No sé ustedes, pero para mí la actitud negacionista del arzobispo sodálite de Piura y Tumbes, José Antonio Eguren Anselmi, quien rechaza cualquier participación en la cultura de abuso que imperó en el Sodalicio durante casi cuatro décadas, parece la de una rubia con pasado moreno. O algo así. Y no me digan que no, si sí.

 

Porque a ver. Como escribió en su momento el exprocurador anticorrupción Ronald Gamarra en su afilada columna de Hildebrandt en sus trece: “Figari no pudo cometer tantos abusos ni maniobrar con tanta efectividad y durante décadas contra las denuncias sin contar con la complicidad, la tolerancia e incluso la coautoría de muchos de sus colegas de primer nivel. Figari no solo es fundador del Sodalicio, también fue superior durante cuarenta años, casi toda la trayectoria de la organización. Imposible que sus directivos ‘no supieran nada’”.

 

Y acá es donde viene lo insólito. El propio Eguren se jacta de ser miembro de la “generación fundacional”, de aquel núcleo de jóvenes que perteneció a la época auroral del Sodalitium y construyó junto con Figari, el líder incuestionable, esta organización que terminó convirtiéndose en una sociedad de vida apostólica. Es uno de los hechos más significativos que refleja su hoja biográfica en la web del arzobispado de Piura.

 

Miembros de dicha “generación fundacional”, por ejemplo, han sido Germán Doig, Alfredo Garland, Emilio Garreaud, José Ambrozic, José Antonio Eguren, Jaime Baertl, Virgilio Levaggi, Alberto Gazzo, entre los principales. Todos ellos se han alimentado de la literatura fascista y antisemita que les hacía leer Figari. Todos ellos cantaban el Cara al Sol. Todos ellos fueron los primeros formateados bajo los mantras de la obediencia y la sumisión. Todos ellos fueron inoculados con el virus de la misoginia y del racismo y del clasismo y del macartismo. Todos ellos siguieron a pie juntillas los métodos de captación que se basaban en técnicas de coerción y de manipulación psicológica para reclutar a menores de edad. Todos ellos contribuyeron al diseño de la arquitectura de una organización signada por una cultura de abuso de poder y del maltrato, configurando abusos atentatorios contra los derechos humanos. El resultado fue insuflar de vida a una congregación estuprada por su fundador.

 

Y la verdad, si me preguntan, al único que he visto tratar de comprender lo que pasó e intentar tenderle una mano a las víctimas, luego de todo lo revelado hasta ahora, es a José Ambrozic, con quien he conversado sobre el tópico en más de una ocasión. Del resto solo he conocido la negación o el silencio.

 

Los resultados de estas políticas de “formación” que consistían en alejar a los adeptos de sus familias, desvalorizando a sus padres; de aprovechar la posición de dominio de los superiores o formadores; de bullying psicológico para someter física y psicológicamente a los subalternos; entre muchas más cosas, se orientaban a anular la voluntad de las personas. Jamás, en cuarenta años, hubo medidas correctivas. Por el contrario, como anota el informe de la primera comisión investigadora convocada por el propio Sodalitium, que actuó ad honorem y sin cortapisas, estos hechos abusivos que gatillaron daños psicológicos “los encubrieron alentando con ello la práctica de nuevos y mayores abusos, bajo un manto de impunidad”.

 

¿Esto no fue así, José Antonio? ¿Acaso estoy mintiendo?


TOMADO DE LA REPÚBLICA, 23 DE SEPTIEMBRE DEL 2018