime Baertl. La segunda, con el mandamás del Sodalitium. La reunión con Baertl fue en su oficina de Lizardo Alzamora, en San Isidro. El propósito de ambas: intentar irme en buenos términos y evitar los epítetos de “traidor” o “innombrable”.

 

Desde que se crearon las comunidades sodálites, antes de mí se habían marchado Miguel Pallete, a quien se le conocía como “Paco” mientras militó en el Sodalitium. Una vez que Miguel decidió irse, se convirtió en el primer “Innombrable”. Su nombre no podía evocarse. Como Voldemort. Más o menos así. Luego de él partió Franco Giuffra. Y más tarde, Enrique “El Gordo” Lanatta. Cosas curiosas de la vida: los tres habían sido coetáneos de la misma promoción del colegio Carmelitas, y los tres se habían ido de la misma comunidad: San Aelred. Yo era el primero en largarse ex post la creación de las “casas de formación” de San Bartolo.

 

La oficina de Baertl se sumió en el silencio cuando nos encontramos cara a cara aquella tarde. El cura se la pasó frunciendo el ceño todo el tiempo que duró el encuentro. Nadie se movía al inicio. Entonces, con una ceja arqueada y un mohín de disgusto, Baertl hizo el primer movimiento y soltó algo así como que no le parecía la forma en que había actuado. Que yo debí abrirme al Espíritu Santo para que su gracia actúe sobre mi intelecto y me ilumine, y que blibliblí y que blablablá. Porque tanto para él como para LuisFernando y para Germán yo tenía vocación sodálite, y al irme estaba traicionando a Dios, a Nuestra Madre la Virgen, a Figari, a mis hermanos en Cristo y María, a la Chichi de la Bernarda. Y al Sodalitium, no faltaba más.

 

La escena, la verdad, cobraba visos ridículos. La conversación consistió en una retahíla de cortos cruces de palabras entre Baertl y yo. Yo, justificándome porque había esperado el tiempo suficiente y no me sentía a gusto viviendo en una comunidad sodálite, y que eso que estaba acuñado en el reglamento de la comunidad que advertía de que “el espíritu de independencia es muerte para la comunidad”, no iba conmigo. Y por último, pero no menos importante, quería tener una enamorada. Y tener sexo con ella. Porque a ver. Eso del celibato era un desafío demasiado jodido para mí. En realidad, para cualquiera, vamos. Pero ese día estábamos hablando de mí. Sobre por qué me fui. Y una de esas razones era porque extrañaba tener sexo. Finalmente, me despedí de Baertl y no fue un adiós feliz.

 

Me dio pena no llegar a un hasta luego o hasta otro día con el clérigo sodálite, les voy a confesar. Creía entonces que tenía una buena relación amical con el cura, aunque décadas después me vine a enterar por sus declaraciones ante la fiscalía de que no era así. De que apenas me conocía. Y que, incluso, nunca fue mi director espiritual. Bueno saberlo, aunque sea un poco tarde.

 

Como sea. La cita que sí me daba nervios enfrentar era la que tenía con Luis Fernando en su casa de La Pinta, a la vuelta de donde estaba Baertl. Cuando llegué, me hizo esperar en la salita de los sillones de cuero, donde me había recibido en oportunidades anteriores, antes de mudarme a los centros de San Bartolo.

 

A los no pocos minutos de aguardar al fundador, este hizo su aparición abriendo la puerta con fuerza y con cara de pocos amigos. Era el claro presagio de que iba a pasar un mal rato. La verdad es que pude obviar el trámite, pero, ilusamente, quise tomar al toro por las astas con la intención de irme por la puerta principal, y no por la de servicio. Simplemente quería que comprendieran que no tenía vocación sodálite. Y menos, para la vida comunitaria. Y que les quedara claro que sentía que había dado todo por el Sodalitium. Y que mi deseo era que me dejaran ir como alguien amigo, y no como un felón, o un pérfido infiel, o un desleal, o un apóstata, o un paria, o qué sé yo.

 

Error. Craso error. En esa época nadie se iba bien. Más todavía. NADIE SE IBA. Pero claro. Igual no quería dejar de jugar esa carta de despedida. Aquella en la que me iba “agradecido” y “sin culpa” porque me había exigido al máximo de mis capacidades y de mis posibilidades y todo el rollo del radicalismo extremo y fanático con el que nos marcaban a sangre y fuego. 


En el fondo, lo que yo quería evitarme a como dé lugar y cueste lo que cueste, era eso: la culpa. Esa culpa que ya me había tenido retenido como seis meses y que parecieron eternos. Sobre todo cuando cumplí con los plazos de “discernimiento” que me pidió Figari, y este, con trampas, trató de prorrogar ad infinitum. ¿Acaso nadie más que yo se daba cuenta de que no tenía ni vocación sodálite ni vocación para la vida comunitaria? 

 

Pero todo fue inútil. Figari se sentó en su mullido sillón. Y hablaba echado hacia atrás, con las manos entrelazadas, sacudiendo lentamente la cabeza. En ese entonces, Figari tendría cuarenta años, era gordo como la mayoría de jerarcas del Sodalitium, y semi calvo. Sus bigotes negros y entrecanos le hacían parecerse a una morsa. Su rostro era redondo y sus ojos estrechos y oscuros se escondían tras unos lentes negros de carey. Su camisa celeste no tenía una sola arruga y sus zapatos brillantes marca Florsheim parecían lustrados por arriba y por abajo.

 

Ya olvidé si ese día fue nublado, fresco, frío o caliente. Lo que sí recuerdo es que la sala, en la que se produjo la larguísima catilinaria de Figari, se convirtió de súbito en un lugar en el que me sentí nuevamente preso. Figari machacó en siete idiomas que, hiciera lo que hiciera en la vida, iba a ser un fracasado, un infeliz, un pobrediablo, un cagado, y que me iba a condenar de todas maneras, pues ya no había salvación para mí, porque yo había nacido para ser sodálite y con mi deserción solo me esperaba la hoguera del Infierno, y en ese plan. Jamás dejó que lo interrumpiera para precisarlo o para defenderme o para recapitular el por qué de mi salida. No quiso escucharme. Punto.

 

¿Cuánto tiempo estuve encerrado en esa habitación escuchando las maldiciones de Figari? Creo que fueron como cuarenta y cinco minutos, porque llegué a ver mi reloj. Su rostro enrojeció más de una vez cuando gritaba, porque gritó en más de una ocasión. Y el sofá recibió más de un golpe de su regordete puño, pues por instantes se ponía como violento. Pero, la verdad, era una violencia que no llegaba a asustar porque parecía ensayada, parte de un número escénico desplegado desde su butaca de cuero.

 

Así las cosas, y a paso lento, finalizó el monólogo u homilía de Figari contra mí. Llamó en voz alta a Juan Carlos Len, quien era el único sodálite con quien vivía en la casa de San Isidro, elevando la vista hacia las escaleras. Algo gutural salió de su garganta, como un gruñido seco, a manera de despedida. “Adiós, Luis Fernando”, le respondí y nunca más lo volví a ver en mi vida. En persona, claro está.

 

Luego de esa doble visita que hice al abandonar el Sodalitium, la institución, que es especialista en la creación de leyendas urbanas, las cuales su gente se traga en una sin rechistar, deslizaron que este servidor, una vez que me fui de San Bartolo, me arrepentí casi en el acto y quise regresar corriendo al Sodalitium. Y para ello habría solicitado la intercesión de Jaime Baertl, pero Figari se negó. O algo así. Este rumor lo han esparcido en algunos círculos como una epidemia. Así las cosas, quienes se tragaron el sapo suponen que quien firma estas líneas es un resentido de marca mayor que respira por la herida, y que odia al Sodalitium porque el Sodalitium no le dio la oportunidad de regresar. ¡¿Pueden creerlo?!

 

En realidad, esto me lo han contado algunos de mis excorreligionarios disidentes. Eso sí. A quien se lo he leído en un tuit es a Alejandro Bermúdez, el director de ACI Prensa, quien era, hasta hace poco, el principal “sodatroll” del movimiento, y jamás escatimó en inventar y vomitar basura sobretodo aquel que osara criticar a su líder espiritual y a su casa religiosa. O a sus disparatadas ideas, que esa es otra.

 

No es lo único que han dicho, la verdad. También han deslizado por ahí que soy una víctima sexual de Virgilio Levaggi y/o de algún otro pederasta sodálite. Lo cual es falso. O que me dedico a escudriñar las cochinadas del Sodalicio porque me estoy forrando en dinero con la venta de los libros. Lo cual quisiera que no sea falso, pero es falso también. Dicen eso y otras pastruladas por el estilo, que son de risa pero que se las creen como si fueran verdades de a puño. Como aquella de que soy el “Instrumento del Maligno”. ¡Por dios!

 

Y es que el adoctrinamiento sodálite y el lavado de cerebro y el formateo y control mental fueron concebidos por Figari para anular el pensamiento crítico y fomentar el pensamiento único, el pensamiento de colmena, y así someter la voluntad y destruir la individualidad de las personas. Ese es el principal daño que ha infligido el Sodalitium a sus militantes, quienes son captados desde la edad escolar. Las graves lesiones a la libertad de conciencia.