¿Pero si ya se salió por qué sigue pensando como un conservador? ¿Por qué un exsodálite sigue aferrándose a algunas ideas carcas y pensamientos retrógrados? Supongo que, si le has entregado tu voluntad, tu libertad y lo mejor de tu vida, tu juventud, es decir, a una secta como el Sodalitium, en el fondo de ti, en tu inconsciente más recóndito, una vocecita te debe decir: “No todo fue malo”. “Algo bueno deben tener”. “Me llevo algunas cosas positivas que fueron reales”. “Me captaron porque me engancharon algunos de sus planteamientos en los que, independientemente de ellos, los he hecho míos”. Y en ese plan.

 

Algo comprensible, por una parte. Porque así es como uno justifica o trata de explicarse a sí mismo lo inexplicable. Entonces, pasado un tiempo, todavía hay dogmas y “valores” y verdades de a puño que se mantienen, que perduran pese a estar uno fuera del territorio sectario. Porque, acuérdense, los grilletes son mentales. Y un pelín de Síndrome de Estocolmo aun habita en quien ha vivido años como un fanático.

 

Y aquí es cuando viene lo difícil. Reponerse al sentimiento de pérdida, a la depresión, a la alienación en que se vivió durante tiempos prolongados, a la soledad, al miedo, a la confusión, a la culpa injustificada, a la rabia, a la idiosincrasia infantil y de burbuja, a la sugestionabilidad, a la baja autoestima.

 

La cultura del abuso que imperó en el Sodalitium durante los cuarenta años que Luis Fernando Figari fue su factótum y jefe máximo e incuestionable instauró un chip entre quienes fueron moldeados por él y ejercieron puestos de mando, ya sea como integrantes del Consejo Superior, como superiores de comunidades, como formadores, como directores espirituales. Todos estos personajes, que no son pocos y todavía siguen guarecidos en las casas sodálites “con cara de yo no fui”, se constituyeron en figuras autoritarias, y se creyeron el cuento de que eran antenas parabólicas capaces de interpretar la voz de dios y, en consecuencia, se sintieron dueños de la verdad, pretendiendo ejercer el poder a la mala, de forma perversa y cruel, perdiendo todo sentido de lo que era bueno y de lo que era malo.

 

¿O no fue así? ¿O estoy exagerando? ¿O el que habla, o escribe esto, no es sino un instrumento del Maligno, que, encima, odia al Sodalitium con odio jarocho? Porque a ver. Si alguien cree que estoy hiperbolizando o magnificando las cosas o cargando las tintas o mirando el tópico con cristales de aumento, que salga a la palestra y que lo diga. ¿En qué estoy recargando las cosas? ¿No era el Sodalicio un grupo totalitario?

 

“¡¿Y las buenas obras?!”, preguntará alguno con tonada altisonante, tratando de volver las cosas a cierta “normalidad”, que, ya saben, en el Sodalicio no existe. Las buenas obras escondían el lado oscuro que dio origen a todo, oigan. Porque a ver si se informan bien, aunque sea un poquito, pero de una buena vez por todas. Figari ya tenía comportamiento de depredador antes de crear al Sodalitium, en los sesentas, cuando se llevaba alumnos de secundaria durante dos meses a su casa de playa, en San Bartolo, con el pretexto de prepararlos para ingresar a la Universidad Católica. Se los llevaba de a dos con el cuentazo del “retiro académico”. ¿O recién se enteran de ello? Y ahí los observaba cuando se duchaban. O les pedía que se quedasen en calzoncillos, porque desinhibidos se estudiaba mejor y se absorbía mejor el conocimiento, y qué sé yo.

 

En resumen. El punto es que, si esto ya ocurría antes del 8 de diciembre de 1971, fecha fundacional del Sodalitium, entonces cuando el monstruo limeño de ideario fascista crea su movimiento de “juventudes figarianas” lo hace como ropaje, como tapadera, como fachada para seguir perpetrando sus perversiones más bajas, y con menores de edad. 


Así las cosas, creó su grupete autoritario y vertical, constituyéndose en el gurú máximo luego de la salida de Sergio Tapia y el marianista Gerald Haby, quienes duraron muy poco en esta iniciativa que luego se volvió una sociedad de vida apostólica aprobada por todo lo alto por el Vaticano, sabe dios con qué criterios. No hay como mirar hacia atrás para comprenderlo todo.  

 

Digo más sobre esta coartada que aduce “espiritualidad” para mitigar el impacto de la verdad. Los efectos de esa intolerancia violenta inoculada por Figari, que se vivió durante cerca de cuatro décadas en la institución católica peruana, con las consecuencias que conocemos (que, puedo apostar, todavía no llega ni al cincuenta por ciento de lo que se ha visibilizado) no la cura un encargado ad nutum fantasma ni un comisario apostólico candelejón ni un dicasterio manejado por encubridores. Ni siquiera el Espíritu Santo en la forma de Paloma San Basilio cuando tenía veinticinco años. ¡Ni el propio papa, por dios!

 

El daño es tal que mucha gente todavía no se ha dado cuenta de su condición de víctima. Y ese nivel de daño, adivinarán, tiene que ver con el rango de ensañamiento que padeció el sodálite o el tiempo de permanencia en la organización. Por lo general, si no lo saben, las víctimas de lavado cerebral no admiten que fueron formateados. En consecuencia, son reacios a cualquier forma de desprogramación.

 

El oftalmólogo arequipeño Héctor Guillén, otra víctima del Sodalicio para más señas, en un ensayo sobre sectas, hace una analogía interesante sobre el particular. “Desprogramar es como sacar del garaje un auto que no ha sido manejado durante un año. Su batería está muerta y para recargarla se le puede proporcionar energía con cables de otra batería. Sin embargo, se volverá a descargar. Así que tendrá que mantener el motor en funcionamiento hasta que genere su propia energía”.

 

Ese proceso, del que habla Guillén, sugiere que la mente debe activarse haciendo trabajar la reflexión propia, el espíritu crítico, recuperando el hábito de pensar, de cuestionar, y de tomar decisiones por uno mismo. Para volver a la vida real. Para reinsertarse al mundo real. 


Es más. Si me preguntan, la verdadera vida está fuera del Sodalitium.