Alejandro vive fuera de Perú desde hace un buen rato. Y le va muy bien, si me apuran. Tomó contacto conmigo hace unos días que estuvo de paso por Lima porque, si bien no llegó a entrar al Sodalitium, igual quería contarme su historia. Y, como la de todos, la escuché sin despeinarme, a pesar de los parecidos con el resto de la peña.

 

Así que ya ven. Con similitudes y todo, vaya por delante que nunca dejará de asombrarme el método de captación y de seducción que tienen las sectas. Lo que me fastidia es que nieguen su naturaleza sectaria. Como saben los cuatro gatos que siguen este blog, este escriba también fue un adicto al Sodalitium. Un talibán. Un radical. Un extremista. Un fanático. Alguien dispuesto a matar o a morir por el “ideal”. Como sea. Lo de Alejandro no deja de superarme. Pues con el tiempo, estos Jim Jones de San Borja se sofisticaron. O eso cuentan.

 

Alejandro se vincula al Sodalicio cuando tenía doce o trece años, precisa. Lo recuerda claramente porque estaba entrando a primero de media. Nada menos, oigan. Alejandro apenas era una criaturita, o sea. Tremendo. Lo captan en el Centro Pastoral de San Borja, aquel complejo enorme en el que reside parte de la plana mayor sodálite y fue concebido por el fallecido Germán Doig Klinge, número dos de la organización, “el mejor entre nosotros”.

 

Lo convoca Antonio Sotil, de quien guarda buenos recuerdos. Sotil se convierte en el animador (en mis épocas se le llamaba “instructor”) de una 'agrupación mariana', de la que Alejandro termina formando parte. Con el tiempo, Sotil es reemplazado por Rafael Vieira, otro sodálite buena gente, en opinión de Alejandro.

 

El tiempo transcurre, y todo es divertido. Alejandro y sus colegas “agrupados” van al cine. Se divierten con unos juegos de mesa que no conocían. Salen a comer. Hacen dinámicas de grupo. Se integran afectivamente. La amistad es un valor que se enaltece todo el tiempo. Y en ese plan. Hasta que, en el marco de una maratón que organizaron los sodálites en playas sureñas, se volvió a Lima en el auto de Humberto del Castillo, un viejo militante de mis tiempos, déjenme añadir.

 

Humberto fue reclutado en el año 1980, cuando cursaba cuarto de secundaria y estudiaba en el colegio San Agustín, y los profesores eran Alejandro “Calato” Zapata, Juan “Torero” Román, el “Loco” Andrade, “Pajarito”, “Moroco Topo”, Alfaro, Lucho Pérez Vargas, Marco Castellares, William Omonte, Atilio Vásquez, el padre “Larry” Hilario, el severísimo cura José Souto, y el director era el español Cesáreo Fernández de las Cuevas. Humberto fue reclutado, decía, con el pretexto de un retiro para la confirmación. De los diferentes retiros que hubo ese año con las diferentes clases, surgió un grupo de perseverancia (léase "agrupación mariana").

 

Ahí estaban Humberto del Castillo (las reuniones solían realizarse en su casa, en Corpac), Kike Hernández, Carlos Acuña, Tito Goñi, Calucho Chipoco, y este servidor. Y luego se fueron sumando Juanfer Trivelli, Chitín Hare, Miguel Gonzáles, Juani Viacava, Fernando Canales y Johnny Castañeda, de los que recuerdo. Esa fue la primera agrupación a la que pertenecí. Ese fue mi primer paso dentro del Sodalitium. Y el de Humberto (o “Pepe”, como le decíamos entonces) también. Y fue, dicho sea de paso, la primera agrupación mariana salida de las canteras agustinas. De esa promoción continúan en el Sodalicio: Humberto del Castillo y Juan Fernando Trivelli.

 

Pero volviendo a Alejandro y su vuelta a Lima en el coche de "Pepe" del Castillo. Durante esa conversación en la carretera, Humberto se metió en el bolsillo a Alejandro. Se lo ganó. Así, en caliente. Humberto, relata Alejandro, en esos tiempos tenía oficina en el Centro Pastoral, o Cepé, como se referían los miembros de la familia sodálite al local samborjino. Además era alguien cercano a Germán Doig y al propio Luis Fernando Figari.  

 

En los hechos, Alejandro fue adoptado por Humberto como su “dirigido” o “aconsejado espiritual”, que es algo así como ser el padawan de un jedi, para que me entiendan. Así las cosas, Humberto lo saca a Alejandro de la agrupación de donde estaba y lo introduce a otra que él dirigía con chicos del colegio San Agustín. Durante un tiempo, siguiendo el estilo de “apostolado sodálite” se crea una relación idilíca con el nuevo adepto, y se establece una relación amical, de confianza. Lo normal en ellos.

 

Pero la cosa no acaba ahí. Por el contrario, recién empieza. La agrupación acogedora, con visos de fraternidad y deseos de compartir, va dejando de serlo, de forma gradual, obviamente, para convertirse en un grupo cerrado, estricto, y tendiente a mantener un pensamiento único, de colmena. Poco a poco se va exigiendo más compromiso, más radicalismo, más exclusivismo, mientras que a través de denominadas “introspecciones” van minando las defensas psicológicas de los “agrupados” con el propósito de retenerlos.

 

A todos y a cada uno les hacen sentir únicos, y a la vez se les instruye en la línea de que lo mejor para el adepto, o el agrupado, es abandonar todo su pasado, “morir al hombre viejo”, dado que su futuro está dentro del Sodalicio. Ello supone distanciarse de la propia familia. Y controlar sus rutinas diarias vía la confección de un “horario”. La obediencia se instala como un valor supremo. “La voz del superior es la voz de dios”, y mantras de ese tipo, que ya hemos repetido hasta el hartazgo en varias publicaciones y foros. 


En fin. Ya saben. La metodología empleada está orientada a que el potencial aspirante a sodálite, como era el caso de Alejandro, viva bajo una completa dependencia del grupo.

 

“Recuerdo que en una discusión con mi papá, terminé haciéndolo llorar”, trae a la memoria. Esto, ya adivinarán, era alentado por los líderes del Sodalitium. Porque la vida de un agrupado con vocación, con vocación sodálite, es decir, está con el Sodalicio. Y nada más interesa. “Está bien lo que has hecho”, le dijeron cuando comentó el hecho que nunca dejó de incomodarle. Hasta el día de hoy evoca ese mal recuerdo con la mirada vidriosa y contenida.  

 

El aliento totalitario del Sodalicio se hace presente así en la agrupación de Alejandro. Las técnicas coercitivas para someter a las personas y hacerlas dependientes del grupo no se hacen esperar. Lo mismo que la devoción hacia Luis Fernando Figari, el fundador. La manipulación, la persuasión y el control se vuelven los motores fuera de borda de la agrupación que dirigía Del Castillo.

 

En el caso de Alejandro, forzar la ruptura con su familia fue una cosa que intuyó como algo que no estaba bien. De hecho, esa fue la principal razón por la que se fue haciendo reacio al formateo o a la persuasión coactiva. Tampoco le gustó nadita el maltrato psicológico. Que le digan “acomplejado” por todo. Porque no era blanco. Porque no era adinerado. Porque no era sodálite. Porque sí. Y por lo que sea. 

 

Antes de llegar a ese punto, cuando tenía catorce o quince años, Humberto del Castillo, sin el consentimiento de los padres de Alejandro le empieza a tomar exámenes psicológicos a su pupilo. Estos se los tomaba en realidad la fraterna Cecilia Collazos en un local de la avenida Pezet, en San Isidro, frente a la parroquia de la Medalla Milagrosa. Collazos, para más señas, había sido superiora general de la rama femenina del Sodalicio de Vida Cristiana.  

 

Le hacían evaluaciones vocacionales, de aptitudes, de personalidad, de inteligencia, de emociones, de percepción familiar, que luego, eso sí, terminaban en manos de Humberto del Castillo, quien se reunía semanalmente con Alejandro para instruirlo y prepararlo para aceptar su “vocación sodálite”. Y en ese plan. 

 

Para entonces, Alejandro, en lugar de lucir como cualquier adolescente ya se vestía como sodálite. Usaba camisas celestes o blancas y pantalones azules. Y ya recibía instrucciones precisas para su vida cotidiana. Ejercicios. Oración. Leer publicaciones sodálites. Evitar tener enamorada. No masturbarse. No faltar a sus reuniones semanales con Del Castillo. 

 

“Uno de los grandes daños que te hacen es que te inculcan el hábito de juzgar malamente a las personas, todo el tiempo”, apunta Alejandro.

 

Finalmente Alejandro se va. Se va con culpa, porque siente que al irse los está traicionando. Pero se va. Se encuentra con un par de sodálites varios años después de su partida, y el trato que le dieron lo ratificó en su decisión. “La mejor decisión de mi vida fue alejarme de ellos. Si bien no fui sodálite, aunque me prepararon para serlo, lo mejor que hice fue no continuar con ellos”, subraya.

 

Antes de despedirnos, recuerda las directrices de Humberto del Castillo para que Alejandro se convierta en un “apóstol de apóstoles”. En un reclutador, si acaso no se entendió. “Tienes que buscar buenos patas”, le dijo un día su mentor. Y Alejandro replicó: “¿Qué es un ‘buen pata’?”. “Alguien blancón, pendejo y de familia acomodada”, respondió Del Castillo con una sonrisa torcida y achinando aun más sus ojos.