Sexo, drogas y rocanrol. Esa fue la fórmula con la que intenté sacarme al Sodalitium de mi cabeza. Claro. No era algo que hacía conscientemente, sino por puro instinto de conservación. Intuía que en mi cerebro había algún tipo de tenia tóxica que se movía subrepticiamente entre mis pensamientos, regando sus cochinaditas por aquí y por allá. Racionalmente no era capaz de inferir que, durante varios años, había sido un sectadependiente y, en consecuencia, el trabajo de control mental al que había sido sometido seguía haciendo efecto, aun fuera del Sodalitium. Seguía formateado, es decir.

 

Todavía mantenía rasgos de mi falsa identidad impuesta por los sodálites. Rezaba por las mañanas. En mi cuarto no faltaba un crucifijo ni un palito de incienso. Trataba de mantener cierta disciplina, un ápice de espiritualidad y un poquitín de religiosidad. Leía al jesuita Alonso Rodríguez y sus infinitas páginas de recomendaciones represoras y antihumanas.

 

La manipulación, si no quedó claro, había sido eficiente en mi caso. Soñaba aun con el infierno y la infelicidad eterna. Había heredado de mi tránsito por el Sodalicio un Síndrome de Estrés Postraumático del carajo, pero eso no lo pude determinar hasta muchos años después. Porque hasta esos tiempos, ochenteros y noventeros, continuaba prisionero del absurdo y la angustia.  

 

Los síntomas, en mi caso, encima eran evidentes y públicos. Porque los escribía y los propalaba. Uno de mis primeros cachuelos al salirme de la organización, les cuento, fue trabajar en un semanario distrital cuyo nombre ya olvidé y que dirigía un periodista de televisión de los ochentas, de perfil irrelevante. Mi trabajo era vender publicidad. Y mis áreas de acción eran Miraflores y San Isidro, donde ofrecía a las tiendas comerciales espacios para sus avisos. Una vez me preguntaron si quería escribir. Y yo les dije que ya, que encantado, que feliz de la vida. Y qué creen. Mi primera colaboración fue un remedo de Un mundo en cambio, el espantoso pasquín de Luis Fernando Figari, surgido de una charla durante el primer Convivio de 1977, en el local del colegio Santa Úrsula.

 

Me da hasta vergüenza contarlo. Pero el hecho es real como la vida misma. Ese puto librito me lo hicieron leer un centenar de veces, y no exagero. Así que las ideas simplonas y ramplonas que discurrían por sus treinta y pico páginas, las tenía pegadas en mi cabeza con Soldimix. O con Tris, da igual. “El cambio no parece respetar nada”. “Lo que ayer era nuevo, hoy resulta caduco; y lo que hoy es novedad, mañana estará en la basura por inútil”. “El cambio lo inunda todo. Se quiere el cambio por el cambio. Se vive una pasión desordenada por el cambio”. “El cambio aliena al hombre”. “El hombre ha perdido de vista a Dios (así, con mayúsculas, lo escribí) y por eso el mundo le marea”. “Si el hombre no cambia su corazón, en vano trabaja por cambiar las estructuras”. “Es todo un mundo el que hay que rehacer desde sus cimientos; de salvaje volverlo humano; y de humano en divino”. “Y como dijo el Papa Paulo VI: ‘Son ustedes, los jóvenes, los que van a formar la sociedad del mañana. O la salvan o perecen con ella’”. Y así.  

 

Algo así fue lo que escribí en el verano de 1987. Y ahí no acabó la cosa, adivinarán. Al poco tiempo pergeñé en las páginas de El Comercio unas pavorosas líneas sobre la “cultura de muerte”, la alienación del consumismo y sobre la clase media,“ convocada a ser agente de renovación integral”. Y en mayo de 1988, en el diario Correo de Arequipa, todavía fuertemente influenciado por el Sodalicio y su pensamiento carca y macartista, hablé sobre la “muy gratificante” segunda visita de Juan Pablo II al Perú y despotriqué todo lo que pude contra la Teología de la Liberación, “incompatible con el pensamiento social de la Iglesia”, y de paso le metí un codazo de papel a su creador Gustavo Gutiérrez.

 

En marzo de 1997, diez años después de mi salida del Sodalicio, como columnista de Expreso, todavía son palpables los indicios de que el chip sodálite sigue bien prendido en mis lóbulos. No sé si en los frontales o en los parietales, pero ahí está, intacto, activo, exhortando al científico británico Ian Wilmut, el embriólogo que revolucionó la ciencia biológica clonando a la oveja Dolly, para que escuche al “Santo Padre Juan Pablo II” sobre la tentación de clonar seres humanos… ¡¡¡Por dios!!! Lo peor es que le pido al Congreso peruano que se ponga a la altura y “a tono con la solicitud papal” y legisle sobre el particular. ¡¡¡¿Pueden creerlo?!!! Casi, casi en plan Beatriz Mejía. De locos, oigan.    

 

Hay más, por cierto, para mi sonrojo. En diciembre de 1997, se me da por escribir un oxímoron. “Ser católico es ser liberal”, pongo como titular en mi columna de Expreso, basado en un ensayo del argentino Alberto Benegas Lynch. En realidad, basado en una pregunta que se formula Benegas Lynch dentro de un ensayo más amplio sobre el liberalismo. “Si el liberalismo es el orden social de la libertad, ¿cómo puede un buen católico estar en contra de ese sistema cuando, precisamente, la doctrina de Cristo exige la libertad individual en que se funda la responsabilidad personal de la conducta de los hombres frente al bien y al mal, la virtud y el vicio?”, anotó Benegas. Y yo, forzadamente, aterrizo ese ilógico e incomprensible titular, el cual es un despropósito. Y un imposible. O hasta una contradicción. Un oxímoron, ya lo dije al inicio.

 

Dirán algunos que de ciertas cosas hay que reírse, como de mi estupidez, por poner un ejemplo. Pero lo mío era más que estupidez. Era algo clínico. Una tara psicológica. Ahora bien, si hay algo que me ayuda en el camino a desanidar mi entendimiento de “creencias y dogmas y verdades sodálites”, por llamarlas de algún modo, son mis lecturas liberales con las que me nutrí desde fines de los ochentas.

 

Pero a ver. Como me lo puso bien clarito César Hildebrandt en el prólogo de Al diablo con dios (Planeta, 2013): “Haber sido sodálite es como haber sido alcohólico. Como la bebida, el sodalicio es un enemigo agazapado que busca su oportunidad. Nunca se es exalcohólico. Nunca se es exsodálite” (página 15). Tal cual.

 

Porque no hay otra explicación. Fíjense, si no, lo que escribo luego en febrero de 1998 a propósito de la visita del pontífice polaco a Cuba: “El santo padre Juan Pablo II ha reinado no desde una oficina confortable desde el Vaticano, sino recorriendo el planeta entero para predicar el Evangelio. Los viajes han sido para Karol Wojtyla, como comenta el periodista norteamericano Carl Bernstein en Su Santidad, lo que fue la guerra para Napoleón. Y ha sido en estos encuentros con el pueblo de Dios que el Primado de la Iglesia ha podido mantener viva la llama de la fe”. ¡¡¡Figúrense!!!

 

Y lo más lisérgico es cuando más adelante cito al “especialista en temas eclesiales, Germán Doig” y su libro Iglesia y marxismo. Ah, y ahí no acaba la cosa. Adivinen cómo titulé el artículo de marras: “Semillas de reconciliación”. No les voy a mentir. Releer estas cosas me han herido los ojos y el alma. Y por momentos, me he sentido un poquito subnormal. Hasta me acordé de aquella famosa frase de Camus: “Un hombre inteligente en cierto plano puede ser un imbécil en otros”. Y no es que pretenda dármela de inteligente en algunas cosas, pero de lo otro supongo que algo había. O mucho. O quizás la interpretación tiene que ver con el tan mentado formateo que funciona en tu cabezota de forma semejante a la de la tortuga que se hunde en su caparazón. El chip sodálite cuando se gatilla hace que te encierres en ti mismo y dejes de ver el mundo que te rodea y regreses a la burbuja de la fantasía que te inocularon machaconamente con los años.

 

Hay otros textos por ahí, en la misma línea catolicona y macartista, pero que se truncan de súbito en el primer trimestre de 1998. Hasta que, en1999, en la intro de mi primer librito publicado por Editorial Apoyo, en la parte de los agradecimientos borrajeo lo siguiente: “Hago extensiva mi gratitud a mis amigos del Sodalitium Christianae Vitae (SCV), a quienes les debo parte de mi formación católica y moral, que ha servido de soporte elemental para el enjuiciamiento de diversos tópicos”.

 

(Silencio). Qué fuerte, ¿no? Si me apuran, ya no me reconozco en ese párrafo. Ni siquiera en las comas, oigan. Eso sí. No puedo negar que me resulta difícil e incómodo este ejercicio de ver hasta dónde y hasta cuándo me han tenido secuestrada la testa. Luego de ese prefacio, vuelvo al ítem sodálite cuando muere Germán Doig, en el 2001, a quien le dedico una oda apoteósica en mi columna de Correo.

 

Mucho antes de todo esto, y de forma esporádica, como mis espaciados y atávicos comentarios editoriales, hacia finales de los ochentas e inicios de los noventas, cuando el Sodalicio se percató de que mi vida profesional se orientaría por los caminos del periodismo, los jerarcas de la cúpula decidieron declararme una tregua. Y me sacaron bandera blanca. Ello, supongo, aclararía en parte esta disociación o trastorno y falta de sindéresis de mi parte. Porque esa es otra. El Sodalitium vuelve a mi vida ya no para reclamarme por mi vocación sodálite traicionada, sino para ganarme como aliado táctico, como amigo adecuado, como tonto útil.

 

De hecho, dejé de ser “el traidor” para volver a ser nuevamente “Pedro”. Y cuando se cruzaba conmigo en la calle un sodálite, este, en lugar de cambiar de acera, como ocurrió en más de una oportunidad, de pronto me saludaban con afecto entrañable y desmedido. Alucinen. El trato conmigo cambió desde que me puse a hacer televisión, radio, y a escribir. Quien tomó la iniciativa de contactar conmigo fue el cura Jaime Baertl, quien junto a Luis Cappelleti fue uno de mis principales reclutadores en 1980. Me buscaba para pedirme consejos y recomendaciones en el ámbito de las comunicaciones. En la cosa mediática. Sobre sus proyectos y la reputación de la institución. Y etcétera. 

 

Más de una vez, el clérigo empresario fue a mi antigua casa de General Córdova, en Miraflores. Una de esas veces, orgullosísimo de su proyecto, fue a enseñarme los planos de los colegios Villa Caritas y San Pedro. O me iba a hablar acerca de un proyecto televisivo en Huaraz, el cual sería financiado por una minera. O solicitaba los servicios de mi empresa consultora para darle difusión al cementerio Parque del Recuerdo de Lurín, otra de sus empresas concebida con su endiablada habilidad para los negocios y hacer plata.

 

Formalmente, antes de casarme, en 1993, el propio Luis Fernando Figari a través de su mayordomo personal y diligente alcahuete, Juan Carlos Len, me envió a mi casa a manera de regalo de bodas una virgen sodálite de arcilla, la Inmaculada Dolorosa, acompañada de una tarjetita escrita de puño y letra por el fundador, dándome las bendiciones que me negó en su casa de La Pinta, en San Isidro, en enero de 1987. Ese gesto equivalía a una suerte de perdón. O de reconciliación, si quieren, en el argot sodálite.

 

Es más. Jaime Baertl se ofreció a bautizar a mis dos hijos mayores, en 1995 y 1997, con ademanes bíblicos y toda la parafernalia hierática. Lo evoco y lo relato ahora para que tengan una idea de cómo el Sodalicio, a pesar de mi salida con fórceps, después intentó reconectarme como una especie de “amigo satélite”, porque eventualmente podía serles provechoso. Pero claro. En ese momento quieres creer que hay una aproximación amical y sincera y honesta, en vez de utilitaria o de conveniencia.

 

De hecho, cuando José Enrique Escardó publicó las primeras denuncias contra la institución en el año 2000, en la revista Gente, y luego las relanzó desde el programa televisivo de Cecilia Valenzuela, el movimiento de Figari acudió a mí en ese par de oportunidades para que les ayude a capear las crisis. La de Escardó y la de Valenzuela. Me llamó el sodálite Rafael Álvarez Calderón para reunirme con Erwin Scheuch en el extinto café D’Onofrio, de Miguel Dasso. Scheuch lo niega hasta el día de hoy, pero esas reuniones, que no son producto de mi fantasía, se produjeron.

 

Para tranquilidad de mi conciencia, solo atiné a decirle que desistiera de denunciarlos penalmente, pues eso es lo que quería hacer con los dos periodistas, respectivamente, en ambos momentos. Intentar amedrentarlos con juicios y millonarias reparaciones civiles, y qué sé yo. En el caso de Entre líneas, el programa que conducía y dirigía Cecilia Valenzuela, Scheuch me confirmó alegremente, como quien cuenta un chiste o suelta un cuesco, que había amenazado al reportero que había hecho la nota, Diego Fernández Stoll. Esto también lo ha negado Scheuch ante la fiscalía, pero el propio Fernández Stoll lo contó todo y detalladamente en una nota que publicó en mi blog de La Mula. También se puede leer en El Caso Sodalicio. Vol. 2, p. 45. La nota se titula "La eterna impudicia del Sodalicio". 

 

Recuerdo que lo último que le dije al matoncito de Erwin fue algo así como que deberían ser más transparentes en su forma de ser, pues de lo contrario seguirían recibiendo cuestionamientos escritos, como el de Escardó, o televisivos, como el de Chichi Valenzuela, o incluso hasta en formato de libros (como el que ya estaba escribiendo este mulero desde 1999 y publiqué en el 2002 con Jaime Campodónico).

 

Mateo Diez, mi escrito sobre lo que ocurría al interior de las casas de San Bartolo, fue mi exorcismo personal. Mi manera singular de sacármelos de la azotea y alejarlos de mi vida. De romper con ellos de manera definitiva. Cosa curiosa. Aun en esa etapa de quebrantamiento con el Sodalitium, la intención del libro, una novelita mal escrita, en realidad, no tenía ánimo de denuncia, pese a que todo lo que se lee ahí son vejaciones a los derechos humanos, porque yo mismo no tenía plena conciencia del lugar donde había estado, donde me hice adicto, donde me lavaron el cerebro, donde distorsionaron mi percepción de la realidad, donde me volvieron torpe en mi relación con el mundo real, donde me hicieron odiar a mis padres, donde me alentaban sentimientos racistas, donde se usaba de excusa la religión para adormecer y enajenar mi conciencia, donde me maltrataron física y psicológicamente, donde me hicieron daño. Un deliberado y considerable daño.  

 

Recién me di cuenta del impacto de Mateo Diez, cuando el día de la presentación, el entrañable y extrañado poeta Toño Cisneros, soltó al aire: “Esta historia por momentos nos distrae con momentos terribles narrados en clave de humor, pero lo triste del relato es la forma en que le roban al protagonista el mayor tesoro que puede aquilatar una persona: su juventud. Y esta es la historia de fondo. De cómo a Mateo, que es el alter ego de Pedro, le roban la juventud”.

 

El otro instante en que caí en la cuenta de la gravedad del relato es cuando vi a mi madre, uno de esos fines de semana cercanos a la presentación en El Ekeko de Barranco, a lo lejos, en el jardín de mi chacra, en Mala, leyendo Mateo Diez, haciendo una pausa porque el libro no dejaba de arrancarle lágrimas. Me desconcertó porque yo esperaba más bien jalonearle sonrisas y hasta carcajadas, pero eso no pasó, entonces me acerqué y ella me abrazó para decirme: “Yo no lo sabía, hijo. No tenía la menor idea de que adentro pasaban esas cosas horribles. Perdóname”. “Tranquila, Ma. Todo está bien, supongo”, respondí tropezándome con mis palabras.

 

Finalmente, el oftalmólogo arequipeño Héctor Guillén acusa al Sodalitium de secuestrar a su hijo Franz, a los pocos meses de la presentación de Mateo Diez. Y es ahí cuando, gracias al empujón de Guillén, empiezo a ver las cosas con mayor claridad. Veo la manipulación. La coerción. Lo faccioso. La naturaleza sectaria. Lo destructivo que puede ser el Sodalitium para las personas como Franz. O como yo. O como para el propio Héctor, quien en su condición de padre ha sido otra de las víctimas no reconocidas del Sodalicio.

 

Lo cierto es que mi proceso de ruptura ha sido bastante largo. Y es a partir de Mateo Diez que ya no hay vuelta atrás. El giro de tuerca es radical. La polémica del libro concluyó, como suelen terminar las polémicas, en la confusión y el ataque personal, una marca de fábrica en el talante de los sodálites. Pero no les echo la culpa. Así los moldearon en la fábrica de San Bartolo.

 

Retomando. Desde el lanzamiento de Mateo Diez me convertí en “El Enemigo”. En el desleal que ventiló interioridades que no debió contar. Ya no era solo el exsodálite José Enrique Escardó el que los enfrentaba. Ahora había salido otro a la palestra. Con lo cual, qué creen, nunca más me volvieron a buscar. Y si algún sodálite me aludía en alguna conversación, luego de exhalar una respiración volcánica, regurgitaba algo áspero, ofensivo o inventado, envenenando hasta el aire. Una cosa típica de ellos, digamos.

 

Lamentablemente, como en la metáfora de Hildebrandt, al igual que un beodo impenitente, tuve una recaída en el año 2005. Una neumonía que me hizo sentir la muerte a la vuelta de la esquina, y que me llevaba a no sé dónde, y entre las pepas y el miedo a verme desterrado de este mundo de súbito, casi ahogándome, extrajo mi lado más atávico, el que resuelve las dudas con fe, el que explica todo con dogmas fanáticos y verdades de a puño. “El pánico tiene unos ojos muy grandes”, reza un proverbio ruso. Y son como los ojos del Hombre Par, enormes, de anime japonés, déjenme añadir.

 

Y es que, para qué les voy a engañar, nadie quiere morir. Y si lo vamos a hacer, pues lo mejor es pensar que será para irnos a un mundo mejor, ya sea como un imperecedero espíritu, o como un alma inmortal. Y así las cosas, pues ojalá que lleguemos al Paraíso en lugar del Infierno.

 

Lo que pasa es que somos humanos. Con lo cual, el miedo y la culpa son resortes que habitan en nuestra testuz y en nuestro ánimo, y cuando se juntan, alimentados por la debilidad física o una discapacidad, nos sentimos absolutamente desprotegidos. Entonces, una necesidad emocional basada en el miedo a la muerte nos regresa sin escalas a la creencia en dios, y esa sola idea nos ayuda a aceptar nuestro destino incierto.

 

Porque a ver. Nadie quiere aceptar lo que le horroriza. La idea de desaparecer por completo y para siempre, por ejemplo. Y nadie quiere desaparecer en la nada. Y si ello va a ocurrir, que vamos a desaparecer, es decir, pues entonces que sea en plan de trascendencia, de convertirnos en otra cosa y en un paraíso celestial. Porque queremos seguir vivos de cualquier forma. Es así. Y para eso necesitamos creer. Bueno. Eso fue lo que me pasó, para qué les voy a mentir.

 

Lo peor es que, para mi mala suerte, la neumonía me atacó en momentos en que se puso a agonizar Karol Wojtyla, hacia finales de marzo del 2005. Y qué creen. Con las pocas fuerzas que tenía, mis neuronas hicieron sinapsis con el chip sodálite y, en consecuencia, me dediqué a regalarle columnas elogiosas al jefe de los católicos y a escribir diatribas contra sus críticos, como Luis Pásara o Hans Küng (a quienes, dicho sea de paso, ya les pedí perdón públicamente). Y fíjense. ¡Hasta le rogué al Espíritu Santo para que el siguiente papa sea el prefecto del exSanto Oficio! 


“Ojalá que el próximo Papa sea Ratzinger. Su papado sería corto, de transición, de continuidad”, garabateé en La Primera. En total habré escrito unas cuatro columnas, como máximo, durante las tres semanas que me duró la afiebrada convalecencia. Y luego me curé de la neumonía y, de paso, de la patología sodálite-religiosa que invadió y enturbió mi lucidez.

 

Desde entonces, hasta la fecha, no he vuelto a tener ninguna recaída. Gracias a Zeus y a Odín. No obstante, espero que con lo que les acabo de relatar se hayan hecho una idea aproximada y cabal de lo que significa cortar mentalmente con el Sodalicio. Podrán colegir que no es una tarea nada fácil, sino todo lo contrario. Se los dice un exsodálite, que es algo así como un exalcohólico.